Llegué a Bangkok tras varios meses en Indonesia. Se aproximaba la Navidad. En Europa reinaba el invierno mientras que en Thailandia estábamos en una época calurosa y húmeda. Mi primer encuentro con la ciudad fue emocionante. ¡Qué belleza de ciudad comparada con las destartaladas ciudades indonesias! Bangkok recibe en nombre de Krungthep que quiere decir “la ciudad de los ángeles”. Es la moderna Aytthaya, antigua capital del reino.
Pasear por sus calles es sumergirte en un río humano, incesante y caótico, lleno de brillantes espectáculos visuales y aromáticos. Las arterias principales tienen un tráfico muy intenso. Los tuk-tuk llevan viajeros a todas partes de la ciudad. Son taxis pequeños en los que vas tragando el humo de todos los tubos de escape. La multitud te rodea por doquier y en cualquier parte se vende cualquier cosa. Es una ciudad esencialmente comercial, como todas las ciudades orientales; llena de vida y de humanidad como la que hace tiempo que hemos perdido en nuestras ordenadas y aburridas ciudades occidentales.
El río Chao Praya vertebra la ciudad. Tiene un sistema de subcanales donde viven decenas de miles de personas en pequeñas barcas y donde hay mercados flotantes donde se pueden comprar alimentos. Del mismo modo, se puede alquilar un taxi para visitar la ciudad acuática.
Conocía a Chinda durante mi visita al Wat Phra Kaew, el buda esmeralda, el más preciado de Thailandia. Chinda era un novicio budista que estudiaba en un monasterio, cercano a Bangkok. Nos hicimos amigos y me acompaño varios días en mi visita a la ciudad infinita, llena de templos, templetes, imágenes de buda, stupas dorados, palacios reales... Hablábamos en inglés. Chinda tenía catorce años y vestía con la característica túnica azafrán y llevaba la cabeza rapada. Hablamos de nuestros modos de vida. Él estudiaba en el monasterio desde que tenía seis años. Cuando tuviera dieciocho tendría que tomar la decisión de seguir y ordenarse como monje o dejar su vida monacal e integrarse en la vida normal. Para él era una decisión crucial. Yo le provocaba cuando veíamos a algunas muchachas y le preguntaba si no le gustaban. Él se sonreía y me hacía con un gesto que era mejor no hablar de ese tema. ¿Pero te gustan o no? Sonreía y me hizo el gesto que sí, que le atraían pero que no debía pensar en eso.
Chinda y yo hablamos de las “cuatro nobles verdades” que fundamentan el budismo, transmitido desde Buda, “el iluminado”. El budismo se ha preocupado esencialmente por el sufrimiento y las causas que llevan a él. No se ha interrogado sobre cuestiones trascendentales ni metafísicas. El budismo es esencialmente práctico y no se pregunta sobre la existencia de Dios o la vida después de la muerte. Son cosas a las que no tenemos acceso por lo que no tiene sentido planteárselas. La verdadera y única cuestión fundamental del budismo es el sufrimiento y las vías que podemos recorrer para hacerlo cesar.
Según las eseñanzas búdicas, toda existencia es sufrimiento. No podemos evitarlo. Forma parte inevitable de la vida. La causa del sufrimiento proviene del deseo o apego y la ignorancia. Es decir, la búsqueda del placer, el sentirse superior a los demás seres, la envidia de ver que alguien es superior o mejor en algo te llevan a sufrir. Sin embargo, todo es impermanente y todas las cosas de este mundo son interdependientes. La liberación no puede venir sino del "no apego", del abandonar el deseo que causa insatisfacción. La verdad última es el vacío, la sabiduría de la vacuidad, todo es ilusión, los sucesos, los deseos no tienen sustancia, por lo que es inútil apegarnos a ellos. Este es el verdadero corazón del Dharma.
El camino que lleva a la cesación del sufrimiento es el octuple sendero: la comprensión correcta, el pensamiento correcto, la actitud correcta, la palabra correcta, la acción correcta, la ocupación correcta, el esfuerzo correcto y la concentración correcta. Desear tan sólo el propio despertar. Es el llamado “camino de en medio”.
Chinda y yo no hablábamos de esto más que a breves retazos. Él era esencialmente un adolescente risueño y divertido que me fue enseñando la ciudad. Me impresionaron muchas cosas pero en especial el gigantesco buda reclinado que expresaba una extraordinaria serenidad lejos del Cristo sufriente y doloroso que es la base de nuestra civilización cristiana. Un día me propuso ir a conocer a su maestro. Acepté y me llevó en autobús a su monasterio, un lugar de concentración y meditación donde sonaban gongs y sonidos armoniosos de metal y madera que marcaban el discurrir de los ritos y las horas. El aire agitaba colgantes que hacían que el espíritu se hiciera sensible. Su maestro me enseñó a practicar la meditación en el templo. Estuvimos sentados "en medio loto" durante una hora. No puedo decir que me concentrara demasiado. Los pensamientos me asaltaban continuamente. Me dijo que los dejara pasar, eran nubes que atravesaban la gran montaña inmóvil, eran olas en la superficie cuando el fondo estaba en calma, debía concentrarme en el aquí y en el ahora, dejar pasar, todo es ilusión…
Mi estancia en Bangkok en esta ocasión estuvo entrañablemente unida a la persona de aquel muchachito que me dio su afecto y amistad, Chinda. No sé si se habrá convertido en monje o habrá dejado la vida monacal. No sé, que sea lo mejor para él. Los monjes en Thailandia son mantenidos por la comunidad. Salen por la mañana con sus escudillas para que la gente les dé comida. Es su única alimento durante el día. El pueblo de Thailandia mantiene a sus monjes porque son la columna vertebral de su espiritualidad, son como el alma de su sociedad.
Otra costumbre terrible es que en muchas familias de las montañas, una hija es vendida como prostituta a los burdeles de Bangkok y otro hijo es destinado a monje. Es la pobreza la que causa esta dualidad. En thailandés “prostituta” no tiene un significado negativo. Significa “la que trae comida a casa”.
Chinda, donde quiera que estés, te deseo que tu camino sea iluminado por esas cuatro nobles verdades que me explicaste. Yo a mi manera también las he buscado. Durante varios años practiqué zen e intenté comprender la imagen de la montaña atravesada por las nubes. Nada tiene consistencia. Nos aferramos a las ilusiones y estas nos causan dolor. Es la rueda del karma.
Pasear por sus calles es sumergirte en un río humano, incesante y caótico, lleno de brillantes espectáculos visuales y aromáticos. Las arterias principales tienen un tráfico muy intenso. Los tuk-tuk llevan viajeros a todas partes de la ciudad. Son taxis pequeños en los que vas tragando el humo de todos los tubos de escape. La multitud te rodea por doquier y en cualquier parte se vende cualquier cosa. Es una ciudad esencialmente comercial, como todas las ciudades orientales; llena de vida y de humanidad como la que hace tiempo que hemos perdido en nuestras ordenadas y aburridas ciudades occidentales.
El río Chao Praya vertebra la ciudad. Tiene un sistema de subcanales donde viven decenas de miles de personas en pequeñas barcas y donde hay mercados flotantes donde se pueden comprar alimentos. Del mismo modo, se puede alquilar un taxi para visitar la ciudad acuática.
Conocía a Chinda durante mi visita al Wat Phra Kaew, el buda esmeralda, el más preciado de Thailandia. Chinda era un novicio budista que estudiaba en un monasterio, cercano a Bangkok. Nos hicimos amigos y me acompaño varios días en mi visita a la ciudad infinita, llena de templos, templetes, imágenes de buda, stupas dorados, palacios reales... Hablábamos en inglés. Chinda tenía catorce años y vestía con la característica túnica azafrán y llevaba la cabeza rapada. Hablamos de nuestros modos de vida. Él estudiaba en el monasterio desde que tenía seis años. Cuando tuviera dieciocho tendría que tomar la decisión de seguir y ordenarse como monje o dejar su vida monacal e integrarse en la vida normal. Para él era una decisión crucial. Yo le provocaba cuando veíamos a algunas muchachas y le preguntaba si no le gustaban. Él se sonreía y me hacía con un gesto que era mejor no hablar de ese tema. ¿Pero te gustan o no? Sonreía y me hizo el gesto que sí, que le atraían pero que no debía pensar en eso.
Chinda y yo hablamos de las “cuatro nobles verdades” que fundamentan el budismo, transmitido desde Buda, “el iluminado”. El budismo se ha preocupado esencialmente por el sufrimiento y las causas que llevan a él. No se ha interrogado sobre cuestiones trascendentales ni metafísicas. El budismo es esencialmente práctico y no se pregunta sobre la existencia de Dios o la vida después de la muerte. Son cosas a las que no tenemos acceso por lo que no tiene sentido planteárselas. La verdadera y única cuestión fundamental del budismo es el sufrimiento y las vías que podemos recorrer para hacerlo cesar.
Según las eseñanzas búdicas, toda existencia es sufrimiento. No podemos evitarlo. Forma parte inevitable de la vida. La causa del sufrimiento proviene del deseo o apego y la ignorancia. Es decir, la búsqueda del placer, el sentirse superior a los demás seres, la envidia de ver que alguien es superior o mejor en algo te llevan a sufrir. Sin embargo, todo es impermanente y todas las cosas de este mundo son interdependientes. La liberación no puede venir sino del "no apego", del abandonar el deseo que causa insatisfacción. La verdad última es el vacío, la sabiduría de la vacuidad, todo es ilusión, los sucesos, los deseos no tienen sustancia, por lo que es inútil apegarnos a ellos. Este es el verdadero corazón del Dharma.
El camino que lleva a la cesación del sufrimiento es el octuple sendero: la comprensión correcta, el pensamiento correcto, la actitud correcta, la palabra correcta, la acción correcta, la ocupación correcta, el esfuerzo correcto y la concentración correcta. Desear tan sólo el propio despertar. Es el llamado “camino de en medio”.
Chinda y yo no hablábamos de esto más que a breves retazos. Él era esencialmente un adolescente risueño y divertido que me fue enseñando la ciudad. Me impresionaron muchas cosas pero en especial el gigantesco buda reclinado que expresaba una extraordinaria serenidad lejos del Cristo sufriente y doloroso que es la base de nuestra civilización cristiana. Un día me propuso ir a conocer a su maestro. Acepté y me llevó en autobús a su monasterio, un lugar de concentración y meditación donde sonaban gongs y sonidos armoniosos de metal y madera que marcaban el discurrir de los ritos y las horas. El aire agitaba colgantes que hacían que el espíritu se hiciera sensible. Su maestro me enseñó a practicar la meditación en el templo. Estuvimos sentados "en medio loto" durante una hora. No puedo decir que me concentrara demasiado. Los pensamientos me asaltaban continuamente. Me dijo que los dejara pasar, eran nubes que atravesaban la gran montaña inmóvil, eran olas en la superficie cuando el fondo estaba en calma, debía concentrarme en el aquí y en el ahora, dejar pasar, todo es ilusión…
Mi estancia en Bangkok en esta ocasión estuvo entrañablemente unida a la persona de aquel muchachito que me dio su afecto y amistad, Chinda. No sé si se habrá convertido en monje o habrá dejado la vida monacal. No sé, que sea lo mejor para él. Los monjes en Thailandia son mantenidos por la comunidad. Salen por la mañana con sus escudillas para que la gente les dé comida. Es su única alimento durante el día. El pueblo de Thailandia mantiene a sus monjes porque son la columna vertebral de su espiritualidad, son como el alma de su sociedad.
Otra costumbre terrible es que en muchas familias de las montañas, una hija es vendida como prostituta a los burdeles de Bangkok y otro hijo es destinado a monje. Es la pobreza la que causa esta dualidad. En thailandés “prostituta” no tiene un significado negativo. Significa “la que trae comida a casa”.
Chinda, donde quiera que estés, te deseo que tu camino sea iluminado por esas cuatro nobles verdades que me explicaste. Yo a mi manera también las he buscado. Durante varios años practiqué zen e intenté comprender la imagen de la montaña atravesada por las nubes. Nada tiene consistencia. Nos aferramos a las ilusiones y estas nos causan dolor. Es la rueda del karma.