Hace ya unos cuantos años y unas cuantas nevadas, yo era profesor en
Berga, una pequeña ciudad al norte de la provincia de
Barcelona, al pie de las montañas del Prepirineo. Allí pasé tres años de los más felices en cuanto a mi experiencia docente. Los muchachos eran receptivos y con ganas de hacer algo diferente con la literatura, la asignatura que entonces existía y de la que era profesor a tiempo completo.
Di clase en segundo de BUP, en tercero y en COU. Esta referencia viene a colación a una imagen, entre otras, que se me quedó impresa en mis gozosas clases en un curso de segundo. Había un muchacho, Daniel, menudo físicamente, con el cabello muy negro y algo largo, y con unos ojos oscuros extraordinariamente vivos. Daniel tenía unas circunstancias personales que lo hacían especial. Sus padres estaban separados, pero él no vivía con ninguno de ellos. Él a sus quince años lo hacía en una residencia, donde estaba como interno, y sólo salía para ir a clase. ¿Qué tenía de especial aquel muchacho serio y concentrado, ensimismado y poco charlatán, con un aire solitario y una velada tristeza que lo aureolaba? Pues que leía apasionadamente a Dostoievski. Le vi varios libros del autor ruso a lo largo del año. Los tenía en aquella antigua colección Bruguera que me trae tan gratos recuerdos. Leyó libros sorprendentes para su edad. Yo intentaba interesarme por lo que leían mis alumnos en aquellas horas de lectura libre que les dejaba para que leyeran sus libros preferidos. A lo largo del curso observé que leía Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, El idiota, Los demonios y quizá Memorias de la casa muerta. Leía con una concentración intensa. Se pasaba la hora de lectura totalmente inmerso en la novela, como si el tiempo estuviera detenido y salía lentamente cuando sonaba el timbre o el profesor interrumpía la actividad para decir algo sobre algún trabajo pendiente.
Años después leí Mi hermano el idiota del español Michel del Castillo. Me lo recomendó mi amigo Juan Poz. El protagonista, abandonado por su madre y huérfano de padre, vivió los terribles años de la posguerra exiliado en Francia, deportado en la Alemania nazi y recaló en su adolescencia en aquellos oscuros y tristes internados de la España del franquismo, además con el agravante que era hijo de republicano. Allí un profesor frustrado y alcohólico, que se encariñó con él, empezó a facilitarle libros de Dostoievski, con los que el muchacho se sintió profundamente identificado en esos años dolorosos y de extrema soledad.
A veces me pregunto por qué leemos, y me viene la imagen de aquel muchacho solitario, Daniel, que leía, igual que Michel del Castillo, para escaparse de la soledad, para huir de unas condiciones opresivas y amargas.
Al año siguiente, Daniel ya no estaba en el instituto. Me quedé con las ganas de hablar con él, pero no quise forzar aquel cerco de silencio que había en torno de él.
Por aquel tiempo, Michel del Castillo respondía a una extrevista de Feliciano Hidalgo (1981) sobre el papel de la cultura. Decía así el autor nacionalizado francés:
“Ante la fragilidad del mundo en el que vivimos y ante la fragilidad igualmente de la cultura, cuando se es un hombre angustiado, como lo soy yo, una de dos: o decide uno suicidarse, o hay que creer en la perennidad de la inteligencia, del humanismo, del amor, de la cultura en suma”.
No sé por qué cuando pensaba en el tema del siguiente post, me vino a la memoria la historia incompleta de aquel muchacho que leía a Dostoievski a sus quince años. Algún día me gustaría recuperar a modo de libro de memorias docentes la semblanza de aquellos muchachos o muchachas que se me han quedado impresos profundamente y de los que aún muchos años después sigo viéndolos sentados en la clase como en una foto detenida.
Querría que en ellos jugara un papel fundamental el humanismo, la inteligencia y el amor a la cultura. Y a ser posible que sigan leyendo a Dostoievski. O que sean apasionados del surrealismo, o se hayan orientado, como alguno de ellos hacia el veganismo. El caso es trascender este círculo de banalidad que impregna nuestra época.