Páginas vistas desde Diciembre de 2005




domingo, 11 de diciembre de 2005

Pedro y el capitán


Escribir siempre sobre educación es monocorde. Hay algunos temas pendientes de los que hablaré en los próximos días. Hoy domingo, mañana soleada de domingo, quiero evocar algunos hilos del pasado. Es mi aportación a la miscelánea personal del blog.

Hace muchos años, hice mis pinitos en el teatro. Formaba parte de la compañía estable del teatro de la Riereta en el Raval de Barcelona. Mi primera aparición en público fue con una obra de Mario Benedetti titulada Pedro y el capitán.

En escena había dos personajes: un prisionero político, Pedro, y un oficial del ejército de un país indefinido latinoamericano. Queríamos obtener información sobre el grupo político al que pertenecía el detenido. Para ello, el instrumento era la tortura. El capitán era el torturador psicológico "bueno", el que le decía yo no te voy a hacer nada pero los que están después de mí te machacarán, violarán a tu mujer y harán cosas a tu hijo. A pesar de todo, el prisionero se negaba a hablar. La figura del capitán estaba dominando la escena, pero a medida que avanzaban los cuatro actos de la obra comenzaba a declinar y a crecer la de Pedro que terminaba desarmando moralmente al oficial represor. Era la historia de una caída en una sima personal de un hombre sin principios enfrentado a un prisionero cuyos valores personales eran la dignidad y la fidelidad a unas ideas de justicia y libertad.

Recuerdo que esta obra era llevada a institutos de Bachillerato y Formación Profesional. Quiero recordar una de las actuaciones la que nos encaminó hasta un instituto profesional de Sant Boi de Llobregat. Fue una actuación memorable.

La función comenzaba con retraso de veinte minutos por diversos problemas de desplazamiento. Los cuatrocientos alumnos del instituto gritaban y pataleaban. Que empiece ya, que el público se va... El ambiente presagiaba una actuación desastrosa dada la algarabía reinante. Gritos por doquier y como perspectiva una obra en que durante casi dos horas se enfrentaban dialécticamente dos personajes sin ningún tipo de efecto especial y con una iluminación plana; amén de una decoración minimalista que consistía en una silla para el prisionero, una mesita y un sillón para el capitán.

Primero salió Pedro. Gritos. ¡Hala! Confusión total, alboroto. Yo salía unos segundos más tarde por el otro lado: ¡El otro! Risas, aplausos, pateada general. Salir a un escenario es lanzarte al vacío. Nunca estás más en evidencia que cuando te enfrentas al público. No hay vuelta atrás. Es un momento de una tensión y ansiedad enormes. A veces se me secaba la boca, otras veces me temblaban las piernas. Te preparabas. No había posibilidad de huir. Todo te llevaba allí. Un, dos, tres... y estabas en medio de la escena. Uf. Así me pasó aquella tarde cuando salí frente a aquellas cuatrocientas fieras dispuestas a comérsenos con patatas. ¡El otro! Follón, griterío. Me dije a mí mismo. "Este es tu público de todos los días. No vas a permitir que te aplasten". Comenzaba mi monólogo de diez minutos frente al prisionero con capucha. Mi actuación era habitualmente medianita. Había comenzado hacía poco mi trayectoria teatral y dependía totalmente de mi director que era el hombre que estaba allí sentado y al que debía dominar y dar la impresión de hacerlo. "Os vais a enterar". Alcé la voz, le imprimí una autoridad y una resonancia que golpearon las paredes del teatro y reclamaron la atención de aquellos pequeños bárbaros. Poco a poco las voces fueron declinando, y cinco minutos después el silencio era total. Mi voz mantenía la tensión necesaria para tenerlos prendidos de un hilo.

Así se desarrolló la representación durante una hora y cuarenta minutos. La expectación era evidente y los espectadores estaban unidos emocionalmente a lo que sucedía en la escena desnuda. Dos hombre devorándose y luchando hasta la muerte. Mi figura terminaba por estrellarse contra la dignidad de Pedro. Eran los últimos momentos de la obra cuando yo le suplicaba que me diera alguna información, le tocaba y zarandeaba. Habla, dinos algo que justifique mi vida.

Pero Pedro no hablaba y la obra terminaba con su aniquilación física y mi aniquilación moral. El silencio entonces, cuando se apagó la luz, se convirtió en un aplauso unánime y rotundo. Cuatrocientos pares de manos chocaban a rabiar. No hay sensación en el mundo comparable a esta. Tú te das cuenta cuando tienes al público prendido. Nadie se mueve, nadie habla, nadie tose... La atmósfera está cargada de electricidad. El silencio es denso y fecundo. Todo al final se resuelve en ese aplauso, Dios, qué aplauso. Es como el alimento de los dioses. No creo que haya nada que pueda ser semejante a ese premio que tienen los actores cuando es realmente merecido. Se distingue un aplauso por compromiso de un aplauso entusiasta que estalla como el trueno tras el relámpago.

Aquel día dos actores lucharon en el escenario y el público se sintió unido a ellos en su debate de ideas y de emociones. Nunca mejor dicho que el teatro lleva unida la función catártica. ¡Qué lastima que el teatro sea un espectáculo tan poco conocido por nuestros adolescentes! Hay muy pocas obras dirigidas a ellos y a precios razonables. Hay un gran déficit de teatro en la formación de los jóvenes actuales. Además el escaso teatro que se les ofrece, en funciones escolares, lleva unida la deplorable concepción que nos ha invadido: la de lo políticamente correcto. Las reducidísimas obras que se les ofrecen abusan del aspecto didáctico y del mensaje moral de última generación.

4 comentarios :

  1. Los chavales de ahora ni huelen el teatro. No hay obras para ellos. Bien por tu experiencia con aquellas fieras. Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Anónimo, los chavales no lo huelen porque el tufo de la realidad ya tiene todo el hedor de las tablas, de las malas tablas del mal teatro de la vida estancada, que representamos a diario. Otra cosa muy distinta es lo que Joselu nos propone. ¡Siempre recordaré el primer recital poético al que asistí con 15 años, yo solo! La gran Berta singerman, en el Teatro Lara de Madrid. Ahí quedé atrapado por el teatro. Una mujer sola en escena; poemas de los "prohibidos" autores del 27; una voz polifónica... ¿Lloré? Muy probablemente. ¿Quién es el imbécil que prefiere reprimir las emociones?
    Salud y viva el buen teatro, que no siempre está confinado en los escenarios, como Joselu muy bien sabe...

    ResponderEliminar
  3. A mi tampoco me gustaba el teatro de más joven. Creía que me estaban tomando el pelo, no podía quitarme de la cabeza que eran actores.

    ResponderEliminar
  4. En la zona fracófona de Canadá, existe una cultura teatral muy importante. Se enseña dentro de las escuelas, como una asignatura más. Incluso exite una licenciatura, pedagogía teatral, que no forma actores, sino profesores de teatro.

    ResponderEliminar

Comentar en un blog es un arte en que se recrea un punto de vista razonado, emocionalmente potente.

Selección de entradas en el blog