Marianela es una
muchacha dominicana que repite primero de ESO. Su mirada es viva y sus ojos son
oscuros como carbones encendidos bajo sus gafas de concha. Es maciza y su
imagen sugiere solidez. No hace nada en mis clases ni en ninguna otra. Sabe
que, como es repetidora, pasará automáticamente de curso y no necesita
esforzarse. No molesta en clase. Es discreta
y suele sonreír siempre. Parece pasárselo bien. No hace ningún ejercicio de los que mando. Se
sume en una pasividad holística expresada con un estilo elegante y refinado. Parece
no hacer ningún esfuerzo en ese no hacer nada, sale de ella con una naturalidad
avasalladora. Me preocupo por ella, intento saber a qué se debe su pasividad
radical. Un día mientras sus compañeros realizaban ejercicios la vi con un
libro sobre la mesa, un libro forrado de color lila. Fui hacia ella y le pregunté qué leía. Me
enseñó la página donde aparecía el título. Era Lo que esconde tu nombre de Clara
Sánchez. Fue una sorpresa que me agradó. Le pregunté si leía mucho y me
dijo que sí. Le comenté que podía utilizar sus lecturas para pasar la materia
de castellano. No me dijo nada. Pensé que se aburría en clase con la materia
oficial y que ella iba a su aire. El profesor tiene una escondida predilección
por los outsiders que re rebelan
creativamente contra el sistema. Pensé en ella durante unos días buscando cómo
incorporar su afición lectora a la asignatura de lengua.
Otro día me enconé y les dije a todos los alumnos de Primero A que no saldrían al patio a la
hora si no terminaban la tarea. Todos la acabaron más o menos bien menos ella
que se mantuvo pegada en su asiento de madera sin decir nada. La clase había
quedado en silencio y vacía, todos se
habían ido. Se oía el rumor de gritos en el patio de todos sus compañeros. Marianela no había hecho nada. El folio
estaba en blanco inmaculado, pero había puesto el nombre, siempre lo hace y me
lo entrega así. Le dije taxativo que no saldría al patio. Ella me respondió mansamente
que le daba igual, pero que no lo iba a hacer. Me lo dijo con un tono firme
pero sumamente respetuoso, en voz baja. Se lo dije varias veces pero no obtuve
sino la misma respuesta. Me quedé desarmado ante su contundencia y su
resistencia pasiva. Me pregunté a mí mismo qué podía hacer, pero algo me vino a
la mente como un relámpago. Le dije ilusionado –creía estarlo- que existía un
libro con un personaje como ella, que era un relato corto de noventa páginas. Marianela inmediatamente se interesó
por el libro. Se lo escribí en la pizarra: Bartleby
el escribiente, ese personaje de Melville
que con una mansa firmeza reitera una y otra vez que preferiría no hacerlo, a su jefe. Al final, pasados diez minutos
del patio, le dije que podía salir sin haber hecho nada de la tarea. Me quedé
tan perplejo como el jefe de Bartleby
cuando le mandaba que hiciera determinados trabajos y solo recibía la
inevitable respuesta de su empleado. Entendí su perplejidad.
Días después la volví a ver sin hacer nada de lo prescriptivo
y leyendo con cara risueña. Cuando me acerqué quiso esconder el libro con
rapidez, pero le pedí por favor que me lo enseñara. Lo tenía forrado de color
verde. Era una edición antigua de Bartleby
el escribiente de Melville
en la editorial Bruguera que no sé dónde había encontrado. Ella me miraba con
sonrisa irónica y no decía nada. Hojeé el libro encontrando algunos párrafos
subrayados. Retuve alguno de ellos que luego busqué en mi edición en casa ya.
Le pregunté que por qué, pero ella no dijo nada. Solo se encogió de hombros y
me señaló el libro en la página 56. ¿Por qué? Repetí. Miré con mis gafas
progresivas el texto señalado con lápiz y leí atentamente:
“Pero qué objeción razonable
puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.
Mientras yo hablaba,
no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo
detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.
¿Cuál es su respuesta,
Bartleby? –le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su
actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios
descoloridos.
- Por ahora prefiero no contestar –dijo, y se
retiró a su ermita”.
Hoy ponía las notas medias del curso y Marianela suspendía claramente en las tres evaluaciones. Su nota
media es un dos, una de las más bajas de la clase. Sin embargo en otra
asignatura de Lectura que le doy a otra hora, suele sacar buenas notas y cuando
ha de hacer alguna redacción, ella escribe con ingenio y soltura, con mucha
mayor creatividad que sus compañeros. No me explico este comportamiento
errático, pero sé que me desarma singularmente. No solo eso sino que me
conmueve y desconcierta. Nada hay que exaspere más un hombre que una resistencia
pasiva; su mansedumbre llega a acobardarme. Nunca he entendido mejor al jefe de
Bartleby como yo ahora con Marianela. Sin duda es una muchacha
sorprendente, pero no sé exactamente qué tiene de extraordinario. Tal vez para
este verano le hable de otro libro para recuperar la materia en septiembre,
pero no sé cómo reaccionará.
Quizás también prefiera no hacerlo.
Sin embargo el otro día, la miraba distraídamente durante un examen que dejó en blanco y creí que me guiñaba un ojo.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!