Hay un fenómeno emergente que es el de mostrar los viajes que
se hacen mediante fotos en Facebook.
Así vemos en tiempo real la estancia de A y B en las playas de Brasil, la visita de C a las ciudades
de Malaysia, los paseos por Berlín de D, el recorrido de E por Alaska, la estancia de F en Benidorm... Es un modo de relatar los
viajes que les restan cualquier magia y muestran demoledoramente lo minúsculo
que es el mundo en que vivimos. Da igual adónde se viaje. Las fotos, tal vez
los selfies, muestran, sin pretenderlo,
la banalidad de viajar a lugares supuestamente remotos en que todo es mostrado
y exhibido. El turismo es un desastre que aplasta a ciudades originalmente
hermosas como Venecia o Barcelona. Los turistas somos
corruptores de culturas con nuestra mirada adocenada, ansiosa de emociones
fuertes y paisajes novedosos que han sido ya mostrados en internet mil y una
vez. A esto se le ha llamado “la aldea
global”, un recinto pequeño en que de modo espasmódico nos movemos, hacemos
fotos y las mostramos para recibir comentarios apasionados del tipo: ¡Qué chulo!
Hubo un tiempo en que se viajaba y se enviaban cartas o
aerogramas para comunicarse con nuestros amigos y personas queridas. Tardaban
semanas en llegar y uno tenía la impresión de que si estaba en Bali, por ejemplo, estaba muy lejos,
inmerso en una situación lejana en el tiempo y el espacio. Uno podía respirar y
creer que estaba en un lugar que nos permitía una distancia con lo vivido
habitualmente. Recuerdo estas situaciones como altamente interesantes que lo
sumergían a uno en una vivencia del tipo de una burbuja temporal. Hoy uno pasea
por una playa del norte de Bali y
asiste a una ceremonia nocturna en un templo cercano en que bailan legong muchachas núbiles a la luz de la
luna, hace fotos con toda la intención, las cuelga con su móvil en Facebook y da cuenta de esa experiencia
maravillosa, rebajándola a la
categoría de anécdota, para recibir
unas docenas de likes y comentarios
intrascendentes ante las fotos nocturnas que ha hecho. Esta es la nueva antropología del turista que comunica
ansiosamente todo, incluidas las comidas de las que hace fotos, para dar a
conocer lo bien que se lo está pasando. Sus contactos se hacen eco y desde esa
cercanía que no permite ningún distanciamiento, le dicen lo genial que es todo. Hay todo un arte de
decir algo sin decir nada, que las redes sociales estimulan y espolean. Es el
reino de los lugares comunes, el reino de la banalidad, no por la identidad de
los que paseamos por allí, sino por la proyección que hacemos de nuestra vida,
de nuestras andanzas, de nuestras experiencias reducidas a mínimos
acontecimientos que se van sucediendo con estímulos renovados e igualmente
gaseosos.
Una vez paseaba por las calles de un pueblecito aragonés,
hacía fotos, y escuchaba los sonidos del pueblo que se mecía en el silencio de
la mañana luminosa. Yo me situaba en las sombras. De una ventana, velada por
una persiana de las de antes, salía una voz de una anciana que jugaba con su
nieta. Le cantaba una canción con voz quebrada pero musical. Le venía a decir a
su nietecita que había vivido toda su vida allí, en aquel pueblecito, que no
había salido de él, y que quería igualmente morir allí. Aquello me conmovió, a
mí, personaje que se las da de viajero y que ansía recorrer paisajes nuevos
siempre que puede. La canción alegre de la anciana me llevó también a algún
pensamiento de un filósofo que no logro recordar pero que expresaba una idea
semejante. Que no es necesario salir de la calle donde vive uno para sentir
todo el peso del universo, experimentar la totalidad. Al final de la vida,
puede ser tan densa la experiencia de la misma de un gran viajero que la de una
mujer que no ha salido de su aldea y siempre ha contemplado el mismo cielo, las
montañas, el valle, el río, de su pueblo.
Ha habido escritores viajados muy importantes, pero también
los ha habido que han vivido recluidos en la habitación de su casa observando
su mundo interior con delicadeza, con agudeza, con penetración. Y uno llega tal
vez a la idea de que todo está dentro de nosotros. Si uno no tiene demasiado o
es pobre interiormente, da igual lo que contemple fuera por exuberante, por
fascinante que pueda ser, por las docenas de fotos que pueda colgar de paisajes
y comidas. Lo que comunica uno siempre es su paisaje interior. El exterior solo
es el reflejo del mundo que se lleva dentro. A veces es preferible el silencio
como una forma mucho más elocuente de mensaje frente a miríadas de instantáneas
que reflejan mucho más de lo que se cree la propia mirada más que el objeto fotografiado.
Y es que cuando hacemos una fotografía, misteriosamente, nos fotografiamos a
nosotros mismos. Y cuando escribimos sin duda hacemos algo parecido. Tendríamos
que mejorar el estilo para decir algo en un mundo que raramente permite la
expresión individual en esa mimetización que hacemos todos sobre la
transparencia de la sociedad de consumo y que revela que, más que nada, somos
eso, consumidores de bazofia envasada en latas que pone en letras minúsculas
pero elocuentes: mierda.