Me gusta viajar solo. Puede resultar sorprendente a quien
lea esto, pero un viaje en solitario ofrece unas posibilidades totalmente
ajenas a un viaje con acompañantes. No digo que sea mejor, pero ciertamente
ofrece un índice de expectativas diferentes a un viaje en compañía en el que lo
principal es la relación con la otra u otras personas. En un viaje en solitario
uno es más libre para sentir y pensar en el mundo interior y exterior. También
está más expuesto a la desolación y a los malos momentos que forman parte, a mi
juicio, de cualquier viaje que se precie de serlo en el sentido profundo.
Según entiendo un viaje, tiene algo de ceremonia iniciática
en que el viajero ha de nacer, vivir y morir para volver luego a renacer. He
viajado algo, no todo lo que hubiera querido, y me he encontrado a veces en la
otra punta del mundo con tres meses por delante en solitario, sin ningún apoyo
personal excepto los que provinieran de mis propios recursos y mi imaginación.
Recuerdo un inicio de viaje en Malasia en que
me hice alguna foto de modo automático con mi cámara Canon y aparezco
perplejo ante la perspectiva de tres meses en soledad y mi sensación era en
aquel momento que nada merecía la pena si no se podía compartir. Esto es
importante. Un viaje en solitario se emprende a pesar de uno mismo. Uno parte a
un destino más o menos lejano y siente un montón de sensaciones que se pueden
expresar como miedo, incertidumbre, aprensión... No sabe qué se va a encontrar.
No sabe con quién se va a encontrar. No sabe qué va a pasar. No hay nada
organizado y hay tres meses por delante. Tres meses es la duración canónica de
un viaje. Digo duración canónica porque es la única que he podido experimentar
yo y en la que se permite una ruptura profunda con el universo con el que estás
conectado en tu vida convencional. Un viaje ha de suponer una ruptura. Si no
hay ruptura difícilmente se podrá apreciar el sentido del viaje. Ruptura y
duración suficientes para que exista un proceso interior en que surja el
nacimiento, la muerte y el renacimiento. Pero nada de esto está garantizado. No
es que el que parta en viaje tenga asegurado nada. No hay nada asegurado. Uno
parte a la aventura, se enfrenta a la incertidumbre, al miedo... Nadie
garantiza nada. Pero mi experiencia como viajero me lleva a saber que cuando en
el viaje se pierde toda esperanza, (esto es fundamental: perder toda esperanza)
suceden cosas que no estaban en el guion. Y la esperanza se pierde no porque
uno decida perder toda esperanza, no. La pierde sin más, porque se queda solo y
sin fuerzas y ha de sobrevivir cada día enfrentándose a la desolación de estar
radicalmente solo en la otra punta del mundo. Es entonces donde puede empezar a
sentir de modo diferente. Y viva en tal caso la ligereza del viaje, el vacío
del viaje, la autodestrucción y reconstrucción que supone el viaje. Que es un
viaje al interior de uno mismo. Un viaje al interior sin posibilidades de
retorno.
A veces he optado por llevar cámara fotográfica y otras
veces he decidido no llevarla porque sin duda los recuerdos de un viaje son
profundamente íntimos y los guarda uno siempre en su memoria sin poderlos
compartir con nadie.
Pero ¡qué felicidad suponen los encuentros en ese viaje
cuando se ha perdido toda esperanza! Son regalos maravillosos en que se
encuentran seres a la deriva en la otra punta del mundo, a la deriva y
extraordinariamente abiertos a los encuentros inesperados. Un viaje en
solitario de una duración canónica te hace más fuerte. Te hace sumergirte en el
nadir para llegar al cenit, tal vez. O no.
Tengo muchas imágenes guardadas de mis viajes de juventud.
Todas son poderosas. Anhelo algún día volver a viajar en solitario. Tal vez
cuando mis hijas sean independientes. Volveré a coger mi mochila azul, me
calzaré mis bambas y saldré al universo infinito durante varios meses a
exponerme a la soledad y la lejanía. Entonces todos los caminos están abiertos.
Hace muchos años vi a una anciana extasiada en una playa de Thailandia que miraba maravillada
aquella arena blanca, aquel sol radiante y el agua clara con tonalidades
verdes. En aquella imagen fugaz se cifra toda la maravilla de un viaje. Siempre
he pensado que cuando sea tan mayor como ella me gustaría sentir de un modo
semejante un día en una playa de Thailandia
o Indonesia.
Un viajero no necesita viajar. Puede estar sin moverse de su
lugar habitual y seguir siendo viajero. Es algo que se tiene o no. Por contra,
se pueden visitar multitud de sitios y no experimentar nada relevante. Es el
mismo horror que ver un importante museo y verlo en unas horas. Recuerdo con
horror mi visita turística al museo Vaticano para llegar a ver la capilla Sixtina antes de la restauración. Me pasé varias horas
pasando descuidadamente por delante de auténticas maravillas renacentistas
sin prestarles atención porque yo solo
ansiaba ver la capilla Sixtina a la
que accedí entre una muchedumbre de turistas que la fotografiaban y no veían
nada. Como yo.
Prefiero no viajar, no ver museos, no llevar a mis hijas a
nuevos países. Pienso que el que es viajero lo descubre por uno mismo y no
depende de lo que le hayan hecho viajar en su niñez. Y el que no es viajero no
lo será nunca.
Me gustaría que mis hijas fueran viajeras, pero no puedo
hacer nada al respecto. Ese hambre se despierta en el interior de uno mismo,
sin programación. Surge, sin más. Uno simplemente, un día decide partir sin
rumbo demasiado fijo y sin preparación, lamentando incluso la partida.
El viaje es esencialmente incertidumbre. Esa es la dimensión
auténtica del viaje.