No tiene sólo un cuerpo o una localización precisa. La biblioteca abarca toda la casa, casi todas las habitaciones tienen anaqueles en los que se amontonan libros con un orden impreciso o un desorden exacto. Hay secciones, claro que sí, todas preciadas: narrativa española de postguerra (una de mis pasiones), teatro, poesía, novela negra americana, ciencia ficción, horror, novela criminal contemporánea, obras completas de Baroja, el 98 en todas sus vertientes, literatura medieval, literatura renacentista y barroca, siglo XIX (todo Galdós y cinco ediciones de La Regenta), literatura hispanoamericana (que recorrí en los ochenta pero en la que no estoy puesto en las últimas tendencias), literatura africana (una de mis secciones más completas), literatura inglesa, francesa, rusa, portuguesa, norteamericana, narrativa reciente, aventuras…
Pero mis libros apenas mantienen una lógica ni una ordenación. Cuando pienso en un libro que quiero releer u hojear he de trazarme un mapa imaginario sobre dónde puede estar colocado y ello es sumamente vago. Detesto el orden. Creo que el orden en su lógica abrumadora conduce a la muerte como conclusión final. Quiero tal vez que la muerte se embarulle cuando venga a buscarme y no sepa si encontrarme en un género u otro, en una sección u otra, que no sepa dónde está el libro que resume todo. Que no sepa quién he sido: alguien esencialmente sin terminar y que abraza la vida en su vertiente más imperfecta e inconclusa. Quiero perderme en mi biblioteca desordenada. Encontrar libros por azar como maravillosos tesoros. Redescubrir, releer sin temer la desilusión de la vuelta a un territorio de mi juventud.
Los libros me han dejado huellas profundas. Hoy mi hermano me decía que yo vivía en los mundos de Yupi mientras él vivía en la realidad real, en el mundo real. Me ha hecho recapacitar esta opinión porque tiene algo de cierto. Mi mundo es la literatura, mis recuerdos son esencialmente literarios y la construcción imaginaria de mi vida tal como la recuerdo es literaria. Me creo en cierto sentido un personaje de novela. No puedo aceptar que yo pertenezca al mundo de la realidad real. Entiendo perfectamente la literariedad de Valle Inclán que fue un extraordinario personaje literario.
Mi biblioteca habla de la vida, de la percepción de la vida, de reflexiones extraordinarias acerca de la vida (mis escritores preferidos son genios y me apropio de su genialidad), pero todos ellos murieron. Por grande que fuera su alma todos se encontraron con la restricción absoluta de la muerte.
Llega un momento de la vida en que uno no puede tomarse demasiado en serio su sufrimiento. Esto es para los jóvenes. El pesimismo –alguien me decía- es un signo de juventud. Llega un momento en la vida en que uno ya no puede ser pesimista. Está todo tan claro que sólo queda el humor y la literatura. Y el poder elegir el momento. Nietzsche escribió que la esperanza en esa libertad elegida le dio aliento para soportar la vida.
Mi biblioteca me acompaña. Es mi mayor riqueza (además de mi familia, mis amigos, mis recuerdos, mi blog). No entendería la vida sin los libros que me han dado consistencia, densidad… pero quiero que siga siendo desordenada y atípica como yo mismo, también confusa; no quiero apuntar los libros que he leído cada año dejando que se fundan en mi ser en una amalgama extraña… Pensar que mi biblioteca está formada también por los libros que he perdido, por los que regalé, por los que dejé y no me devolvieron, por los que me robaron, por los que desaparecieron misteriosamente… Mi biblioteca soy yo mismo en estado puro, leyendo hoy a Elías Canetti hablando sistemáticamente sobre la muerte, contra la muerte -El libro de los muertos-: es el último habitante que ha llegado a mi biblioteca.
Pensar la muerte, pensar contra la muerte.