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viernes, 24 de abril de 2015

El discurso de Goytisolo


He oído sin apenas respirar el discurso de Juan Goytisolo al recibir el Premio Cervantes 2014. Me disponía a escucharlo con unas ciertas vibraciones contrarias a tenor de alguna opinión que había leído sobre él. Quiero decir que en alguna manera esperaba un discurso decepcionante por parte de uno de mis escritores de cabecera. Sí, yo he sido un seguidor de la carrera de Juan Goytisolo. En los años setenta devoré la literatura experimental de su trilogía Señas de identidad, La reivindicación del conde don Julián y Juan sin tierra. Me cautivó su ensayo Disidencias reivindicando la literatura en la periferia, la producto de la mezcla gozosa entre las culturas árabe, cristiana y judía como El libro de buen amor, La Celestina, La lozana andaluza y su plena identificación con Cervantes, Quevedo...  Disidencias me llevó en tercero de Filología a plantear un trabajo sobre la literatura de la disidencia y en los márgenes. Se lo planteé al director del Dpto. de Literatura, Víctor García de la Concha. Me miró con aire suficiente y calificó a Goytisolo en su despacho de la universidad de Zaragoza de “revistero”, bien para publicaciones como Triunfo pero totalmente inoportuno como crítico literario. Me aconsejaba de paso leer  a Marcelino Menéndez Pelayo y no a Goytisolo. Aun así, planteé mi insuficiente trabajo sobre la literatura de la disidencia, probablemente con no demasiado acierto.

Goytisolo estuvo detrás de mi primer viaje en solitario, recién llegado a Barcelona. Había leído Campos de Níjar y aquel libro solar para mí me llevó a querer conocer esta comarca almeriense, lo que hice en la semana santa de 1981. No me defraudó y hallé bastante afortunada su descripción en un tiempo en que Almería todavía era un paisaje pobre entre África y España.

Luego leí con enorme gozo sus libros autobiográficos, Coto vedado y Los reinos de taifas en que aparece la asunción de su homosexualidad y su relación con el escritor Jean Genet en medio del devanar biográfico en un tiempo y una geografía de la posguerra. En la Universidad Autónoma de Barcelona hice algún trabajo sobres sus libros iniciales, Juegos de manos, Duelo en el paraíso, La resaca...

Nunca Goytisolo ha sido cómodo para el poder. Su perspectiva mudejar buscando la proximidad de las tierras de Marruecos en su vida, le llevó a vivir en este país durante largas temporadas. Fue un escritor comprometido que buscó otros asideros que los convencionales, desgajándose, como afirma en su discurso, de la carrera por el triunfo de los literatos que buscan aparecer en los medios. Él fue así al principio, según reconoce. Luego, a medida que maduraba, se arrinconó comercialmente buscando ser fiel a sí mismo y reconociendo en el triunfo una derrota. En el discurso de Goytisolo alienta claramente esta concepción. El “stablishment” político y cultural quiere premiarlo con el mayor premio de las letras hispanas y él se pregunta por qué y sabe que quieren comprarlo para darse lustre ellos. No lo premian a él. Se premian a sí mismos aprovechándose de su figura. Pero él es un excéntrico y no quiere convertirse en concéntrico en esa etapa de la vejez en que uno se vuelve deseoso de homenajes y adora el reconocimiento en medio de lagrimillas de emoción. Si le premian es para cagarse en su cabeza como nos decía Thomas Bernhard en uno de sus vitriólicos libros. Su discurso resonó en el paraninfo de la universidad de Álcalá de Henares como una bofetada en el rostro de todos los que estaban allí para homenajearlo. Habló de la vida de Cervantes, de sus penurias, de su prisión, de su total anonimia hasta que publicó en 1605 la primera parte de El Quijote. Y El Quijote, para Goytisolo, es un libro de lucha contra la injusticia, un libro a favor de los desahuciados, de los africanos que pugnan por cruzar la valla de Melilla. Sentí que los que estaban allí escuchándolo se removían en su asientos incómodos. Allí estaba Ignacio González, el presidente de la comunidad de Madrid, el rey, la reina, altas instancias políticas, militares, económicas y culturales que se apretujaban en la reducida sala del paraninfo de la universidad de Álcalá. Goytisolo les estaba arrojando a sus rostros la mierda que querían descargarle en su cabeza. Aceptaba el premio, tal vez necesite en su vejez el importe de la dotación. Pero en su vejez no iba a convertirse en un viejito cómodo y agradecido. Siguió en la línea de incomodidad que le ha caracterizado siempre, o desde algún momento en que decidió convertirse en un escribidor, tal vez escritor y no en un literato, que no busca la gloria.

Me gustó su mención explícita a los nacionalismos tan pungentes en nuestro país, y su disidencia con ellos, reconociéndose solo ciudadano de la patria cervantina, y contrario a la búsqueda de los restos de Cervantes para convertirlos en reclamo turístico de relumbrón. 

Miré atentamente sus ojos mientras leía el discurso con bastantes equivocaciones de dicción. Sus ojos eran limpios, no buscaba la revancha. Él había obtenido todo lo que humana e intelectualmente es deseable sin abandonar la periferia, esa periferia sexual y cultural en que él se instaló lejos del sistema productor de la cultura oficial que es condescendiente con el poder para ser noticia. Me hubiera defraudado si hubiera detectado en Goytisolo un resentido como he leído en algunos comentarios. ¿Resentido? ¿Por qué? ¿En qué sentido? ¿Por darles un guantazo a todos los que se sentaban allí? Un guantazo que me hizo sentir a mí también incómodo porque intuí que también me lo daba a mí... Entiendo ese sentirse parte de la periferia, una periferia que no anhela estar en el centro. Ahora sé que no me hubiera gustando encontrarme con un Goytisolo condescendiente. Tenía una oportunidad que él no había buscado. Se identificó con Cervantes, otro periférico y arremetió lanza en ristre contra la Santa Hermandad allí sentada en un discurso inusualmente breve y en el que mencionó lo innombrable como Alfred Jarry en su primera obra, Ubu Rey, mierda.


Tal vez fue un error darle el premio a Goytisolo, pero los que se lo dieron sabían qué podían esperar y no se fueron defraudados. Ni ellos ni yo. Quizás fue inoportuno y displicente, pero también combativo, comprometido, suyo, de Goytisolo, fiel a sí mismo.

martes, 21 de abril de 2015

El sentimiento de compasión


La noticia del hundimiento del pesquero en aguas del Mediterráneo con setecientas cincuenta o novecientas personas a bordo de los que se han salvado únicamente veintitantos ha removido la sociedad europea promoviendo reacciones emocionales distintas a tenor de lo que uno observa en la prensa digital en que los comentaristas opinan, resguardados por los heterónimos. A los que firmamos con nuestros nombres es difícil expresar una opinión que contraríe la que proyectan los buenos sentimientos de desolación, de compasión, de sensación de hipocresía ante la muerte de los cientos de africanos en el mar intentando alcanzar una vida mejor.

He leído repetidamente en FB la palabra ¡Vergüenza! referida a la actitud de los gobiernos que dejan inermes a estos pobres africanos sin rescatarlos de sus desdichas cuando se arrojan al mar o se ponen a escalar la valla que separa Melilla de territorio español. Si uno escarba en la raíz de nuestros sentimientos respecto a ellos no es difícil percibir que sobresale el de culpa. Nosotros que los explotamos, nosotros que los esclavizamos, nosotros que nos llevamos sus materias primas... Somos culpables y, por tanto, debemos aceptar la penitencia que conlleva aceptarles en nuestras sociedades y ayudarles para resarcir nuestra culpa original.


Ese sentimiento de compasión promovido por la culpa de origen judío no existe en África ni en Asia. En África nadie compadece a nadie que no sea de su misma tribu. A ese se le ayuda, pero no al de la tribu de al lado que es rival y enemiga. La compasión no forma parte de la cultura africana ni de la oriental. El que es pobre, allá él, el que sufre que no vaya cargando a los demás con sus desdichas pues nadie le hará el más mínimo caso. Si acaso lo mortificarán y lo aplastarán como hacen las mafias y tratantes de esclavos que traen a estos africanos y asiáticos a Europa metiéndoles en barcazas inmundas y poniéndolos a la deriva en el Mediterráneo. Los inmigrantes que van dentro saben que pueden morir. Lo aceptan. Saben que se pueden ahogar, que puede que los devuelvan a su lugar de origen... Es una apuesta sobre la propia vida. Pero si, por un azar, es rescatado, sabe que su vida dará un giro copernicano y desde ese momento entenderá que debe ser la sociedad y el estado occidental quien se debe encargar de mantenerlo. Los que han llegado animan a los que están a punto de salir. “Venid. Aceptad el peligro. Lo que hay a este lado es  mil veces mejor que lo mejor de lo que queda allí”. Y los inmigrantes en seguida entienden nuestras contradicciones, nuestro sentimiento de culpa y lo explotan. Saben que nos sentimos culpables de ser ricos. No lo entienden pero se dan cuenta de que es un mecanismo del que se puede sacar pingües beneficios. Subsidios, ayudas de todo tipo, reagrupamiento familiar, escuela, sanidad gratis. Algo inimaginable en la África de que provienen. Es sus países no existen los derechos humanos ni las libertades pero ellos no se preocuparán demasiado para lograrlas. No forman parte del juego. Todo es cruel pero nadie lo cuestiona. Sin embargo, en cuanto lleguen a occidente se imbuirán de un afinadísimo sentimiento de lucha por los derechos que reclamarán para no ser discriminados, para no ser excluidos de las dádivas públicas que saben que pueden conseguir. Lo que quieren es sencillo y humano: trabajo, vivienda, vivir con la propia familia que querrán traer en cuanto puedan. En su país hubieran aguantado todas las humillaciones, la ley del más fuerte, y no se hubieran rebelado en absoluto. No hubiera tenido sentido. Y habrían sido aplastados sin más explicaciones. Aquí es diferente. Se hacen luchadores por los derechos humanos. Tienen asociaciones que los ayudan a ser conscientes de ellos. Y el estado los ayuda. O les permite vivir infinitamente mejor que en sus países. Pero no están agradecidos. Sienten desprecio en cierta medida por los benefactores porque los sienten débiles, ricos pero débiles. Y ellos desprecian la debilidad, la nuestra. Desprecian nuestro sentimiento de compasión. Pero se aprovechan de él, de esa percepción de que somos culpables de los males del mundo, de la desigualdad, de todas la injusticias que existen, y, por fin, de nuestro bienestar como sociedades. Hay muchos españoles que quitarían las vallas de Melilla por inhumanas y dejarían entrar a millones de africanos integrándolos en la Seguridad Social, a los que habría que dar viviendas y a ser posible trabajo. Y todos esos barcos que se hunden someten a nuestra sensación de culpa a un agudo desgaste. Sí, somos culpables de no poner puentes entre África y Europa, de no ofrecer los buques de turismo para traer a todos los que quieran venir. Serían decenas de millones, tal vez más. Somos culpables de que se hundan esos botes de pesca donde los traficantes meten sin compasión a novecientas personas porque saben que juegan con el azar del rescate, una ruleta rusa pero que a veces funciona. El mundo es atroz. Nadie tiene compasión de nadie en los países de que provienen. Es un concepto que no existe. Huyen de África, de parte de Asia, de las dictaduras, de las hambrunas, de las persecuciones. Solo  buscan un futuro mejor y de paso muchos quieren traer sus sociedades a Europa, sus teocracias, su islam y la sharia. Hay algunos, tal vez muchos o pocos, que sabrán reconocer la oportunidad que se les abre con las libertades y jamás querrían retornar de nuevo a sus infernales sociedades, pero otros, muchos o pocos, querrán conquistar o reconquistar Europa para el Islam. Conocen nuestras debilidades, nuestras dudas, nuestra fragilidad y, sobre todo, nuestro sentimiento de culpa que disfrazamos de compasión.

domingo, 19 de abril de 2015

La España vulgar. Libelo libelular.



Había conocido a Juan Poz hace un par de años a través de un amigo escéptico y esteticista. Me recomendó uno de los blogs más singulares de la blogosfera, un blog único en que el lector se remansaba en entradas extensas sobre temas literarios con una profundidad inusual en este ligero y evanescente mundo de los blogs. Su blog, Diario de un artista desencajado, era un prodigio contra la cultura de este tiempo. Contenía todos los elementos para no ser leído por un amplio número de lectores. Era, según me dijo, un blog minoritario, dirigido a una especie de interlector que no existe. Era un anacronismo viviente. Si hubiera un producto totalmente anticomercial era aquel: culto, denso, bien escrito, reflexiones prolijas extensas, citas en inglés, francés, tal vez en alemán... Juan Poz era una especie de atavismo viviente, una especie de anarquista literario que merecía haber vivido en otro tiempo en que se valorara el estilo y la dimensión estética. Su blog me apasionó aunque nunca dejé comentarios. Los que entraban en él, raramente lo hacían. Era una ceremonia secreta, tenía un regusto como de catedral antigua, de claustro de monasterio románico en que dos monjes discuten sobre la obra de los presocráticos. Un día decidí conocer a Juan Poz, ponerle rostro, y le dirigí un correo a una dirección que figuraba en su blog. Quería conocerlo. Quería sentir la epifanía de un mito que se atrevía a ir contracorriente, aventar toda una concepción de la modernidad para centrarse en aspectos realmente esenciales. Era tan extraño como la conformación de la mentalidad tradicionalista y carlista de Valle Inclán. Su blog desafiaba todo lo que yo conocía hasta ahora sobre oportunidad y oportunismo.

Para mi sorpresa, Juan Poz me contestó con rapidez en un estilo casi ciceroniano. Leerle era sorprenderse por el uso que daba a palabras desusadas, y el ritmo del dictum era profundamente musical y de tramo largo. Sin duda, sabía mucho de sintaxis. Juan Poz me agradecía mi interés. Desconocía si tenía más de dos o tres lectores que no solían dejar huella en la sección de comentarios. Me comentó que había escrito una novela inédita titulada La manzana de Poz y que acababa de publicar un ensayo del que no me quiso dar más información. Me propuso, si yo deseaba conocerle, un encuentro un mes después en un hotel del Chiado de Lisboa, ciudad que encarnaba para él el resto de una determinada concepción de la cultura antes de haber irrumpido la barbarie en la vida intelectual europea y, por ende, española.

Me he encontrado con él un mes después, tras haber cogido un vuelo a Lisboa, un día de abril de este año, lo que significa que he visto a mi héroe hace unos días y aún estoy conmocionado por el peso de su figura clásica y exquisita. Parecería un personaje más bien creado por la mente de un escritor de la talla de Gabriel Miró, un literato que Juan Poz admira y se identifica con su estilismo y su falta de oportunidad en un mundo aciago. Juan Poz no bebe más que té. Yo me senté junto a él en una terraza frente al castillo de San Jorge en el barrio Alto de Lisboa. Yo tomé una copa de vinho verde y me dispuse a escucharlo. Le espeté sin preámbulos que quería saber quién era Juan Poz, cómo era posible encarnar la figura de un escritor maldito en estos tiempos, condenado a la insignificancia y la marginalidad absoluta por una forma de escribir clásica en una época de culebrones, tuits y la creencia absoluta que cualquiera puede ser escritor. Juan Poz lleva una perilla y unas gafas de concha muy peculiares. Su mirada refulge y su gesto, aristocrático, me mira con conmiseración. Me dijo que sabía que él nunca sería leído, que escribía más bien para el hombre que fue que para el que es en este tramo de la historia. Sus ojos me miraban directamente y sus manos bailaban cuando me explicó su absoluta aversión a la España vulgar que se había impuesto en las últimas décadas. La España de Quevedo, de Cervantes, de Gracián, de Séneca, de Laín y Entralgo, de Clarín, de Galdós ... se había convertido en un muladar de vulgaridad. Había escrito un libelo libelular en la tradición dieciochesca para expresar su hastío ante la subcultura que imperaba por doquier. España se había transformado en un país lleno de una vulgaridad que todo lo recubre, una vulgaridad desacomplejada, agresiva, punzante. Él no se sentía exquisito, él se sabía derrotado de antemano. Su libelo nada podría. Acababa de publicarlo en una editorial marginal y estaría al alcance de los lectores digitales que quisieran descargarlo. Sabía de antemano que no tendría quizás más de media docena de lectores, pero, aunque fuera así, él se sentiría satisfecho. Su rabia y su impotencia ante la trivialización de todo había surgido como una náusea en su libelo contra la vulgaridad que empaña toda la vida española en que cualquiera se considera árbitro de la elegancia y alza la voz con tono amenazador. 

No solo es Belén Esteban y el programa Sálvame- continuó Juan Poz son las despedidas de soltero y soltera cada vez más impúdicas; la vulgarización del sexo; los macrobotellones en que los jóvenes desahogan su falta de estímulos y su aburrimiento en fantasías alcohólicas que dejan las ciudades llenas de porquería; la telebasura adictiva; el deterioro de la lengua cada vez más acusado; la vulgaridad de los políticos de izquierda y derecha; el hecho de que más de la mitad de los españoles no lee un libro jamás, y el ochenta por ciento de la mitad restante, solo lee un libro al año; el adocenamiento de las campañas electorales; la conversión de la política en espectáculo; la corrupción a todos los niveles; el nacionalismo obligatorio con desfiles gregarios de banderas; las costumbres de nuevo rico de muchos españoles; las megaconstrucciones de diseño que han anegado la geografía española queriendo ser todos los entes municipales y autonómicos referentes y creadores de una nueva cartografía urbanística y lo que han conseguido son criaturas horrendas salvo contadas excepciones;  las romerías y procesiones, adoptadas con entusiasmo por la izquierda y la derecha, como expresión del mal gusto y la superstición mezclada con el alcoholismo en sus desfiles; el repulsivo nivel de las tertulias en que participan tertulianos y tertulianas sin conocimiento de nada y hablando de lo divino y lo humano; la puerilización de la sociedad; el amarillismo de la prensa; la crueldad con los animales; el narcisismo juvenil y la mala educación que viene de casa; las fiestas de halloween, prodigio de la banalidad; el cine palomitero en un país que raramente se va al cine y, si se va, es para deglutir a dos carrillos toneladas de palomitas haciendo crac crac en el silencio supuesto de la sala; el fracaso escolar, junto a la falta de alicientes para acceder a la cultura que ocupa el último lugar en las predilecciones de la sociedad...

Juan Poz bebía té lentamente. Le tomé la mano con delicadeza y se la apreté. Le contesté que todo eso ya lo sabíamos. Era el atardecer en el Chiado. Lo sabíamos y nos habíamos resignado a ello, e incluso colaborábamos con nuestros blogs oportunistas y nuestro diletantismo militante. El era un desencajado que no podía aceptar vivir en un entorno degradado por la estulticia y el mal gusto. Su libro estaba condenado de per se al fracaso. Nadie quiere oír hablar de vulgaridad. Cada uno tiene su gusto ¿no? Si a uno le apetece tirarse un pedo y a otro leer a Michel de Montaigne, todo tiene el mismo nivel. No hay jerarquías. Si uno quiere ir con pañal por la calle o una muchacha vestida de meretriz con un falo enorme despidiéndose de solteros, es la ley del tiempo. Todo vale lo mismo.

- ¡No me resigno! –espetó Juan Poz-. No todo vale lo mismo. Esa es la falacia democrática que se exporta a los niños desde la escuela y desde casa. Todos son príncipes al servicio de sus instintos más elementales y que son elevados a categoría de innegociables. La escuela es la escuela de la felicidad que adula y halaga ese democratismo en que todo vale lo mismo...


No supe qué decirle. Me di cuenta de que Juan Poz se había llenado de indignación. En cierta manera tenía razón. Me despedí de él con una cierta tristeza. Le prometí que haría una reseña en mi blog de su libro, La España vulgar. Libelo libelular. Dudaba que mi blog minoritario e intrascendente pudiera hacer algo por difundir este alegato apasionado contra la vulgaridad y el adocenamiento de nuestro país, algo que a mí personalmente me deja frío. En cierta manera contribuyo con mi granito de arena a la vulgaridad dominante. Ha dejado de indignarme, pero Juan Poz es un romántico, un rebelde sin causa, un artista desencajado que no sabe que ello es signo de los tiempos. El mundo moderno es esencialmente vulgar. Juan Poz no lo acepta. Su mirada irónica  y triste cuando nos despedimos en aquella terraza del Chiado me lleva a difundir este libelo entre mis lectores. Si quieren leer algo diferente, algo contra el tiempo en que estamos, algo que desafía todo tipo de actualidad, no se pierdan esta obra condenada, sin duda, a uno de los lugares más destacados de la historia de la literatura de oposición al régimen vulgar. El libro está en edición digital en Ediciones Oblicuas

viernes, 17 de abril de 2015

"1980" de Iñaki Arteta


Hay almas piadosas y llenas de espíritu crítico que hablan de la pseudodemocracia que tenemos, de la vil transición de 1977 en que se claudicó frente al franquismo y se rebajaron las exigencias democráticas para no irritar el ejército. Puede ser. Pero yo querría hoy poner el foco en lo que fue la transición en realidad.  Para ello, nada mejor que ver el documental de Iñaki Arteta (Bilbao, 1959) “1980” que centra su foco en ese año y en el País Vasco. Fue un año que formó parte de aquella transición tramposa a que se refieren en que la sociedad española despertaba con euforia a la nueva situación de libertad tras cuarenta años de dictadura. Nuestro sistema político estaba cogido con alfileres. Gobernaba la UCD de Suárez. Fueron años inolvidables para los que los vivimos. Alegres y terribles. En 1980, la recién nacida democracia se enfrentaba a la involución de los militares y a los atentados de ETA que querían precisamente provocar un golpe de estado para propiciar un levantamiento popular en el País Vasco. ETA asesinó aquel año de 1980 casi a cien personas y hubo 22 secuestros. Casi a diario aparecían en las noticias acciones de ETA asesinando a policías, guardias civiles, trabajadores, personas que eran señaladas como no nacionalistas y, por tanto, enemigos de Euskadi. El tiro en la nuca era noticia día sí, día también a la vez que emboscadas cada vez más audaces. La sociedad vasca vivía un estado próximo a la alucinación entregada a los delirios de ETA. Existía un terror a significarse, a que alguien viera algún gesto tuyo que pudiera ser sospechoso, se observaba con quién hablaba cada uno, y una conversación podía ser la condena a muerte. Se salía del franquismo y desde el nacionalismo dirigido por ETA se consideraba que ni la constitución votada, ni el Estatuto de Gernika, ni la amnistía general a todos los presos etarras, valía nada. Era simplemente la continuación del franquismo.

ETA contaba con un ejército de doscientas mil personas (Herri Batasuna) que en principio apoyaban su lucha armada, que eran un brazo extensivo y omnipresente en toda la sociedad vasca que optó por mirar a otro lado, ocultándose los pensamientos incluso a sí mismos. Ser considerado no nacionalista podía ser una cierta muerte. Lo mejor era no hablar con nadie. Las víctimas de ETA morían en el desprecio y la soledad total. Apenas nadie iba a su funeral y sus familiares tenían que arrostrar la culpa porque si lo habían matado sería por algo. Hubo madres que vieron morir a su hijo o hijos que vieron morir a sus padres sin que nadie fuera a darles el pésame, y lo más estremecedor es que tenían que decir que era mentira, que su padre o su hijo no era confidente de la policía. Las víctimas estaban totalmente solas con su dolor y el desprecio de la sociedad que les mostraba su rechazo y odio o, peor aún, su indiferencia.

Hubo muertos de todo tipo. El documental de Iñaki Arteta es estremecedor. A la vez operaba el Batallón Vasco Español que asesinaba también a abertzales produciendo una escalada de violencia que amenazaba con sumergir a España en el abismo, especialmente porque muchas de estas muertes tenían como objetivo el propio ejército: fueron asesinados generales, coroneles, altos mandos, simples oficiales. Se entendía por gran parte de la izquierda española que la lucha de ETA era justa y tenía sentido y se ocultaba o se tardó en ver el proyecto totalitario que había detrás. Uno de sus jefes –Peixoto- sostuvo que solo la sangre haría invertir el signo de la historia. No había límites en la crueldad. Cualquiera podía ser blanco de la banda que operaba con total impunidad en el sur de Francia donde estaba su cúpula dirigente y que servía de santuario de todos sus comandos que se replegaban tras una acción terrorista. Josu Ternera dio pistas sobre qué querían para Euskadi: un país como Albania, la dirigida por Enver Hoxa, probablemente será una incógnita para muchos que nacieron con la caída del muro de Berlín. Albania era un país totalitario, pequeño, algo así como Corea del Norte actualmente. Eso querían para el País Vasco.

La iglesia vasca fue anticristiana y se desentendió de la piedad para las víctimas y colaboró con la banda armada. Los policías eran txakurras (perros), los colaboracionistas, cipayos, o simplemente coreanos o maketos, a los que había que echar de esa tierra o matarlos. El pueblo vasco, esa entidad abstracta, era ensalzada y se la consideraba depositaria de todos los derechos que eran ejercidos por el ejército popular que era ETA que podía y debía ejecutar a todos los enemigos. La extensión del terror era el procedimiento imprescindible. ¿Quién se iba a atrever a decir que no era nacionalista?

Lo terrible es que estos años de plomo se vivieron con total normalidad. Las fiestas continuaron celebrándose, las charangas no enmudecían cuando había seis guardias civiles asesinados por la espalda. Se ignoraba el sufrimiento en soledad de las familias de los asesinados que se tenían que sumir en el silencio y las miradas de odio a su alrededor porque algo habrían hecho. Habían sido juzgados y condenados.

Se tardó mucho en salir del armario y atreverse la sociedad vasca a decir algo sobre aquella violencia brutal que parecía normal. “1980” es un documental que cabría verse colectivamente. Yo tengo intención de pasarlo a los profesores de mi centro. No sé si vendrá alguno. Tal vez no. Tal vez nadie quiera recordar o saber. Tal vez muchos nacionalistas e independentistas seguirán pensando que la lucha de ETA era justa.

Para mi desolación recuerdo que en 1980 yo acababa de llegar a Cataluña y era mi primer año en la enseñanza. Las noticias de asesinatos eran, como he dicho, diarias, pero eran un telón de fondo al que nadie prestaba demasiada importancia. Se vivía con alegría, con ansia de devorar la libertad recién ganada, había demasiada adrenalina en las calles llenas de contracultura, de euforia, de fiesta, de ganas de cambiarlo todo y lo que pasaba en el País Vasco era un pequeño detalle que no iba a amargarnos la fiesta. Poco después, el 23 de febrero de 1981 recibimos un fuerte aviso que afortunadamente no cuajó, pero por poco. Era lo que ETA, el GRAPO, el FRAP (otros grupos terroristas) esperaban: la involución, otra guerra civil o tal vez la revolución marxista leninista.

La transición fue todo menos pacífica. Hay que poner el objetivo en un punto de la misma. 1980 fue un año paradigmático en que la vesanía terrorista alcanzó su punto más alto. Hablar de que aquello fue una estafa sin más es olvidarse de lo que realmente pasó allí. El documental se puede alquilar por cinco días o comprarse. Yo lo he comprado. No lo lamento.

Hay que mirar adelante, pero no olvidar. ETA asesinó a casi novecientas personas y dejó heridas a miles. Decenas de miles de personas tuvieron que abandonar el País Vasco por el terror con que se vivía.


1980 es un documental mesurado y  respetuoso con las víctimas. Recupera una parte de la historia que nadie todavía, increíblemente, ha contado.

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