Doce de mayo de 2007. Iniciaba con mi cuñado Iván mi cuarta
o quinta ascensión del Pedraforca, una montaña singular de 2600 metros en la
comarca catalana del Berguedà. Es una montaña que ha jalonado mi historia
vital. Y pretendo que lo siga haciendo, pues deseo ascenderla de nuevo en
cuanto tenga oportunidad.
Aquel 12 de mayo tomamos una vía que no era la que he hecho
en otras ocasiones. No. Decidimos, pese a la nieve abundante, subir por el Coll
del Verdet que se hacía menos árido que por la Tartera que no es sino una
subida continua por el cuello de la montaña hasta que se asalta en último lugar
el ascenso a la cumbre. Nos habían advertido que el Coll del Verdet era más
peligroso y que habría mucha nieve. Aun así nos decidimos por esa vía que,
efectivamente, era mucho más hermosa y variada. La mañana era clara y el sol y
la luz nos sonreían. Iván iba delante y yo detrás pasando los neveros en los
que nos hundíamos hasta más allá de la rodilla.
En un momento el panorama cambió y hubo que trepar por rocas
verticales. Íbamos varios en fila, unos detrás de otros, pero a cierta
distancia. Yo no era consciente de quién iba detrás de mí y veía a Iván mucho
más arriba. Empecé a escalar buscando puntos de apoyo con mis manos y mis pies.
Había que tener mucho cuidado y articular con precisión los puntos de sutura
con la roca. Y así hubo un momento en que la ascensión fue de varios metros de
altura sobre el vacío.
Entonces, recuerdo, iba ascendiendo y trepando con alguna
facilidad. En ningún momento fui consciente de que podía haber peligro. Estaba
tan concentrado en mis manos y mis pies que solo prestaba atención al instante
presente. El mundo se iluminaba en ese aquí y ahora que, cuando ocurre, el ser se
trasfigura y adquiere ligereza y sentimiento de plenitud.
Seguía trepando por las rocas, hasta que en una milésima de
segundo en que había alzado mi pie derecho y subido mis manos para alcanzar
otros puntos fiables de apoyo, advertí con sorpresa que mi pie derecho había
quedado sin sostén y estaba en el aire, completamente en el vacío. Fueron
milésimas de segundo en que advertí que mi equilibrio sobre la pared era
imposible y que iba a caer hacia atrás contra las rocas que había debajo a varios metros. No
sentí miedo, solo sorpresa ante lo que sería sin duda mi final sin remisión. Me
despeñaría contra las afiladas rocas. Fueron microsegundos que aun tengo en mi
conciencia y no puedo decir que toda mi vida pasara por mi mente, pero sí que no
sentí pánico en un nanoinstante en que mi vida estaba a punto de acabar.
Iba a empezar a caer.
Sin embargo, en ese nanosegundo de impasse en que yo era
consciente vívido de mi caída y contemplaba admirado la situación, una mano
vino por detrás con energía y me sujetó a la roca en el preciso instante en que
iba a empezar a despeñarme. Alguien que venía detrás de mí, no sé cómo, había
sido consciente de la situación y con una velocidad de vértigo tomo la decisión
instintiva de abalanzarse sobre mí y sujetarme el tiempo suficiente para que yo
pudiera tener otra oportunidad y buscar puntos de apoyo para agarrarme a la
pared, como así hice. Aquella persona era un joven que llevaba la camiseta de
la selección argentina. Me preguntó cómo estaba. Yo le dije que bien.
¿Necesitas ayuda? No, estoy bien, y seguí ascendiendo. Mi compañero Iván no fue
consciente de nada. Todo aconteció en un microsegundo en que el universo entero
giró en torno de mí. Aquel muchacho me había salvado la vida. La idea me
perseguía y no me explicaba cómo había podido ser. ¿Cómo había podido estar tan
consciente de mi situación cuando la ascensión era tan comprometida y exigente que uno tenía
que estar pendiente de sí mismo? ¿Cómo había reaccionado a velocidad de vértigo
para sujetarme? ¿Cómo iba tan cerca de mí cuando yo no me había dado cuenta de
tener a nadie tan próximo?
Al llegar a la cumbre lo vi y fui a saludarlo. Iba con otro
compañero. Nos miramos fijamente y le di las gracias con una profundidad
extraña. Él me dijo que no había sido nada, que tal vez él había estado en mi
destino aquel día. No supe qué decirle. Le di la mano y fui a fotografiarme en
la cumbre aquel doce de mayo que pudo bien bien ser el último de mi vida.
Los días siguientes repasaba todos esos instantes intentando buscar algún sentido a lo ocurrido. Era por un lado inimportante y a la vez revestía la diferencia que existe entre la vida y la muerte. Yo no debía estar allí para contarlo, pero estaba. Había tenido una nueva oportunidad. ¿Qué significado profundo guardaba aquello?
Los días siguientes repasaba todos esos instantes intentando buscar algún sentido a lo ocurrido. Era por un lado inimportante y a la vez revestía la diferencia que existe entre la vida y la muerte. Yo no debía estar allí para contarlo, pero estaba. Había tenido una nueva oportunidad. ¿Qué significado profundo guardaba aquello?
Han pasado seis años y hoy vuelvo a ello, rememorando el
instante en que mi biografía pudo estar acabada y todavía no he encontrado una
respuesta que me aclare el porqué de aquello. Nunca más volví a ver a aquel
muchacho que llevaba una camiseta albiceleste, aunque me dijo que iba a
participar en la clásica caminata a Montserrat que hacemos cada año. Se
desvaneció en al aire, tal como había llegado.