
Mis diarios de 1989 en adelante están demasiado escondidos y no he podido dar con ellos. Están en un armario muy profundo de mi zaquizamí, perdidos entre bolsas, cachivaches, bártulos varios, cajas, cunas, muñecos y trebejos sin fin. He preferido dejarlo estar y procurar utilizar mi memoria afectiva. No habrá gran diferencia.
Corría 1989, el año en que cayó el muro de Berlín, pero unos meses antes, en pleno invierno, murió el mayor farsante y artista surrealista que ha dado este país, ya de por sí surrealista. Sí, el 23 de enero de 1989 moría Salvador Dalí, el ínclito, carismático e insoportable narcisista impotente que nos dejó una obra pictórica magnífica y una Vida Secreta en la que recreaba su extraordinario complejo de inferioridad travistiéndolo de megalomanía desmesurada. Mis alumnos de tercero de BUP del Institut Mediterrània de El Masnou (Barcelona) estaban avisados. Su estado de salud era precario y la noticia esperada –su muerte anunciada- podía llegar en cualquier momento.
Al día siguiente del óbito, compré toda la prensa disponible para recoger el impacto que causó su muerte. Todas las portadas remitían a extensos artículos que reseñaban la importancia de su obra y su vida enigmática. Aquel martes de enero de 1989, suspendimos las clases ordinarias y me dediqué a leerles fragmentos del Primer manifiesto surrealista publicado por André Breton en 1924. Oír las palabras contenidas en este manifiesto que supone una reivindicación de la infancia y su potencia creadora, de nuestra capacidad de ser todos artistas si dejamos fluir nuestro subconsciente que es capaz de aproximar (en los sueños, en la poesía, en juegos de asociación regidos por el azar) realidades lejanas, de erigir la palabra libertad en eje de nuestra vida, oír esto y ser joven y no sentir una llamada clamorosa a la rebelión es impensable. Así se sintieron aquellos treinta alumnos de 16 y 17 años cuando escucharon mi propuesta. Pero era totalmente secreta.
Durante un mes nos dedicaríamos a estudiar el papel de las vanguardias artísticas, centrándonos fundamentalmente en el surrealismo. Abandonábamos el desarrollo normal de la asignatura de literatura y las cuatro horas semanales trabajaríamos en equipos buscando las claves de este movimiento artísticamente revolucionario que pretendía nada menos que cambiar la vida y la liberación de los impulsos reprimidos para acceder a la verdadera vida (vraie vie) que se halla amordazada en lo más hondo de las conciencias. Luego, un día de febrero, el día D, llevaríamos a la práctica en el instituto un experimento a gran escala, una acción poética colectiva, un happening surrealista.
Viviríamos en primera persona, en carne propia, la experiencia surrealista sin límites, dejándose desbordar nuestra imaginación fuera de corsés morales, estéticos o sociales.
Nuestra espontaneidad a la hora de conectar mundos e imágenes era esencial. Nadie fuera del curso había de saber nada. Ni el director, ni los profesores, ni sus padres, ni sus compañeros. Absolutamente nadie. Era nuestro máximo secreto. Aquellos muchachos llenos de entusiasmo trabajaron duro. Leyeron manifiestos vanguardistas en especial dadaístas y surrealistas, se impregnaron de la teoría del inconsciente (Freud), trajeron cuadros (no había internet, recordadlo), estudiaron la obra de distintos autores, se empaparon del movimiento en sus bases teóricas, leyeron y crearon poemas basados en la escritura automática y el collage, experimentaron el azar de los encuentros imprevistos, reseñaron sus sueños anotándolos cuidadosamente, descubrieron el movimiento OULIPO y vieron conmigo, comentándola y diseccionándola, cuatro veces la película fundadora del surrealismo cinematográfico El perro Andaluz de Luis Buñuel y Salvador Dalí, además de La edad de oro.
El resultado de un happening surrealista (íbamos a mezclar estos dos conceptos) es imprevisible. No puede estar demasiado elaborado. Teníamos un espíritu, una idea global de lo que representaba el surrealismo, podíamos trazar un pequeño guión, pero era fundamental nuestra propia improvisación del momento. Era necesario, imprescindible, la inspiración, dictada por nuestro inconsciente y el azar.
Día D. Lo fijamos. Sería un 23 de febrero, jueves. La noche anterior deberían llevar a las puertas del instituto todos los objetos raros que les dictara su imaginación, los que tuvieran en casa, en los talleres, en los desvanes, los que encontraran por la calle… El conserje, que debía abrir las puertas, estaría en el ajo y a las siete y media de la mañana les dejaría entrar. No deberían temer las consecuencias ante el director, pues yo las asumía completamente.
23 de febrero. Crónica poética. Treinta adolescentes imbuidos de surrealismo dejando aflorar el eros y el ananké (sexo y necesidad) sin contención pueden ser peligrosos, pero yo intuía -no sé si muy acertadamente- que el experimento no se desbordaría.
La noche anterior empezaron a llevar durante horas en grupos a la puerta del instituto: arcones, muñecos, máquinas de coser y de escribir antiguas, tocadiscos, teléfonos viejos, televisiones desechadas, un contenedor, posters, maniquíes, un banco de la vía pública, una cama, un biombo, posters, bolas del mundo, cuadros, herramientas varias, globos, máscaras africanas, cuerdas, cadenas, cuchillos, floreros, jarrones, peceras, alfombras, cajas, sillones, una moto, un orinal, un lavabo, una mesa…
A las siete treinta AM, el conserje abrió la puerta y los alumnos en comandos se distribuyeron por el instituto. Yo llegaba a las ocho y las clases empezaban a las ocho y media. Toda la planificación escenográfica fue suya. Trabajaron según su propio criterio durante una hora. Bajaron las persianas de todas las ventanas y llenaron el instituto de docenas y docenas de velas encendidas. En cada rellano de la escalera había botellas que servían de palmatorias. Todo debería estar en penumbra e iluminado por las velas. Pusieron en la entrada el banco y asaltaron el seminario de ciencias para traer el esqueleto que allí se guardaba. Lo colocaron sentado fumando un cigarro en el banco frente a la entrada.
Una muñeca, a la que llamaron Chessie, y a la que le faltaba un ojo, colgaba por el hueco de la escalera por un hilo de pescar. Le pusieron vello en el pubis.
La cama estaba en un rellano de la escalera junto con el biombo, hincharon centenares de globos de colores que colgaron por todas partes, había por doquier muñecos de todo tipo y poemas surrealistas en las puertas de cada clase creados por ellos y de Paul Eluard, Max Ernst, Aragon, Soupault, Crevel, Picasso, Dalí, Lorca, Vicente Aleixandre, Alberti…El instituto ofrecía una atmósfera realmente inquietante con docenas y docenas de objetos y con la tumba que habían ideado a la entrada y las velas encendidas. Era espectral y maravillosamente fantasmagórico. A las ocho treinta todos se escabulleron y fueron a clase. Yo estaba escondido. Por mi reputación, nadie dudaría que yo estaba detrás de aquello y no quería aparecer en público. Di mis clases y no acudí cuando recibí una llamada urgente del director para que fuera a su despacho a explicar aquello. Estaba reunido con la junta para tomar medidas. No podíamos pedir permiso.
El surrealismo es una irrupción de la imaginación en la gris rutina cotidiana
Era una rebelión contra el sistema y la llevaríamos hasta el final. La bomba estaba montada, yo no podía detenerme a dar explicaciones.
En la hora anterior al patio, a las diez, tenían clase conmigo los alumnos de aquel tercero. Todos habían llevado en sus mochilas maquillaje, pinturas y ropa para disfrazarse. Yo también. Cada uno debía crear un personaje y sentirse cómodo dentro de él. Yo me disfracé de Quasimodo con la cara deformada, una enorme joroba y una túnica negra que guardaba de mi época teatral. En el grupo había auténtica fiebre creativa. Todos entendían racional e instintivamente lo que íbamos a hacer. Antirreglas: no romper nada; si se manchaba algo, había que limpiarlo; no alterar en absoluto las clases… Llevaríamos adelante primero acciones individuales. Cada muchacho se colocaría disfrazado delante de las puertas de las distintas aulas y llevaría a cabo una acción dramática que le sugiriera su personaje. Habíamos hablado de los ejes de una actuación y sabían que el personaje debía crear una ilusión (para ello tenían que creérselo) y debían saber hacer esperar al público que estaría sorprendido. Al cabo unos minutos de acciones individuales, sería el momento de acciones en grupo. Iban vestidos algunos de monja, de cura, de obispo, de policía, de militares, de nazis, de prostitutas, de detective con gabardina y sombrero, de años veinte, de niña, de enfermos psiquiátricos, de Freddy Kruger… Yo llevaría a cabo mi propia actuación. Todo se desarrolló según el guión previsto. A las once sonó el timbre de salida al patio. La sorpresa fue mayúscula entre el alumnado que no sabía qué pasaba desde que habían llegado a primera hora y habían visto el decorado montado. El director del centro estaba desesperado -se había tomado varios ansiolíticos- y me volvió a llamar, pero yo iba metido dentro de mi personaje y no podía dejarlo. Seguiríamos adelante en una locomotora desbocada sin saber adónde íbamos. Tendríamos que improvisar sobre nuestra leve línea argumental. Muchos profesores estaban indignados por la obscenidad del montaje y pedían un claustro extraordinario. Algún representante del OPUS DEI amenazó con llevar a inspección el asunto del crucifijo invertido en el lavabo de chicas de la planta primera, el profesor de arte protestaba por un montaje que era totalmente antieducativo y contrario al buen gusto. Todas las balas apuntaban a Joselu, al que se consideraba con certeza promotor de aquella barbaridad antipedagógica. Y tenían razón, era brutalmente antipedagógica.
Pero me estoy extendiendo demasiado y estoy abusando de vuestra paciencia. El próximo día de aquí a tres continúo con el relato que queda interrumpido en este punto.
(Continuará)