Salgo todos los días a las
seis de la tarde a hacer una especie de paseo-caminata de unos seis kilómetros
de ida y vuelta en mi retiro en Calafell. He hecho el trayecto docenas y
docenas de veces. A mitad del mismo cuando he llegado al destino, me meto en un
bar de chinos y saco el libro que esté leyendo y leo durante tres cuartos de
hora con un café. Nada especial. Lo especial es la ceremonia de la repetición
de un trayecto que podría hacer por el paseo marítimo junto a la playa viendo
esta y el mar azul de verano. Sin embargo, voy por el otro lado del paseo
viendo pasar las calles con sus rótulos dedicados primero a escritores con
clara intención nacionalista, salvo Carles Barral, que fue un eje importante de la
vida cultural de Calafell al que puso en el mapa literario universal. Los
munícipes le han cambiado el nombre porque él siempre firmó Carlos, Carlos
Barral. Otro que merecería una calle en Calafell es el recientemente muerto
Juan Marsé porque tuvo casa aquí durante bastantes años e incluso ambientó La muchacha de las bragas de oro en esta
villa marinera. Pienso mientras atravieso calles y calles dedicadas a la flor y
nata de la literatura catalana en catalán, salvo Barral, que falta una historia
de la literatura catalana en las dos lenguas de Cataluña, en que se alternen
escritores en catalán y en castellano. Pero eso para el nacionalismo sería una
herejía y nadie está dispuesto en esta tierra a ser tildado de hereje.
Sigo atravesando calles y llego a las dedicadas a ríos como el Támesis, el Vístula, el Ródano, el Rin, el Guadalquivir, el Loira, el Manzanares; es la zona más popular de Calafell que es Segur de Calafell. Sigo el trayecto día tras día, me fijo en los bares por que paso, en los bazares chinos, en las heladerías, en el Condis, en el estanco, en la papelería… Cada día lo mismo. Es una suerte de meditación en movimiento en que tengo cartografiado el trayecto y me lo sé de memoria, pero cada día es distinto. Me agrada repetir itinerarios, incluso en la montaña. No busco novedades sino que hago una y otra vez las mismas rutas que se acompasan con mi latir sentimental. Y mientras camino, me vienen pensamientos que se entrelazan con el paisaje, con las calles, con la orografía del camino.
Pienso
que una de mis principales vocaciones es la de caminante. Un caminante
cualquiera. Lo más hermoso de caminar es asistir al espectáculo cambiante
dentro y fuera de uno mismo al ritmo de los pasos, uno detrás de otro. Cuando
pienso que vivimos en una sociedad
líquida que nos exige frívolos, flexibles, sin demasiada alma para podernos
adaptar a los cambios de la moda que implica el desarrollo del capitalismo
liberal, siento que caminando me aferro a la tierra y hundo un poco mis raíces,
más allá de lo que quieren de mí como ente consumista. Caminar es gratis y
permite ahondar en la conciencia aunque el camino sea siempre el mismo, precisamente
por ser siempre el mismo. Uno se ata a sus pasos y paradójicamente es libre
filosóficamente y va más allá de las apariencias y la superficie de las cosas.
O tal vez, se puede pensar también que todo lo importante sucede en la
superficie. Esta es una idea interesante que coincide con el último
Wittgenstein que terminó negando que hubiera dimensiones ocultas en los seres
humanos. Caminar da para todo, solo un paso tras otro, y uno llega a calles de
escritores pulcramente catalanes o a ríos de Europa, es como un juego en que el
caminante apuesta por la visión de un mundo en perpetua transformación, y a la
vez siempre igual. No sé si me explico. Entrar en contradicción no es un
problema en este blog.