Acaba de salir la sentencia sobre el estatut catalán. No la he leído, pero tampoco he leído el estatut. O sea que da igual lo que diga. Yo no lo voté. Me he tomado una copa de cava y a continuación escribo sin pretensión de lo que diga tenga la más mínima importancia. No me hagan caso. Me he tomado una copa de cava y estoy un poco ido. Que nadie me tome demasiado en serio. Quiero pensar en Catalunya. La tierra donde vivo, la tierra donde nacieron mis hijas y mi mujer. A la vez siendo totalmente ajeno porque yo nací en otra tierra de la cual apenas me acuerdo. Pero ya lo he dicho otras veces. No sé de dónde soy. Vivir en Catalunya supone cierta esquizofrenia porque el que ha llegado de afuera nunca acaba de situarse. Puede identificarse con los fantasmas de la tribu o no. Yo no me he identificado. Vivo y dejo vivir, pero nunca en mis treinta y un años en estas tierras me he sentido menospreciado o marginado. Es un espejismo lo que se hacen los que juzgan la realidad desde fuera. La realidad catalana es extraordinariamente compleja. Siempre me he entendido bien con los nacionalistas catalanes sin dejar de ser lo que soy, un español galdosiano, tal vez cervantino. A la vez he aprendido a apreciar a Raimon Llull, a Joanot Martorell, a Ausias March, a Narcis Oller, a Frederic Soler Pitarra, a Foix, a Carner, a Papasseit, a Joan Brossa… Nunca he aguantado el sentimentalismo edulcorado de Martí i Pol. Entre mis lecturas preferidas está el Quadern Gris de Josep Pla, heterodoxo donde los haya y al que nunca se concedió el Premi a las Lletres catalanes por su desviacionismo. Admiro a Boadella, el glosari de Eugeni D’Ors, a Pedrolo, a Pere Calders, a Quim Monzó… todo mezclado y heterorodoxo. No es el nacionalismo el que me guía en mi elección sino la calidad literaria. Creo que la literatura catalana es un valor muy estimable en el conjunto de la literatura de España.
Pero esto no es suficiente. Asisto con temor al desprecio que suscita la realidad catalana en los comentarios que abundan en la prensa digital. Nunca me he identificado con el nacionalismo catalán, pero tampoco con el antinacionalismo radical que abunda a veces disfrazado de racionalismo extremo. Jordi Pujol lo explicó en multitud de ocasiones. Nunca le voté, pueden tenerlo por seguro, pero he de reconocer que fue un estadista formidable y que siempre actuó con responsabilidad en la política española. La forma de ser españoles los catalanes es siendo ellos mismos. O sea que la forma de ser español es ser catalán. Esto no se entiende y leo comentarios que muchas veces son hirientes, muy hirientes. Hace unos días mantuve una polémica en un blog que estimaba, por su sectarismo, por su maniqueísmo, por su anticatalanismo radical que apelaba a la falta de moral de la pedagogía catalana, acompañado de una senyera y argumentos sesgados y faltos de rigor. Me hirió. No porque yo sea un nacionalista, que no lo soy, sino por la falta de sensibilidad que en nombre del racionalismo ofende una forma de sentir nacionalista que es la que predomina aquí y que he aprendido a respetar, aunque no a compartir.
Pero es absurdo que yo defienda esto aquí porque yo soy un antinacionalista y no concuerdo en absoluto con el nacionalismo catalán. Pero sí que entiendo su forma de sentirse herido ante muchos comentarios o formas de juzgar una realidad compleja y plural.
Les confesaré que hace años en un famoso pub gay de Barcelona coincidí con una excompañera de facultad de la especialidad de Filología Hispánica en Zaragoza. Se llamaba Carme. Ella, tras unas cuanta copas, me confesó que militaba en un partido independentista catalán pero ella lo que ansiaba era ser andaluza, sentir como los andaluces. No espero que concedan crédito a lo que escribo ni que entiendan que en un viaje que hice a Andalucía con un compañero nacionalista -herido en su niñez por la prohibición y desprecio del catalán- hace más de veinte años, él me hablara en catalán hasta que salimos de los Països Catalans y luego me torturara con cassettes de himnos de la legión o del cuerpo de infantería y que su sueño era hacer el amor con una muchacha andaluza.
Las palabras hieren más de lo que parecen. Es fácil menospreciar, juzgar o condenar lo que uno no conoce. A veces uno piensa que no se dan cuenta de que los catalanes serán españoles siempre que se les respete ser catalanes, en alguna forma diferentes, eso no implica aquiescencia con la política nacionalista catalana con la que soy muy crítico. Pero no estaría mal pensar que uno de los problemas fundamentales de este conflicto es la sensación –muy confirmada- de aversión a los catalanes que sobre todo ansían ser estimados pero siendo lo que son. Y duele leer muchos comentarios que esquematizan la situación. Los que vivimos en ambas riberas –entendiendo los argumentos de unos y de otros- podemos contribuir a una forma superior de entendimiento alejada de los prejuicios y los lugares comunes. No acepto los nacionalismos provengan de Salamanca o de Vic.
Una vez, hace años, en Alcázar de San Juan, haciendo la ruta cervantina, asistí consternado a la destrucción de un azulejo que reseñaba el nombre de un molino. Era el único que estaba roto. Se llamaba Barcelona. Me hirió sobre todo habiendo leído las palabras de un manchego llamado Miguel de Cervantes, extraordinariamente elogiosas con los barceloneses y los catalanes en general.
Pero estoy en un terreno raro que no será entendido por muchos, porque no soy un modelo de catalán ni de español, de hecho no creo que sea modelo de nada. Pero está bien así.