Nelson Mandela
ocupa hoy páginas y páginas de portada y centrales de toda la prensa del mundo.
Su figura es universalmente ensalzada y alabada desde todos los ángulos
ideológicos. Se ha convertido en un referente mundial de humanismo y
reconciliación a la vez que de profundo pragmatismo.
La figura del líder sudafricano comenzó en los años cuarenta
y cincuenta al incorporarse a la lucha como miembro del ANC (Congreso Nacional
Africano). Era un joven que poesía un encanto y una sonrisa que le hacían
ganarse a la gente. Su seguridad era prodigiosa y en alguna reunión, para
escándalo de sus compañeros de partido, llegó a decir que él sería primer
presidente negro de Sudáfrica. Vestía
elegantemente haciéndose los trajes en los mejores sastres, lo que llevó a ser
considerado un auténtico dandi en la vida nocturna de Johannesburgo. En 1952 con una gran y expansiva sonrisa quemó su
documentación distintiva del apartheid
ante un buen grupo de periodistas. Su imagen dio la vuelta al mundo.
Su influencia en el ANC fue creciente, y no olvidemos que
esta formación política de fuerte influencia marxista preconizaba la lucha
armada contra el régimen segregacionista y de esta visión participaba el joven Nelson Mandela. Así hasta 1962 en que
fue detenido por su actitud nada discreta. Pudo ser condenado a muerte por su
participación en una organización terrorista, pero al final se le impuso cadena
perpetua. Se pasó 27 años encarcelado en la isla de Robben, y en ella nace el nuevo Nelson Mandela que moderará su furia y su rabia,
aprendiendo el arte oriental de la sabiduría. Se dio cuenta de que los blancos
no iban a ser derrotados por las armas y que la estrategia debía ser primero la
de ganárselos por el corazón. Los años de cárcel pulieron este diamante en
bruto y desarrollaron su talento y capacidad de seducción. Los últimos cinco
años en prisión fueron de intensas negociaciones con los peores monstruos
blancos, responsables directos del apartheid,
y consiguió seducirlos. Cuando salió de prisión en 1991 se había convertido en
el referente moral de toda la población negra, excepto de los zulúes que tenían
ciertos privilegios y lo consideraban un enemigo. Nelson Mandela se dio cuenta de que los blancos eran esenciales en
la nueva Sudáfrica, reconoció que
todo lo que habían hecho no era malo. La economía de Sudáfrica era muy potente, y lo que había que hacer no era una
revolución que arrasara todo lo que se había conseguido con el sacrificio de la
población negra. En 1995, tras difíciles y complejas negociaciones, se
celebraron las primeras elecciones en Sudáfrica
en que cada hombre representaba un voto. Nadie dudaba de que el ganador iba a
ser el ANC, como así fue, llevando a Mandela a la presidencia.
Lo primero que hizo fue contar con los principales
organizadores de la Sudáfrica blanca
como John Reinders, jefe de
protocolo de los últimos presidentes blancos, al que le pidió que siguiera
orientándoles en el arte del poder porque ellos eran gente del campo y no
entendían todavía esa maquinaria. En la cárcel Nelson Mandela había aprendido el
idioma de los dominadores, el Africaans
y había leído libros sobre la historia afrikaner
desde el punto de vista de los artífices del apartheid. Otra anécdota que ilustra su concepción de la nueva
Sudáfrica fue el momento en que tuvo que elegirse un himno para el país. Todos
los representantes del partido (ANC) tenían claro que este himno tenía que ser
el Nkosi Sikelele, que representaba
la historia de opresión del pueblo negro. Sin embargo, Mandela les contrarió
diciendo que Sudáfrica tendría dos himnos
que se tocarían uno a continuación de otro. Primero el himno de la Sudáfrica racista, el Die Stem, y a continuación el Nkosi Sikelele. Así entendía la
construcción del país lo que se vio claro cuando en 1995 entregó la copa a la
selección sudafricana de rugby, compuesta por solo blancos y un único negro, a
la que consideró como la más alta representación de su país y a la que
agradeció su entrega y la victoria en la Copa
Mundial de Rugby.
Mandela se ganó el respeto de todos los blancos que temían un
baño de sangre por la revancha de la población negra contra los años de la
segregación. Y supo encauzar la furia y la energía de la Sudáfrica negra construyendo una nueva Sudáfrica que aprovechó lo
mejor del pasado. Otra visión de la cosas menos sabia y pragmática hubiera
llevado a Sudáfrica a la autodestrucción como sucedió con Zimbawe, la antigua Rodhesia,
uno de los países más prósperos de Africa
que ha terminado siendo, por obra y gracia de un patán criminal como Roberto Mugawe, un país hundido en la dictadura,
la pobreza y la corrupción.
La sabiduría política de Mandela le hizo comprender a sus
enemigos aprendiendo su lengua y su historia para así conocer el arte de
seducirlos para llevar su país a una síntesis enriquecedora en que cabrían
todos, negros y blancos, viviendo con respeto mutuo. Cualquier otra política
hubiera hecho de Sudáfrica un país que se habría autodestruido y terminado en
la miseria.
Y no hay que descartar que en su perspectiva política él tuviera en cuenta la transición española en que se operó de forma muy parecida
a como posteriormente haría Mandela
con Sudáfrica. Hoy alabamos
universalmente el valor y el pragmatismo inteligente del líder africano por
haber sido capaz de integrar la Sudáfrica
blanca y la negra así como los himnos de las dos visiones contrapuestas. Y, sin
embargo, no apreciamos lo que tuvo de valor en nuestro caso la construcción de
una nueva realidad que sintetizara, cara al futuro, la fusión de lo mejor del
pasado de las dos Españas que se
enfrentaron en la guerra civil.