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martes, 16 de abril de 2019

Los Desastres de la guerra


Me gustan los bares –sostiene mi amigo-. Los bares son espacios donde se descubre la vida en estado natural. El aprendiz de cuentista puede escuchar conversaciones que lo inspiren, y lo mejor –opina Robin- es que los camareros, sean dueños o empleados son una fauna sumamente interesante a la que le gusta tejer complicidades con los clientes, algo que no se da en otras situaciones. Robin se hace amigo de los camareros cuando va a leer literatura densa mientras se toma una cerveza fresquita. Sabe que hay puritanos que nunca van a los bares, son los mismos que nunca han estado con una puta o nunca han viajado solos. Tal vez mezcla todo –le digo-. Sin embargo, él insiste en que buena parte de la historia de la literatura se ha escrito en los cafés, en las tabernas, en los bares donde se une en feliz mezcolanza una algarabía de jugadores de máquinas de azar, bebedores de vodka y proxenetas de la palabra vertida en mil y una conversaciones ociosas que tienen o no tienen interés pero representan la situación de la patria, el pueblo  o –si quieren ustedes- la sociedad más jugosa para interpretarla literariamente. Alguien que no vaya de bares tendrá que sacar todo de su magín o de otros libros y será necesariamente artificial y solipsista. Pero está Azorín -le digo a Robin- que cuando llegaba a un pueblo en lugar de ir al casino se iba a la biblioteca para interpretar la vida íntima del mismo. Bah, me contesta Robin, entre Azorín y Jack London, me quedo con el segundo.

Hoy Robin se ha tomado dos vinos blancos –malísimos, por cierto-y ha prestado atención a dos conversaciones a su alrededor mientras leía un ensayo vigoroso sobre Goya de Tzvetan Todorov que considera a Goya el pintor más revolucionario de los últimos doscientos años. Su sordera le abrió mundos interiores oscuros y nocturnos de prodigiosa violencia e intensamente visionarios. Es tan grande la altura de Goya que palidecen muchos otros artistas a su lado. El mismo Picasso es un simple diletante con su cuadro –bien cobrado a la república- que llamó oportunistamente  Guernika. La serie de los Desastres de la guerra de Goya es tan prodigiosa que el Guernika es un juego de niños. Goya ocultó su serie de los Desastres porque mostraba un mundo existencialmente poseído por la violencia fueran franceses o patriotas, igualmente sanguinarios. De los más lúcidos ideales surgen las abyecciones más oscuras. Ya lo escribió en uno de sus CaprichosEl sueño de la razón produce monstruos. La razón, el bien, cuando duerme crea monstruos que surgen irracionalmente de la mente. Goya cartografió su mundo interior, y sacó los monstruos de su mente, especialmente en sus Caprichos, en los Desastres de la guerra y en las sorprendentes Pinturas negras que pintó en las paredes de la Quinta del Sordo y que abandonó cuando se fue de la casa. Es como si Leonardo y Miguel Ángel, en la apoteosis de su obra, la hubieran pintado en los muros de una casa que posteriormente abandonaran sin darle importancia.

Robin bebe una segunda copa de vino y se embebe en el ensayo de Todorov, oyendo las conversaciones de los clientes y del mismo dueño. Hoy está solo y ha de pasar el día en plan ocioso tras las proezas de los días anteriores. Robin es víctima de las voces interiores que le recuerdan los monstruos de Goya. Nunca lo ha hablado conmigo pero yo lo sé. Su paisaje interior es un poblado de ruinas y desolación. Robin nunca escribe pero si lo hiciera sería notable, pienso yo que lo considero fríamente y solo soy un amigo lateral que lo observa tomar vino blanco malo en la terraza de un bar leyendo a Todorov.

¿Ves? No ha pasado nada y yo he escrito unas torpes líneas que hablan de Robin y de muchas otras cosas, como si estuviera dentro de su cerebro. A vuestra salud.

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