No me resisto a la tentación de escribir un artículo en
fecha tan señalada que aparecerá en la cabecera de mi blog en un veintitrés de
abril de dos mil catorce. Y precisamente hoy hablaré de los libros y yo en este
aniversario al parecer benéfico que conmemora la muerte de dos genios de la
literatura. Además en mi amada Catalunya es una fiesta patriótica en que se
funden los libros y las rosas en una tradición singular que tiene una especial
atracción para el ciudadano medio que en este día repara en el valor de los
libros y compra las últimas novedades editoriales mientras los libreros y
editoriales gimen de placer.
Los libros y yo. ¡Qué extraña fantasía hablar de los libros
y yo! O de la literatura y yo en otro sentido pues no leo sino literatura. ¿Amo
la literatura? No lo sé. Ha formado parte de mi vida conformándola en su propia
entraña desde aquel niño triste que fui y fueron los libros precisamente los
que lograron rescatarme del dolor de vivir. Probablemente hubiera podido decir
que la vida no me gustaba pero sí los libros que fueron cayendo poco a poco en
mis manos abriéndome distancias nuevas. La literatura se convirtió en una
especie de amante a la que me entregaba en escenas barriobajeras de sexualidad
turbia. Pero miraba las cosas a través de esos libros cuyos personajes se
adueñaban de mi ego frágil. Y así fui uno y otro buscando claves de vida para lograr interpretarme a mí mismo en una búsqueda incesante de identidad. Pronto
me di cuenta de que yo no era nada en mí mismo. Era un sujeto cambiante,
oscilante, que se adentraba en el mar de la literatura buscando un asidero que
me ayudara a vivir. No leí solo por placer sino por sostenerme en pie como
atado al mástil. Aquel adolescente extraño que fui creaba sus propias escenas
de erotismo en su mente y los libros
fueron compañeros de aquel agotador onanismo de mis catorce años junto a las
canciones de los Beatles.
Hoy, mucho tiempo después, me doy cuenta de que la
literatura sigue siendo una amante con la que comparto confidencias, que me
sigue seduciendo a pesar de lo ajada que está pues ha envejecido a la par que
yo. A veces me acuesto con ella y realizamos prácticas inverosímiles que no
puedo confesar. La llamo puta porque sé que a ella le gusta. Es mi otro lado. Y
no puedo sino amarla y odiarla a la vez porque permite que salga mi lado
oscuro. Sueño con abandonarla, la miro
con desdén, con resentimiento preguntándome cómo hubiera sido mi vida si aquel
niño triste en lugar de ser torpe con el balón y querer sentarse siempre con
las niñas en clase, hubiera sido un crack de la pelota y hubiera podido
resarcir su identidad con el éxito en el fútbol que me estuvo vedado. ¿Qué
hubiera pasado si yo hubiera disfrutado con aquellos cánticos sobre el equipo
de mi ciudad? ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera metido alguna vez un gol? Pero
no. Solo me quedaron los libros a los que me aferré por mi inutilidad ante la
vida. Me encadené a ellos y ellos me crearon de nuevo en un magma confuso de
identidades múltiples. No me sentí nunca de un sitio u otro. Nunca he tenido
creencia en una pertenencia patriótica. Cuando intuyo un patriota hablando
conmigo, presiento que estoy hablando con un hombre afortunado pues esa
pertenencia le da claves de existencia. Anhelo estar cubierto por una bandera.
Aquí en Catalunya abundan por todos los lados, pero yo no lo entiendo, no
entiendo estar identificado con una bandera, con un club de fútbol, con una identidad central.
Con una virgen. Con unas tradiciones. ¡Que existencia más sencilla la que encierra
todo eso! No sé si sencilla o simple. Yo no puedo en este amor atormentado que
me liga al veneno de esta puta que me arrastra y me lleva siempre a la sala de
los espejos donde más nos gusta representar ese juego de identidades donde soy
un extraño y atónito amante lésbico o un marino que pierde la gracia del mar, o
el capitán Ahab, o el tuberculoso en una montaña mágica, o la polla de José
Arcadio Buendía. No sé, en definitiva. Me hice al final profesor de literatura.
Era mi única opción y mi condena final. He de llevar a estos muchachos
desnortados y enemigos de la lectura a la literatura, pero he de confesar que
detesto ese papel. No considero que la literatura sea una buena cosa en la vida
de uno. Y esta fiesta de rosas y de libros me produce una sensación ominosa.
Hoy casi he vomitado viendo la cadena de rosas que invade todas las calles y
que se venden o regalan. Ese literario símbolo que es la rosa convertido en
tópico y manido símbolo de patriótico diapasón. La rosa es fugacidad, es camino
hacia la muerte. Su belleza nos revela la proximidad de la muerte, y las rosas
de ahora no tienen siquiera aroma. Son rosas de postal de libro de autoyuda
pero he comprado casi una docena y las he puesto en un jarrón en la cocina. No
sé por qué lo he hecho si este acto inconfesable para mi fe me produce
aversión. Tal vez sea por mi afán de sufrimiento que aprendí con esa amante
cruel que es la literatura. Identifiqué dolor con placer. Y esta mujer sádica y cruel que es la literatura, para que no me escape, sigue teniéndome en sus
manos que me acarician y me cortan con cuchillas y me sume en visiones de
imágenes oscuras que no puedo olvidar. Ni quiero olvidar.
¿Cómo podría expresar a mis alumnos este sentimiento de
dolor que experimento? ¿Cómo puedo aspirar a que lean? Me repele este papel de
docente que ha de defender que los libros son inspiradores de nuestra
imaginación. Quia. Si alguien quiere encontrar el camino a los libros, lo
encontrará por sí solo. Yo solo soy un farsante que elude su misión salvífica.
Detesto esta fiesta de los libros y de las rosas. Y esta euforia que reina en
las calles como si la literatura fuera a dar claves de nada. Bah.