Christian teme a la primavera, siempre le llega como un tajo traicionero que lo sume en el desconcierto y la tristeza. Solo cuando llega agosto, varios meses después, logra remontar para pasar el otoño y el invierno en un relativo bienestar anímico. Pero la primavera es también la época de sus caminatas por la sierra del Garraf, un territorio que él considera metafísico por su austeridad y su sobriedad telúrica.
A los lectores de estos cuentos urbanos les interesará saber que Christian hizo ayer una travesía por la sierra del Garraf. Probablemente sea la vigésima que hace a razón de dos o tres por año. Recupero su monólogo interior cuando estaba yendo por el corazón de la sierra por un terreno escarpado y pedregoso, vertebrado por carrascas, lentiscos, palmitos y carrizos, y oyendo los graznidos de águilas perdiceras o milanos negros y de los pájaros endémicos de este territorio como abubillas palomas torcaces, colirrojos o urracas, frente al mar en la lejanía prodigiosamente azul como una línea trazada con exactitud. Christian entonces se encuentra consigo mismo en esa dureza y ascetismo que se comunica tan bien con su alma de hombre sometido a las contradicciones violentas de su vida interior:
“Cada paso es un paso más, miro el cielo cargado de nubes dramáticas y amenazadoras que se pegan a los riscos más altos. ¿Lloverá? Percibo la vida como árida pero aquí me siento acompañado y mis manías y obsesiones se ven alejadas por el profundo cansancio que siento en mis piernas que a veces me dan dolorosos calambres. Ando y andar es meditar. No hay nadie por este recorrido en que cada paso es necesariamente preciso. No quiero ni pensar lo que sería torcerme un tobillo en estos parajes deshabitados. Esto es auténtica poesía, desprovista de hojarasca retórica y de fácil sensualidad, aquí es todo esencial y liminar, como un prólogo a algo que me hace sentir bien. Aquí la tristeza que me es connatural se ilumina con esta luz sesgada en la sequedad de la tierra y la presencia del mar y del sol. Este es el paisaje que mejor me revela y en el que el dolor es un compañero extraordinario de travesía. Todo se ha alejado de mí, todo lo cotidiano, mis pensamientos obsesivos, y solo queda el placer de caminar pisando firmemente en los pedruscos martirizantes del camino. Me identifico con este paisaje puro e ingrávido en que no hay nada superfluo. Caminar me hace bien, caminar es el sentido de mi vida, nadie entiende por qué hago este trayecto una y otra vez en lugar de ensayar otros recorridos. Leí en Thomas Bernhard que ver un solo cuadro durante treinta años en un museo de Viena, El hombre de la barba blanca de Tintoretto, es una observación infinitamente más profunda que recorrer museos y museos con escasa detención. Cada libro, cada paisaje, cada cuadro, encierran, cuando son primordiales, todos los secretos del universo. Yo camino por un sendero hollado una y otra vez y siempre me es diferente. Yo he cambiado, me he transformado, estoy en permanente estado de mudanza, pero esta sierra a la que me aferro parece ser siempre la misma. Esto me hace amarla, es como una burbuja de misterio cósmico conocida solo por mí y que espero seguir recorriendo bastantes años. Camino y sufro de dolores y calambres, pero mis pasos son inequívocos y firmes. Encuentro exactitud, poesía elemental en estas piedras, en esta vegetación adaptada a la aridez, en los chillidos o trinos de los pájaros, en el mar, en la cruz de La Morella que queda ahí arriba y donde se ve algún grupo de personas. El camino sigue maravillosamente lírico y yo lo recorro como la piel de un cuerpo amado cuando la costumbre no te lo ha hecho demasiado conocido y es salvaje como esto. El caminante se hace uno con la senda y ningún pensamiento ordinario me aflige. Cada paso es un hito revelador de mí mismo. No puedo dejar de sentir impresiones luminosas y fuertes sensaciones, un estado no alegre pero sí ligero, apegado a mi piel como un tegumento en que está excluido lo fantástico porque aquí no hay fantasía, hay crudo realismo poético, maravillosa desnudez…
Este es el corazón de la sierra y el mío propio en una caminata que tiene un prólogo terrible por mi desentrenamiento de meses y meses, una llegada a un pueblo, cuya rambla arde en vida ciudadana, y del que me evado rápidamente para seguir camino hacia la altura, hacia la poesía. Este centro de la caminata me lleva aproximadamente una hora y media, pero es donde me hallo a mí mismo, luego hay un final de tres horas más hasta llegar a mi destino. Un total de diez horas caminando, sufriendo rampas en mis piernas para llegar a esta parte central donde mi alma se acompasa con el universo y soy desoladoramente feliz de existir y de haber llegado una vez más aquí…”
Al final de la caminata llovió intensamente y Christian se caló pese al chubasquero que se puso. Llegó a Sitges totalmente mojado y entró en un bar frente a la estación donde se bebió un par de cervezas sereno y satisfecho. Es el bienestar inenarrable que siente tras un esfuerzo físico extenuante. Un grupo de excursionistas ingleses llegan al bar y se ponen en la barra. Una de las mujeres lleva con la correa un perro negro al que Christian observa y advierte su absoluta sumisión y mansedumbre esclava mientras su ama toma algo. Christian lo mira atentamente. El camino lo hace observador y sus ojos se hacen águilas para contemplar lo que lo rodea.
En el tren, de vuelta, escucha a dos mujeres hablando de las diferencias de una con sus hermanas tras la muerte de su madre. Al parecer dos de las hermanas abandonaron a la madre, y la que se ocupó de ella le compró el ataúd más caro, más de dos mil euros por joderlas, además de informarse jurídicamente sobre si podía utilizar como administradora el importe del piso de la madre para adquirir un panteón para poner a su madre y a su padre en lugar de un nicho en el tercer o cuarto nivel.
Los acantilados afilados pasan a su derecha, entre túnel y túnel; el mar, esa criatura inverosímil, acaricia los cantiles del Garraf marino. Pronto empiezan las pintadas que invaden la zona urbana, miles de grafitis con tags y dibujos de cómic crean una atmósfera contracultural que llena paredes, túneles, fábricas, muros y arcos que dan al lecho de algún río…
Pero Christian todavía está allí, en el centro de la sierra, atado a ella por un prodigioso ensalmo que se desvanece cuando su metro llega por fin a su casa, en su barrio.
Ya tiene ganas de volver.