Me gustan los bares –sostiene mi amigo-. Los bares son
espacios donde se descubre la vida en estado natural. El aprendiz de cuentista
puede escuchar conversaciones que lo inspiren, y lo mejor –opina Robin- es que
los camareros, sean dueños o empleados son una fauna sumamente interesante a la
que le gusta tejer complicidades con los clientes, algo que no se da en otras
situaciones. Robin se hace amigo de los camareros cuando va a leer literatura
densa mientras se toma una cerveza fresquita. Sabe que hay puritanos que nunca
van a los bares, son los mismos que nunca han estado con una puta o nunca han
viajado solos. Tal vez mezcla todo –le digo-. Sin embargo, él insiste en que
buena parte de la historia de la literatura se ha escrito en los cafés, en las
tabernas, en los bares donde se une en feliz mezcolanza una algarabía de
jugadores de máquinas de azar, bebedores de vodka y proxenetas de la palabra vertida
en mil y una conversaciones ociosas que tienen o no tienen interés pero
representan la situación de la patria, el pueblo o –si quieren ustedes- la sociedad más jugosa
para interpretarla literariamente. Alguien que no vaya de bares tendrá que
sacar todo de su magín o de otros libros y será necesariamente artificial y
solipsista. Pero está Azorín -le digo a Robin- que cuando llegaba a un pueblo en
lugar de ir al casino se iba a la biblioteca para interpretar la vida íntima
del mismo. Bah, me contesta Robin, entre Azorín y Jack London, me quedo con el
segundo.
Hoy Robin se ha tomado dos vinos blancos –malísimos, por
cierto-y ha prestado atención a dos conversaciones a su alrededor mientras leía
un ensayo vigoroso sobre Goya de Tzvetan Todorov que considera a Goya el pintor
más revolucionario de los últimos doscientos años. Su sordera le abrió mundos
interiores oscuros y nocturnos de prodigiosa violencia e intensamente
visionarios. Es tan grande la altura de Goya que palidecen muchos otros
artistas a su lado. El mismo Picasso es un simple diletante con su cuadro –bien
cobrado a la república- que llamó oportunistamente Guernika. La serie de los Desastres de la guerra de Goya es tan prodigiosa que el Guernika es
un juego de niños. Goya ocultó su serie de los Desastres porque mostraba un mundo existencialmente poseído por la
violencia fueran franceses o patriotas, igualmente sanguinarios. De los más
lúcidos ideales surgen las abyecciones más oscuras. Ya lo escribió en uno de
sus Caprichos, El sueño de la razón produce monstruos. La razón, el bien, cuando
duerme crea monstruos que surgen irracionalmente de la mente. Goya cartografió
su mundo interior, y sacó los monstruos de su mente, especialmente en sus Caprichos, en los Desastres de la guerra y en las sorprendentes Pinturas negras que pintó en las paredes de la Quinta del Sordo y que
abandonó cuando se fue de la casa. Es como si Leonardo y Miguel Ángel, en la
apoteosis de su obra, la hubieran pintado en los muros de una casa que
posteriormente abandonaran sin darle importancia.
Robin bebe una segunda copa de vino y se embebe en el ensayo
de Todorov, oyendo las conversaciones de los clientes y del mismo dueño. Hoy está
solo y ha de pasar el día en plan ocioso tras las proezas de los días anteriores.
Robin es víctima de las voces interiores que le recuerdan los monstruos de
Goya. Nunca lo ha hablado conmigo pero yo lo sé. Su paisaje interior es un
poblado de ruinas y desolación. Robin nunca escribe pero si lo hiciera sería
notable, pienso yo que lo considero fríamente y solo soy un amigo lateral que
lo observa tomar vino blanco malo en la terraza de un bar leyendo a Todorov.
¿Ves? No ha pasado nada y yo he escrito unas torpes líneas
que hablan de Robin y de muchas otras cosas, como si estuviera dentro de su
cerebro. A vuestra salud.