El ser humano del siglo XXI está ahíto de imágenes y de
palabras. La saturación es demoledora. Nuestra mente soporta centenares de
miles de imágenes cada año, no sé si millones, por todos los medios de
comunicación social, los tradicionales a los que se añade la potencia
irrefrenable de internet. A estas imágenes van unidos mensajes visuales o
escritos que circulan por doquier. Un ciudadano recibe continuamente dosis
abrumadoras de información de todo tipo. Alguna, la menos, relevante, y la
inmensa mayoría, banal o trivial. Pura espuma sin ninguna significación. Muchos
estamos atados a las redes sociales por donde circulan miles y miles de
mensajes cada día. Recibimos anécdotas, fotografías impactantes, vídeos
truculentos, mensajes de solidaridad con alguna causa o simplemente cadenas
virales que no permiten discernir su veracidad. Muchos mensajes son contradictorios con otros,
pero nuestro cerebro ya no puede procesar tanto dato y se pierde en esa marea
que se desborda por encima de nuestros límites.
Imágenes totalmente estúpidas y sin ningún valor se mezclan
con otras que denuncian tragedias de nuestro mundo, tragedias a las que cada
vez prestamos menos atención. Sabemos a ciencia cierta que el cambio climático
es ya irreversible, que la biodiversidad está amenazada gravísimamente, que los
mares se deterioran, que la pesca va a desaparecer por la sobrexplotación de
los océanos, que los bosques van menguando, que los pueblos indígenas están
siendo aplastados, que la desigualdad en el mundo no hace sino crecer, que
millones de niños son esclavizados para producir nuestros elementos del primer
mundo, que los refugiados de Siria y de otras partes del planeta son cada vez
más y están en peor situación, que África se muere por el cambio climático y
por las dictaduras en connivencia con el primer mundo, que millones y millones
de mujeres son violadas en zonas de guerra, que no hay planeta para aguantar el
consumo del primer mundo, que aumenta en nuestra sociedad la soledad de los
ancianos, la pobreza de los niños, el creciente uso de antidepresivos para
aguantar el ritmo a que vamos, la situación de paro de muchos que pierden todo,
que nuestras sociedades están en manos de unos poderes sobre los que no tenemos
ningún control, y que la democracia es una estafa (o así lo sentimos al
advertir a quién protege y a quién castiga).
El ser humano del siglo XXI se siente impotente y
desbordado. Elige una buena parte el olvido, la distracción, la banalidad, la
nada que nos distraiga del sinsentido, de la injusticia. No podemos procesar
muchos ciudadanos una situación planetaria de real emergencia y nos centramos
en lo más cercano, poniéndonos gafas de sol que nos tapen el horizonte de
negruras insospechadas y de amenazas apocalípticas. Así reacciona la mayoría,
incapaz de entender demasiado qué está pasando e intuyendo que en realidad el
gobierno no sabe nada, salvo defender los intereses de esos poderes que son los
que controlan la realidad mientras saben que debemos mantenernos ofuscados,
distraídos, tratados con soma para
adormecer nuestra angustia y nuestras ansias de rebelión. Sabemos que mejor es no pensar, o pensar en
cosas cercanas, las que están en nuestro círculo. Nada sabemos de lo que ocurre
más allá ni nos conmocionan más allá de unos instantes tragedias más o menos lejanas.
Nada dura demasiado en los medios de comunicación sin que suponga el cansancio
de los receptores. Así nos tienen inmersos en un torbellino de informaciones
cambiantes que se van sucediendo vorazmente. Y no tenemos forma de discernir
demasiado cuáles son las causas justas más acuciantes. Si esa petición que va
tomando fuerza en Change. org, si la petición de ayuda de alguna ONG de la que
formamos parte, si la PAH, si la lucha por una sanidad y educación públicas de
calidad...
Una parte de la sociedad se ha movilizado pero la gran
mayoría permanece pasiva, impotente, no sé si indiferente a lo que pasa fuera
de su casa. Es normal, los seres humanos eligen fundamentalmente su
supervivencia personal, anímica y social. Y el mundo es demasiado complicado
para saber muy bien qué hacer o qué pensar.
Nunca el ser humano ha estado expuesto a tal cúmulo de
información y éste ha de insensibilizarse necesariamente ante la palabra y la
imagen. Nada le conmociona demasiado, nada dura excesivamente, todo es
evanescente, necesita además el cambio continuo para mantener su nivel de
atención en ese torbellino que lo devora.
Observo a mis alumnos de doce años, muchachos fruto de ese
sistema. No muestran inquietudes sociales. Son pequeños. Pero sí sienten la
situación de sus casas, de sus economías y saben que están en crisis. Pero de
esa suma de situaciones particulares no surge una conciencia compartida, cuesta
hacerles emerger a ellos o a sus compañeros mayores a que hay un grado más alto
de conciencia planetaria que va más allá del individuo o de su casa.
Nos cuesta a todos.