Una franja frágil bajo el cielo, el
mar, plomizo, verde, turbio… Grandes olas, rompientes, llegan a este pueblo,
que fue marinero, en una sinfonía monótona y gris. El paseo Marítimo,
multitudes que desfilan hacia aquí o hacia allá, en un día de semana santa
borrascosa como si fuera una ciudad del norte. Robin toma una cerveza en la
terraza de un bar de chinos, frente al oleaje turbulento que mira una y otra
vez mientras lee una novela americana de Richard Stern. De pronto, llega una
familia y Robin la mira con curiosidad. Son tres, los padres y un hijo
disminuido, al que antes llamaban “tonto”, que va en silla de ruedas y exhibe
una risa nerviosa, turbadora, abriendo la boca y franqueando sus dientes
amarillentos, a la vez que va dando lacerantes bramidos. Robin mira a sus
padres, ya avanzada la sesentena, exhaustos y deteriorados. Llevan de una
correa una perrita yorkshire con un ancho collar que pone Moschino. La
impresión de ver a esta familia no puede ser más sorprendente para Robin, que
los observa con discreción.
El padre se ha sentado en la terraza
exterior y enciende un cigarrillo y se pone a mirar obsesivamente el móvil con
un gesto de absoluto abatimiento. Pide un cortado que le trae el diligente
camarero chino. Pelo tupido pero totalmente encanecido, rostro cansado. Es alto
y parece consumido, su envejecimiento prematuro no deja lugar a dudas de la
crueldad de su vida. La perrita, tumbada, a veces se levanta y mira atentamente
con negros ojos, increíblemente vivos y encendidos como tizones. La madre ha
entrado dentro con el muchacho que tendrá unos treinta años. Ella está todavía
más cansada y cenicienta. Se queda sentada con su hijo que aúlla, agudos
lamentos que resuenan en el interior del bar. El aspecto de ella es descuidado,
ni una gota de maquillaje en su arrugado rostro, ropa ajada, mal combinada…
Come impúdica cacahuetes que dan con la consumición. El niño-hombre grita luego
llamando papáaaaa, papáaaaa, papáaaaa, arrastrando la última a. El hombre
en la terraza hace caso omiso y sigue trasteando con el móvil y fumando su
marlboro que se va consumiendo. La perrita mira al interior reconociendo a su
otro amo. Imagina Robin a estos padres íntimamente destruidos pensando en el
futuro de su hijo, al que no saben cuánto tiempo más podrán cuidar. La vida no
puede haber sido más cruel con ellos. El hombre en un momento se levanta, paga
y se va hacia la playa y mira absorto el mar, como si quisiera huir hacia algún
otro horizonte. El niño aúlla papáaaaaa, papáaaaa, papáaaa…
La madre, con los ojos semiabiertos,
recuerda el sueño de madrugada en que ella, joven, poco más allá de la
adolescencia, era esbelta y hermosa; evoca un día azul y luminoso en que
llevaba un vestido amarillo de gasa, sin sujetador, y se le insinuaban los
pezones en su piel morena. También estaba en la playa, y recuerda ese día en
que su pelo oscuro ondeaba, mecido por al aire de la mañana, en aquella playa
de Ibiza cuando era hippy, rabiosamente joven… y adoraba a Pink Floyd cuando
tomaba LSD en la arena al atardecer. Ha soñado con ello y ha sido feliz… Son
días que, transfigurados, retornan algunas noches en que sueña con el deseo y
la juventud. Se sonríe y respira hondo. Vuelve aquí y mira a su hijo que es
inconsciente de todo pero siente todo, incluido el cansancio atormentado y la
tristeza de sus padres cuando lo visten, lo lavan o lo sacan a pasear…
El padre vuelve, ha resistido el
impulso de escapar, y va hacia su hijo y su mujer. Empuña la silla y la avanza
hacia la puerta. Ambos se ponen en movimiento y se dirigen al paseo con su
perrita y la silla con el muchacho que parece sonreír con una mueca grotesca,
mostrando todos sus dientes glaucos. El hombre empuja la silla entre la
multitud, ella pone su mano sobre la de él con ternura, y siguen adelante, en
un día gris y ventoso. Poco después se pierden entre el gentío.