Como sabéis este año soy fundamentalmente profesor de Primero de ESO, un nivel que no había
impartido hasta ahora y que, de entrada, me causaba cierto temor por no conocer
su madurez evolutiva ni las claves de la psicología de niños de doce años.
Solía decantarme por muchachos de niveles posteriores porque pensaba que
hallaría en ellos mayor eco en mis propuestas de lengua o literatura. Sin
embargo, no siempre me he encontrado con esta respuesta y sí me he topado con
alumnos desmotivados y maleados por el sistema educativo que encontraban todo
tipo de artimañas para negarse al esfuerzo y a la maduración intelectual. No sé
qué hace mal el sistema educativo pero no contribuye al aumento de la
curiosidad ni a la implicación activa de los alumnos en desarrollar su
potencialidad cognitiva. Lo que me encuentro en cursos posteriores, incluso
bachillerato, son alumnos que no abundan en interés ni en actitud abierta ante
el conocimiento. Supongo que tiene que ver su estadio de edad, que topa con un
sistema que no estimula la idea de desafío intelectual y tensión creativa.
Me encuentro ahora con chavales de primero que llegan
frescos y todavía abiertos (eso quiero creer). Su actitud me parece más
comunicativa y afectiva, más directa, más personal. Advierto que en este
encuentro entre ellos y yo hay una posibilidad de abrir el campo de juego y
proponerles retos en que puedan desarrollar la elasticidad de la inteligencia. Sé que hay colegios bien en que se
presume de dar mucho programa y los alumnos que siguen escolarmente el sistema
que proponen se convierten en máquinas de empollar datos y memorizar temas que
se han de proyectar en los exámenes como conocimiento estereotipado no sometido
al examen de la inteligencia. Sé que muchos padres optan por la idea de que sus
hijos reciban programa, programa y programa. Sin embargo, no tengo claro
que sea la única opción porque esta vertiente pedagógica no enseña a pensar en
absoluto y los niños se convierten en máquinas de repetición.
Por el otro lado tendríamos la pedagogía progresista que
relativiza la adquisición de conocimientos y se dedica al aprender a aprender y así los alumnos aprenden jugando, sintiendo
agradable la praxis educativa o al menos eso es lo que pretenden los profesores
que se identifican con estas corrientes de hacer ameno el conocimiento para que
los alumnos se impliquen. He pensado mucho en esto y he observado la práctica
de muchos profesores que lo pretenden y he considerado la realidad de mis
alumnos, y no sé, tengo la impresión de que hacer del acto educativo un festín
lúdico, no responde a lo que yo deseo en mi modesta propuesta que llamaría de
“reto intelectual” y que llevaría a hacer del profesor un personaje que
sometiera a sus alumnos a desafíos cada vez más exigentes para hacerles del
proceso intelectual algo no necesariamente divertido
sino “interesante”. Prefiero la
palabra interesante a divertido.
Cuando enfrento a mis alumnos de doce años a pruebas
complejas de lectura e interpretación de textos largos y difíciles los veo
estar al límite durante cincuenta minutos hasta que algunos se dan cuenta de
que detrás de la propuesta hay un reto intelectual y que para el que halle el
camino habrá una recompensa en forma de satisfacción personal y una iluminación
íntima. No todos lo consiguen, pero me niego a hacer una carrera de
mentirijilla en que han de correr con vallas arregladitas para que ninguno se
quede atrás. Sé que todos no han de llegar. Pero quiero ver el intento de la
mayoría por comprender lo que se les expone de forma compleja como desafío.
El último texto que les propuse fue el genial cuento de Richard Matheson Nacido de hombre y mujer. No les di el nombre del autor, solo el
título, y tras el cuento de unas mil palabras les hacía veinte preguntas sobre
la interpretación del texto advirtiéndoles reiteradamente que tendrían que
leerlo varias veces antes de empezar a contestar. Ellos tenían un PC a su
disposición, es su portátil, una herramienta formidable para ayudarles.
Inmediatamente averiguaban quién era el autor del cuento, ese cuento que les
desubicaba tanto y lleno de enigmas que llevarían a la confusión a mis alumnos
de segundo de bachillerato. ¿Qué quería decir Richard Matheson con esa extraña historia expresada como diario de
un niño de ocho años encadenado en el sótano y al que sus padres golpeaban
salvajemente? La primera impresión es que no entendían nada y sentí entonces su
desaliento y la renuncia de alguno a seguir adelante. Yo los fui animando
personalmente. Era un desafío ¿Hasta dónde podrían llegar? La tensión se
palpaba en el aire, la tensión y la concentración intensa. Internet les daba
claves de interpretación y les traducía en forma accesible el sentido del
relato. Solo había que saber buscar y reconstruir las piezas que estaban ante
ellos. Pero eso suponía concentración intensa y deseo de comprender. Tengo la
impresión de que lo fácil es reconfortante y hay que utilizarlo con medida. A
ellos les gusta. Lo utilizo, pero también sirve como resorte el enfrentamiento
a discursos complejos, ayudados eso sí por una herramienta prodigiosa como es
un portátil. Una sesión de cincuenta minutos fue insuficiente, así que decidí
ampliar a una segunda sesión la resolución de las preguntas planteadas. Tienen
esta semana para investigar el relato. Yo tengo los ejemplares de los
cuestionarios que empezaron a responder, pero ellos, si quieren, pueden
adentrarse en el misterio del cuento. ¿Lo harán? No lo sé. Sinceramente no lo
sé, pero la esperanza de que haya alguno que lo haga me motiva. La dificultad
del texto puede ser un acicate. Espero la segunda sesión con impaciencia, y la
misma impaciencia tengo para empezar a corregir lo que escribirán. Corregir
exámenes de memorización me hastía porque entre otras cosas no lo memorizan
porque no están habituados a estudiar, pero corregir pruebas en que ellos han
tenido que enfrentarse a un reto mayúsculo y saber adónde han llegado me
estimula y me interesa, el mismo sentimiento que quiero que tengan ellos y que
al final el texto les guste porque les ha interesado, y no solo les ha
divertido. No quiero divertirles, quiero interesarles.