Durante buena parte de mi carrera como profesor estuve
fascinado por la adolescencia. Me gustaba el contacto con adolescentes, me
interesaban sus conflictos, sus debates internos ... y pugnaba por acercarme a
ellos por el camino de la motivación que no estaba demasiado alejada de lo que
a mí me interesaba. Más bien era concomitante. Recuerdo muchos años de mi
carrera docente en que la cercanía a la adolescencia me causaba auténtica
conmoción. Yo no era adolescente, pero formaba parte de aquel ejército sin
patria que mostraba su modo de estar en el mundo con el que me identificaba y
extraía mi fuerza como profesor de sus causas y del impulso que daba a mis
acciones respecto a ellos. Yo era así porque me sentía próximo a esa edad,
aunque no fuera la mía. Me atraía azuzar sus sentimientos y conversar
infinitamente con ellos. Esto me fundamentó durante buena parte de mi carrera
como profesor.
Pero hubo un momento con el cambio de modelo educativo en
que de golpe me sentí arrojado de aquel mundo y comencé a sentirme extraño. Tal
vez era anómalo que antes los sintiera tan míos. He reflexionado profundamente
acerca de ello. Los adolescentes de repente se me hicieron lejanos,
inexplicables, indiscernibles ... y empecé a sentir una profunda inquietud en
mi relación con ellos que contrastaba con la identificación que percibía
anteriormente. Antes yo era uno más entre una tribu a la que me sentía próximo,
y de pronto me veía arrojado a una posición respetable en que yo me consideraba
con unas obligaciones de responsabilidad social y estamental que no me
gustaban. Ya no eran mis pares, no. Eran extraños. Y yo debía asumir una
posición totalmente diferente en que se mostrara mi sentido de la
responsabilidad y mi proximidad a la perspectiva de sus padres y del conjunto
del profesorado que los consideraba como adolescentes necesitados de
orientación.
Cambió mi modo de estar en el mundo. Yo había sido padre,
llegó la era Acuario del año dos mil, cambió el sistema educativo que
transformó a los alumnos en incapaces emocionales y educativos. Unos nos
hicimos mayores y otros se hicieron pequeños, y el diálogo que antes había
logrado que fuera de igual a igual se convirtió en un diálogo imposible si no
era orientado por las normas básicas del centro, el reglamento, y la toma de
conciencia profunda de que yo era algo esencialmente distinto a ellos, y que
solo me debía acercar en determinadas circunstancias y actitudes.
Ahora cuando veo a un adolescente soy consciente de la
distancia que nos separa, de los universos que nos distancian, de los diálogos
imposibles de establecer, de nuestra radical alteridad... en la que yo debo ser
más el profesor que dé confianza dentro de la distancia y la compostura con sus
padres a los que he de hablar con seriedad y respetabilidad sobre dicho muchacho.
Muchas cosas han cambiado, sin duda. Yo no soy el que era
antes, aunque un permanente poso adolescente me ha quedado. Y ellos no son los
que eran antes. La adolescencia se ha convertido en un producto distinto, un
estado radicalmente diferente al que yo no tengo fácil acceso, y si logro
acercarme es de otra manera al que yo me habitué en otros momentos.
El caso es que no logro conciliar ambos extremos sin
solución de continuidad: mi cercanía existencial a la adolescencia durante
buena parte de mi carrera y mi lejanía completa en estos momentos en que
presiento un mundo ajeno al que me concitaba en aquellas tardes en que quedaba
con ellos fuera de horas de clase en mi casa y conversábamos de literatura y
les invitaba a tortilla de patatas, y los consideraba más mis cómplices y mis
compañeros que esos seres alejados que ahora son a los cuales me aproximo
siempre con la conciencia de que soy un adulto que desconfía de ese estado
adolescente que me parece tremendamente incompleto y carencial, por no decir,
pueril.
Hay algo triste que ha quedado en el camino y yo no me
resigno a perder parte de mis señas de identidad que constituyen mi pasado en
esa relación que ahora es asimétrica y profundamente alejada si no es matizada
por el paternalismo y la distancia objetiva en la seguridad de que constituimos
universos que tienen poco que ver.
Tal vez sea simplemente el hecho de hacerse mayor, pero
intuyo a la vez que el propio sentido de la adolescencia se ha transformado
totalmente en un par de décadas. No puedo olvidar que hablaba con mis alumnos
de Sartre, Dostoievski y Cortázar y
aquello no parecía en nuestras veladas compartidas algo anómalo ni imposible. Era
un aliciente seductor que nos incitaba a ellos y a mí a participar en un
diálogo preñado de sugerencias.
Entiendo cualquier perpectiva, pero lo que sé que es cierto
es que duele, a mí me duele.