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viernes, 21 de agosto de 2020

Siempre los mismos pasos pero cada día un camino distinto

 

Salgo todos los días a las seis de la tarde a hacer una especie de paseo-caminata de unos seis kilómetros de ida y vuelta en mi retiro en Calafell. He hecho el trayecto docenas y docenas de veces. A mitad del mismo cuando he llegado al destino, me meto en un bar de chinos y saco el libro que esté leyendo y leo durante tres cuartos de hora con un café. Nada especial. Lo especial es la ceremonia de la repetición de un trayecto que podría hacer por el paseo marítimo junto a la playa viendo esta y el mar azul de verano. Sin embargo, voy por el otro lado del paseo viendo pasar las calles con sus rótulos dedicados primero a escritores con clara intención nacionalista, salvo  Carles Barral, que fue un eje importante de la vida cultural de Calafell al que puso en el mapa literario universal. Los munícipes le han cambiado el nombre porque él siempre firmó Carlos, Carlos Barral. Otro que merecería una calle en Calafell es el recientemente muerto Juan Marsé porque tuvo casa aquí durante bastantes años e incluso ambientó La muchacha de las bragas de oro en esta villa marinera. Pienso mientras atravieso calles y calles dedicadas a la flor y nata de la literatura catalana en catalán, salvo Barral, que falta una historia de la literatura catalana en las dos lenguas de Cataluña, en que se alternen escritores en catalán y en castellano. Pero eso para el nacionalismo sería una herejía y nadie está dispuesto en esta tierra a ser tildado de hereje.

Sigo atravesando calles y llego a las dedicadas a ríos como el Támesis, el Vístula, el Ródano, el Rin, el Guadalquivir, el Loira, el Manzanares; es la zona más popular de Calafell que es Segur de Calafell. Sigo el trayecto día tras día, me fijo en los bares por que paso, en los bazares chinos, en las heladerías, en el Condis, en el estanco, en la papelería… Cada día lo mismo. Es una suerte de meditación en movimiento en que tengo cartografiado el trayecto y me lo sé de memoria, pero cada día es distinto. Me agrada repetir itinerarios, incluso en la montaña. No busco novedades sino que hago una y otra vez las mismas rutas que se acompasan con mi latir sentimental. Y mientras camino, me vienen pensamientos que se entrelazan con el paisaje, con las calles, con la orografía del camino. 

Pienso que una de mis principales vocaciones es la de caminante. Un caminante cualquiera. Lo más hermoso de caminar es asistir al espectáculo cambiante dentro y fuera de uno mismo al ritmo de los pasos, uno detrás de otro. Cuando pienso que vivimos en una sociedad líquida que nos exige frívolos, flexibles, sin demasiada alma para podernos adaptar a los cambios de la moda que implica el desarrollo del capitalismo liberal, siento que caminando me aferro a la tierra y hundo un poco mis raíces, más allá de lo que quieren de mí como ente consumista. Caminar es gratis y permite ahondar en la conciencia aunque el camino sea siempre el mismo, precisamente por ser siempre el mismo. Uno se ata a sus pasos y paradójicamente es libre filosóficamente y va más allá de las apariencias y la superficie de las cosas. O tal vez, se puede pensar también que todo lo importante sucede en la superficie. Esta es una idea interesante que coincide con el último Wittgenstein que terminó negando que hubiera dimensiones ocultas en los seres humanos. Caminar da para todo, solo un paso tras otro, y uno llega a calles de escritores pulcramente catalanes o a ríos de Europa, es como un juego en que el caminante apuesta por la visión de un mundo en perpetua transformación, y a la vez siempre igual. No sé si me explico. Entrar en contradicción no es un problema en este blog.

domingo, 8 de marzo de 2020

La belleza de la noche



Esta madrugada, sobre las cuatro, me he despertado con una sed abrasadora, probablemente causada por el vino blanco de la cena. Me ha costado reaccionar pero mi sensación de maravilla ha sido inequívoca. En el silencio de la noche se escuchaban claramente los trinos de algunos pájaros, bellísimos musicalmente. Me he quedado extasiado. Me he levantado para abrir la ventana y oírlos mejor. Tal vez fueran ruiseñores, los pájaros que cantan por la noche en la primavera a los enamorados. He estado unos veinte minutos asomado a la ventana. ¡Qué belleza y armonía! Ayer hablaba de la amargura como fuerza existencial, pero hoy lo hago de la hermosura del canto de las aves, de la suave Filomena que acompañó a Calixto y Melibea en sus noches de amor en el huerto. La vida es extraña. Por intrincada que parezca, siempre hay espacio para la maravilla y en esta se disuelven las brumas y el pesar. 

Voy a leer El Fausto en esta mañana de domingo. La literatura es también belleza que seduce a nuestra alma.

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