
No me detuvo, pero me exigió que acabara la alteración del orden.
(Continuará)
No me detuvo, pero me exigió que acabara la alteración del orden.
(Continuará)
Quiero traer aquí una vieja historia, una historia real o que tal vez sucedió en un sueño, pero tiendo a pensar que era real a la manera cortazariana: era convencidamente literaria. Era un día de febrero de 1984. Yo en aquel entonces era profesor de Literatura Española en un instituto de Bachillerato situado en Berga, a ciento y pocos kilómetros al norte de Barcelona. Toda la vida en Berga giraba –en mis recuerdos- y gira –en la realidad- en torno a las insólitas fiestas de la Patum. Uno llega a aquella ciudad y la primera pregunta que te hacen es que si conoces la Patum. Pues no. Ya verás cuando llegue... –te espetan-. Berga es una ciudad industriosa y limpia, pero habitualmente aburrida. Se diría que dormita en el sopor del recuerdo de cuatro días que aparecen luminosos como una conjunción de planetas, que se produce regularmente cada año, en torno a la fiesta del Corpus. Berga es una ciudad de provincias, rodeada de un bello entorno montañoso. Está al pie de las montañas del prepirineo y junto al llano. Se diría rodeada de un circo vesubiano.
Berga. Febrero de 1984. El profesor paró la clase y dio la noticia: Julio Cortázar ha muerto. Ayer domingo doce ha muerto en París el escritor fantástico, el poeta inigualable Julio Cortázar. Ninguno de los alumnos sabía demasiado bien quién era Julio Cortázar, pero para eso el profesor iba preparado y les leyó algunos relatos de Historias de Cronopios y de Famas, La vuelta al día en ochenta mundos y Rayuela. Aquellos eran tiempos en que los alumnos todavía tenían sensibilidad literaria, y poco a poco el mundo y las imágenes recurrentes de Cortázar fueron atrayéndoles. Les había fotocopiado el famoso capítulo 69 de Rayuela, que fue leído con regocijo varias veces, tras el inicial desconcierto. Apenas el le amalaba el noema... Les gustó especialmente el relato de Pérdida y recuperación del pelo en que se atacaba de raíz la tendencia horriblemente creciente ya en aquel lejano 1984 del pragmatismo. También gustó Conducta en los velorios y Tía en dificultades... La clase pasó como un suspiro y todos se contagiaron de un aire cortazariano que nos animaba a convertirnos en un poco absurdos. ¿Y si le hacemos un homenaje? ¡¡¡¡Vale!!!! –gritaron todos. Pero ha de ser algo público. Algo difícil de olvidar. Nos dimos un tiempo para traer ideas. De aquella clase salió un grupo de chicas que se animaron a quedarse entre dos y tres de la tarde, una vez acabado el horario escolar, a leer y comentar la novela Rayuela.
Al día siguiente, el profesor les propuso lo que sería el eje del homenaje. Tenía que ver con su antipragmatismo y con las flores. La base era un happening que el mismo Cortázar sugiere en uno de sus libros, creo que en La vuelta al día en ochenta mundos. Se lo expliqué con detalle y la idea les entusiasmó. Sería el viernes 17 a las cinco cuarenta y cinco de la tarde. Lugar, el centro de Berga, al lado de la ferretería Sistachs, allí donde el tráfico era más denso porque era un importante cruce de vías de salida y entrada en Berga. Allí era nuestro punto de reunión, y todos habrían de llevar una margarita.
Nos prometimos que nuestro proyecto era totalmente secreto, que nadie debería hablar de él fuera de clase. Sería un bombazo.
La semana transcurrió lentamente, quizás más que en otras ocasiones. Cada día que teníamos clase leíamos relatos de Cortázar que nos iban impregnando de un sutil aire entre piratas y conspiradores. Un poco de todo habíamos de ser, porque íbamos a alterar el perfecto orden de la aristocrática ciudad, anclada en el vacío, durante los inacabables meses invernales.
(Continuará)
Mi instituto no está en un entorno privilegiado. Si a alguien se le hubiera ocurrido diseñar un espacio urbano lleno de fealdad a conciencia, de aglomeración de bloques en forma caótica, de edificios grises en forma de colmena, alzados como cajoneras de horror concentrado, sin duda habría ideado un barrio como la ciudad Satélite X. Sin duda estamos en una barriada construida en la avalancha de inmigración de los años cincuenta y sesenta. Todo se hizo sin planificar, sin gusto, sin belleza, sin tradición. Probablemente todo esto eran campos y en pocos años se pobló con miles y miles de personas en busca de un lugar para vivir y trabajar. La geometría que se instauró fue espontánea pero sin gracia; se trataba de amontonar a mareas de inmigrantes y no se hizo en las mejores condiciones. Los que construyeron este barrio no ganarían un premio de diseño, más bien lo merecerían en cuanto a su capacidad de generar un espacio de pesadilla y grisura.
Nada hay más alejado de la naturaleza que este amontonamiento y condensación humana. Los inmigrantes andaluces, extremeños y murcianos de los años del desarrollo español se han visto sustituidos o superpuestos a los que han llegado en oleadas en los años recientes, sobre todo magrebíes y latinoamericanos. Es un choque para ellos que provienen a veces de espacios hermosos con naturaleza cercana sumirse en este espectáculo de geometría de la fealdad que sugiere un aplastamiento y un ahogamiento de la belleza y un hálito de aspereza y deshumanización.
Los chavales están en consonancia con el barrio. Cada uno tiene su historia detrás. Y muchas veces no son fáciles. No hay demasiada sutileza o delicadeza en sus relaciones o comportamiento que son poco refinados y abruptos. La cultura no les atrae: son inquietos como lagartijas y nada hay más alejado de la mayoría de ellos que el trabajo académico. Un instituto se convierte entonces para muchos en una prisión más que en un espacio de oportunidades.
Los profesores no lo tienen fácil. Es la lucha permanente de la subversión de la clase frente al orden académico, de la suciedad que domina en las aulas y el patio al final de la jornada frente a la limpieza y los buenos hábitos ciudadanos; es la lucha por intentar impartir conocimientos frente a los que pretenden que los institutos sean sólo espacios de socialización democrática; es la lucha de la mala educación, de los gritos, de las peleas o los insultos como lenguaje habitual frente a la educación y la cortesía; es la lucha de la grosería frente a la delicadeza o la formación estética.
El profesor es un referente importante. Éste ha de estar centrado y ser consciente de su lugar. No es extraño que sea una profesión con tendencia a padecer depresiones. El que no trabaja en la docencia no sé si lo puede entender, pero el profesor es analizado y escrutado en cada clase por treinta pares de ojos inquietos y astutos que detectan el más mínimo fallo psicológico. Y éste es inmediatamente utilizado. Nada hay más difícil que dirigir una clase en estas condiciones. El profesor es una especie de dinamizador de grupo, sociólogo, psicólogo, terapeuta, y además -al final- es especialista en la materia que imparte. Y no debe faltarle el sentido del humor ni mostrarse distante con sus alumnos. La cercanía es esencial. El proceso comunicativo debe funcionar. Cuanto más difíciles son los chavales más mago ha de ser el profesor. Ha de querer y conseguir ser querido, a la par que respetado.
En mi barrio feo y desangelado existe una afición que me sorprende. Son hombres los protagonistas. Se los ve agrupados en plazas y espacios abiertos. Llevan jaulas con pajarillos, supongo que canarios, calandrias o jilgueros. Dichas jaulas están cubiertas con una tela hasta que llegan a la plaza donde se las quitan y los juntan a otras con otros pajarillos. Los trinos se multiplican llamándose unos a otros. Se reúnen por las mañanas y por las tardes. Pienso que debe ser la nostalgia del campo y la naturaleza la que lleva a estos hombres a cuidar pequeñas aves cantoras en un barrio como éste.
Si existiera también la nostalgia por la cultura y el conocimiento... pero estos han de ser duramente cultivados. Es la labor más difícil porque todo está en contra. Pero la delicadeza también florece en los lugares más inhóspitos.
He bajado a Barcelona. En el metro un acordeonista rumano tocaba la canción Cielito lindo y algunas más. Le he echado una moneda. He llegado a Plaza Cataluña. En una plaza interior de enlaces a distintos medios de transporte había varias personas tiradas en el suelo, cubiertas por cartones o mantas. Parecían dormir o abstraerse de lo que pasaba a su alrededor. Pero me las imagino sintiéndose acompañadas por el run run de los pasos y de los tangos que cantaba un guitarrista argentino. Un señor de unos sesenta años con larga barba blanca y aire profético estaba sentado. Me hubiera apetecido quedarme a charlar con él y quizás invitarle a un café. Por delicadeza no lo he hecho. He seguido mi camino oyendo los ritmos argentinos en la lejanía. He tomado dirección Muntaner en los Ferrocarriles Catalanes. Es la zona alta de la ciudad. Me he dirigido a Dirección General del Departamento de Educación. Tenía una duda sobre mi trabajo y quería consultarla. Apenas había nadie como visitante. El edificio tenía un aire moderno y algo kafkiano. Me han hecho dejar el DNI y me han dado una tarjeta de visitante. He tenido que pasar por el detector de armas y explosivos, y por fin he podido subir hasta la tercera planta, donde un trabajador con síndrome de down me ha encaminado a la sección objeto de mi interés. Toda la planta eran cubículos separados por biombos. La impresión que daban era de escasa actividad, los trabajadores charlaban y mecían la mañana alejados de la épica de las aulas.
Un hombre es aplastado.
En este instante.
Ahora.
Un hombre es aplastado.
Hay carne reventada, hay vísceras,
líquidos que rezuman del camión y del cuerpo,
máquinas que combinan sus esencias
sobre el asfalto: extraña conjunción
de metal y tejido, lo duro con su opuesto
formando ideograma.
El hombre se ha quebrado por la cintura y hace
como una reverencia después de la función.
Nadie asistió al inicio del drama y no interesa:
lo que importa es ahora,
este instante
y la pared pintada de cal que se desconcha
sembrando de confetis el escenario.
Soy Joselu, pero también el acordeonista que tocaba Cielito lindo, y el sintecho que dormitaba cubierto por una manta en la plaza, soy también el guitarrista argentino de melodiosa voz, soy también el ordenanza con síndrome de down que me ha acompañado amablemente hasta la sección de mi interés, soy la funcionaria aburrida que me ha atendido, soy también la muchacha de rostro hermoso que he mirado, soy en alguna forma también Wislawa Szymborska, cuyos libros no he encontrado, soy en alguna forma Chantal Maillard cuyos versos me han acompañado identificándose con mi espíritu. Me apodero de fragmentos de las personas que veo, que leo, que conversan conmigo; en una mímesis próxima a lo patológico intercambio mi mundo con el universo humano que me envuelve. Dice Chantal Maillard:
en la carne abierta
en el dolor de todos
en esa muerte que mana
en mí y es la de todos
Fin de semana. Voy a buscar a mis hijas al cole. Es un buen rato para conversar con un buen amigo, Jorge, con el que comparto muchas cosas, como la literatura, el arte y la pasión por charlar. Yo estaba dándole vueltas al tema del post anterior. No suelo mantener posturas inmovilistas y me gusta sopesar los argumentos distintos a mis posiciones. No sé por qué ha salido el tema del faro, de vivir una temporada en un faro. A los dos nos atraía pasar un tiempo, quizás un mes en aislamiento, con buena lectura y contemplando el mar en el horizonte. ¿Pero todavía existen fareros? ¿No está todo automatizado? Y con los nuevos sistemas de GPS ¿son todavía necesarios los faros?
A veces me pregunto si en la ESO, ese territorio auténticamente salvaje, entendiendo por salvaje no lo agresivo sino lo puro y aquello que es posible transformar, es posible la reflexión filosófica utilizando la clase de lengua como vehículo. Hoy les he leído un texto creado por mí. Me dirigía a su corazón disculpándome de algunas actitudes nerviosas mías, de mi falta de sentido del humor, y les proponía aprender juntos. Una clase es una dinámica compleja. No te diriges solamente a alumnos individualmente sino que lo haces a un conjunto determinado por la dinámica de grupos. Unos influyen a otros. Hay líderes negativos que suelen ser a veces los más interesantes. A veces me fijo en ellos y les dedico una atención especial.
Hoy me ha venido a la mente esta palabra inglesa stardust que se refiere al polvo interestelar, pero también a un avión que desapareció en los Andes el 2 de agosto de 1947 en extrañas circunstancias junto al glaciar del volcán Tupungato… También la peli de Woody Allen Stardust memories... Y han venido a mí recuerdos de alumnos con los que mantuve densas conversaciones…
El libro de Susan Sontag es una reflexión lúcida sobre la historia, en las sociedades modernas, de la representación de la atrocidad de las guerras. Probablemente fue Goya el primero en representar el horror de la guerra en sus Desastres de la guerra. Sus crueldades macabras pretenden sacudir, indignar y herir al espectador sobre los crímenes que cometieron las tropas francesas en su invasión de España. Pero es la fotografía la que con su desarrollo objetivará el sufrimiento de la guerra. Una cámara pretende representar con exactitud lo que sucedió. Muestra la brutalidad y el horror de unos hechos.
Los primeros fotógrafos que llegaron a los campos de exterminio nazis se encontraron un panorama estremecedor jamás contemplado antes. Centenares, miles de cuerpos, se apilaban desnudos en un espectáculo dantesco. Muchos habían muerto a consecuencia de epidemias o asesinatos masivos. Los objetivos de las cámaras captaron en los primeros días este horror inimaginable y mostraron al mundo el verdadero significado de los lager nazis. En aquellos días se descubrió la realidad de las cámaras de gas y los hornos crematorios. Hoy día de aquello lo que más recordamos son las fotografías. Las imágenes conmocionan más que las palabras. Pero también seducen, y podemos sentir su hechizo como un polo magnético que nos atrae con su horror.
Pocas veces ha habido unos alumnos más motivados con una salida. Aquellos alumnos de cuarto de ESO de un grupo de diversificación iban a tener un privilegio a diferencia de sus compañeros de otros cuartos. En seguida que les propuse hacer una actividad que tenía como objeto la memoria del holocausto se sintieron atraídos. Estuvimos hablando de lo que significaron los campos de exterminio nazis. Yo tenía reciente la lectura de la trilogía de Primo Levi y otros libros que contaban, desde distintos ángulos, aquello. Los alumnos, unos veinticuatro, estuvieron superatentos, y el profesor aprovechó para hacer hincapié en la fría y meticulosa planificación del plan que quería eliminar a los judíos de Europa. Lo peor es que los jerarcas y oficiales nazis no odiaban a los judíos. Simplemente los consideraban no humanos, y actuaban con frialdad como si estuvieran eliminando a una plaga de alimañas. Lo primero que hicieron, pues, es retirarles su categoría de seres humanos. Eran judíos.
El profesor les hizo firmar un pacto de honor por el que se comprometían a observar con respeto lo que iban a ver. Fuimos juntos la profesora de catalán y yo, como profesor de castellano. Les entregué un plan de trabajo al llegar al MNAC. Se formarían grupos y habrían de mirar en principio toda la exposición. Luego habrían de escoger un fotógrafo de los allí representados (Lee Miller, Margaret Bourke-White, Eric Schwab y George Rodger, entre otros) y seleccionar un par de fotografías que les atrajeran para describirlas mediante palabras adecuadas.
Su entrada en la exposición fue absolutamente en silencio. La fuerza de las imágenes les captó enseguida. Eran en blanco y negro y el pie de foto señalaba la fecha en que se tomaron y las circunstancias de las mismas. Aquellas imágenes desoladoras podían emplearse como memento mori, como objetos para la contemplación a fin de profundizar en el propio sentido de la realidad.
Sin embargo, mis alumnos, chicos y chicas, no parecieron quedar conmocionados por lo que estaban viendo. Se portaron con seriedad, como se habían comprometido, pero no vi que aquello les inquietara. Su trabajo fue ordenado, pero apenas vi a alguno horrorizado por lo que estaba viendo. Es como si estuvieran demasiado acostumbrados a las imágenes impactantes que allí se mostraban. Sólo hubo una alumna magrebí, Jihad, que vino a hablar conmigo para comentar lo que estábamos viendo. Estaba conmovida y no entendía que se pudiera haber hecho eso con seres humanos. Me preguntó que por qué lo habían hecho. Era difícil responderle y explicar esta historia del absurdo y de la maldad que llevó a la inmolación de millones de personas.
La captación del sufrimiento y de la muerte es algo que perturba al observador, y a la vez le fascina. Vi esa fascinación en mis alumnos que describieron con bastante exactitud el contenido de algunas fotos realmente brutales. La lengua sirvió de vehículo para transcribir el espanto de aquellas imágenes sobrecogedoras.
Pero para mí, la más terrible fue la imagen de una enternecedora familia con la madre y dos niñas con el fondo de un jardín y una casa. El único problema es que el sensible fotógrafo que la había hecho era el comandante del campo de Buchenwald y estaba situada allí en su residencia oficial. Pensé en mis hijas y lo que significaba aquello. Llamé a Yihad y se la mostré. Le expliqué mis reflexiones y los dos nos quedamos en silencio contemplando la banalidad del horror.
Recordar es una acción ética. La insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas dice Susan Sontag. Aquel día revivimos la memoria de aquellos días aciagos que no han acabado del todo. Hay muchos escenarios actuales donde se vive, si no algo parecido, sí muchas imágenes que provocan nuestro espanto. Pienso en las imágenes de la franja de Gaza en las que las más terribles son las de los niños masacrados. ¿Cómo los que sufrieron un exterminio sistemático, aplican métodos tan crueles con los palestinos?. Es difícil señalar qué puede ser mostrado y qué debe ser ocultado. Nunca sabemos si estamos fomentando la reflexión o la morbosidad, pero "debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan: Esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer."
Hay lunes que acompaño a mi hija al ortodoncista, los famosos hierritos o brackets adolescentes, ya saben, y mientras espero hojeo alguna revista. Hoy eran todas de salud y belleza… y había un Hola. Lo he cogido. Me he quedado fascinado en el primer reportaje. Se trataba de uno sobre la familia Finat en su palacio del Carrascal de estilo nórdico. No sé dónde estaba. Sólo recuerdo que este palacio se construyó a principios de siglo y una vez estuvo el rey Alfonso XIII participando en una cacería.
Toda la familia Finat posaba en la frontal del palacio. Estaban los marqueses de Pastrana y las diversas generaciones de la familia, incluidos los niños. Luego se nos ofrecían perspectivas de las escaleras regias con tapices nobles, las habitaciones todas iluminadas maravillosamente, los salones, la biblioteca…
Esta tarde paseando por el centro de Barcelona he asistido a un cruce de imágenes curioso. En una estación de metro (en Hospital Clínico), había un cura mayor, bajito, con aspecto decrépito, ataviado con sotana hasta los pies, con una marcada joroba y con restos de caspa sobre sus hombros. Con voz insegura y tímida ofrecía a los viajeros que salíamos del metro un calendario con la imagen de la Virgen correspondiente a este año. Le había visto en varias ocasiones y siempre me había admirado su tesón y su resistencia frente al desaliento ante un público tan radicalmente tan poco predispuesto a comprar su calendario.
He estado en la cabalgata de los Reyes Magos en la plaza Cataluña de Barcelona. Ha sido una simulación efectista, con muchas luces. Representa la visión bienpensante de nuestra sociedad. No han faltado las referencias a otras culturas como la africana con una colección de personajes-máscaras con claro aire negroafricano. Es lo que más me ha gustado, pero todo tenía para mí una impresión de fabulación infantil que me sumía en una cierta tristeza y esperaba que todo se acabara ya. La presencia de la guardia urbana a caballo, caravanas de periódicos deportivos, camellos de pega y alguno de verdad me sumían en el aburrimiento. Más con las máquinas limpiadoras que dejan la ciudad impoluta tras el desfile. Todo ha de quedar igual, qué poca alma tiene el pensamiento progresista. Todo perfecto pero perfectamente impostado.
He pasado dos días en el delta del Ebro, desconectado de la blogosfera, y aunque echándola de menos, he podido sentir el cielo sobre mi cabeza, el cielo y el río que llega hasta el mar en una desembocadura, si no amazónica, sí bastante hermosa. Dos días encapotados pero de cielos con suficiente luz y nubes para dar lugar a fotos interesantes. He comido dos arroces de la zona, a cada cual más bueno, he visto un molino de arroz tradicional y he aprendido el proceso que lleva al arroz desde la marisma a la bolsa herméticamente cerrada. Siempre he sido un enamorado del arroz. Cuando viajé por Indonesia, Malasia y Tailandia comía arroz para desayunar, para comer y para cenar. El arroz nunca me cansa en cualquiera de sus variedades. He comprado saquitos de arroz bomba y arroz marismas, excelentes para paellas, pero me gusta el arroz basmati, el risotto, la paella, el arroz tres delicias… Me encanta hacer fotos en los arrozales. El cielo se refleja en ellos. En Balí hice fotos sugerentes reflejándose las palmeras en el agua, en un cielo tornasolado de colores violetas, amarillos y verdes. Creo que pertenezco a la cultura del arroz…
Pienso en mi alumnos. Me encantaría invitarlos a una gran paella en el delta del Ebro. Hablaríamos de leyendas africanas o sobre literatura. Cada vez me horroriza más la enseñanza impartida en campos de concentración obligatorios.
Señoras y señores, damas y caballeros, niños y niñas, buenas noches o buenos días, según sea la hora en que entren en este blog. Soy Joselu, el propietario de esta casa, y esta noche o esta mañana quiero darles la bienvenida. Cuando me dediqué a profesor abandoné otra vocación, bueno fueron varias vocaciones pero de eso hablaremos otro día. Me hubiera gustado ser payaso o clown que también es bonito. Me hubiera gustado llevar una vida trashumante montado en un carromato pintado alegremente. “Joselu, el pentapayaso y su compañero Tonito. Un payaso siempre necesita un compañero. El payaso rojo y el payaso blanco, el supuesto tonto y el supuesto listo. Estudié para payaso y practiqué la commedia dell’ arte. Me especialicé en el personaje de Pantaleone, vestido de rojo, con una capa negra y un sombrero de ala ancha. Llevaba colgando una bolsa, porque Pantaleone era un poco tacaño. Venía Colombina, la chica de Arlequino, y me ponía a cien. ¡Cómo me gustaba aquella zagala! Perdía el oremus por ella. Y Colombina se aprovechaba y siempre me sacaba unas monedas…
Me encantaba el teatro de máscaras. La máscara te transforma, pero tú debes hacerla vivir. La máscara del payaso se la crea cada uno. Eso y una nariz, ya es suficiente para salir al mundo con unos grandes zapatones y muchas ganas de provocar sonrisas y carcajadas.
Este post va dedicado a todas las Colombinas y Arlequines, a los payasos blancos y rojos, a todos los que en algún momento de vuestra vida habéis soñado con la libertad de tener el cielo por encima de vuestros ojos y sentiros arropados por los focos en un momento solemne y decisivo, el momento en que decimos: Hola, señoras y caballeros, niños y niñas… Comienza la función.
Feliz 2009.