Con motivo de la concesión del premio Cervantes a Juan Goytisolo, compré una de sus obras más comprometidas, el Cuaderno de Sarajevo, en que narra a
modo de ensayo de denuncia la situación de la población bosnia durante el sitio
que sufrió entre 1992 y 1995 por el ejército serbio comandado por Radovan Karadzic. Goytisolo estuvo en esta ciudad sitiada en varias ocasiones viendo
cómo caían los obuses contra la población civil y los francotiradores
disparaban contra mujeres y niños desde las colinas circundantes desde las que
dominaban la ciudad, la bella Sarajevo
que había sido sede de los Juegos
Olímpicos de Invierno en 1984 tras la muerte de Tito.
La brutalidad y el ensañamiento contra la
población inerme por parte del ejército serbio que practicaba la limpieza
étnica fue estremecedora, pero la comunidad internacional observó sin
intervenir los ataques. Las fuerzas de la ONU,
UMPROFOR, eran los garantes de la
seguridad de los enclaves musulmanes pero, temerosas por su propia seguridad, eludieron su responsabilidad y favorecieron la
matanza durante años de los habitantes de Sarajevo
y de muchas otras ciudades y aldeas pobladas por musulmanes o serbios tibios
que fueron arrasadas por la artillería serbia lo que provocó miles de muertos
con el asesinato y violación selectiva de mujeres y niños.
Sarajevo representaba la convivencia pacífica y armónica de todas las
culturas y tradiciones, bosnios musulmanes, bosnios serbios y bosnios croatas,
lo que es decir de musulmanes, ortodoxos y católicos. La paranoia psicopática
del antiguo comunista Slobodan Milosevic,
para crear una Gran Serbia,
repartiéndose con Croacia a Bosnia Herzegovina, llevó a la
desmembración de la Yugoeslavia
multiétnica.
Han pasado veinte años y ahora vuelvo a
aquel tiempo en que contemplábamos en el telediario cada día las atrocidades
sobre la población de Sarajevo ante
la inacción de la ONU, la OTAN, Estados Unidos, Francia y Reino Unido que aprobaron un embargo de
armas para la república de Bosnia
que solo imploraba que la defendieran o que la dejaran defenderse. Fue inútil. Bosnia fue una pieza intercambiable que
fue aplastada con un enorme dolor humano ante la cobardía de occidente que no
quería meterse en aquel avispero ni provocar a Milosevic, un hombre enfermo mental cuyos padres se habían
suicidado, además de un tío carnal.
Repaso mi agenda de aquel tiempo y
observo que el que era yo estaba muy ocupado en planes de boda para
estremecerse demasiado por lo que sucedía en Bosnia o lo que sucedió también en 1994 en Ruanda que en unos meses
fueron asesinados aproximadamente un millón de tutsis. Yo era un ciudadano
europeo normal que veía las catástrofes ajenas muy lejos de mí, aunque lo que
sucedía estaba a dos horas de
viaje en avión. Fueron las peores matanzas que tuvieron lugar en suelo europeo
tras la segunda guerra mundial. Culminaron el 11 de julio de 1995, el día de mi
cumpleaños, con la masacre de 8300
musulmanes en Srebrenica, población
que estaba bajo la protección de fuerzas holandesas. El asesino al mando de los chetnik (patriotas serbios) era el general Ratko Mladic, un héroe nacional serbio. Yo asistí casi indiferente
a lo que pasaba allí. Cierto que la televisión nos ofrecía imágenes impactantes
de todo lo que allí sucedía, pero como buen burgués veía aquello como
enfrentamientos étnicos en que todos cometían atrocidades y me lavaba las
manos. Puedo incluso datar donde estaba aquel once de julio de 1995: estaba en
la isla Graciosa, junto a Lanzarote, pasando diez maravillosos
días de paz en la isla desértica que tanto me enamora. Leía a Galdós pues estaba siguiendo unos
cursos de doctorado en la UAB sobre el escritor canario. Comía ese delicioso
pescado que son las viejas, acompañado de mojo verde y papas arrugadas, con
algún espléndido vino blanco canario.
No sé muy bien qué conclusión sacar de
este artículo. Hice como la inmensa mayor parte de los buenos ciudadanos
europeos: asistir impávido al escenario de la destrucción de la convivencia
interétnica en Bosnia y permitir la
creación de estados racialmente puros. Recuerdo que hacia 1991 la idea de
limpieza étnica todavía me horrorizaba y escribí sobre ello, pero mi
sensibilidad se embotó a base de hacerse habitual. Hacen falta cifras
espeluznantes de víctimas para sacarnos del sopor y de nuestras buenas
digestiones.
Nuestra capacidad de atención es
limitada. No podemos mantenerla demasiado tiempo y menos cuando el asunto es
complicado. Juan Goytisolo estuvo en
Sarajevo junto a Susan Sontag y Annie Leibowitz acompañando a los sarajevitas en su día a día de
penalidades, obuses y francotiradores. No hubo más intelectuales que decidieran
ir a Sarajevo para mostrar su solidaridad.
Javier Solana, el político
socialista español que fue nombrado Secretario
General de la OTAN en diciembre de 1995, no se atrevió a ir a Sarajevo por no estar garantizada su
seguridad.
La lectura del Cuaderno de Sarajevo me ha despertado veinte años después. Goytisolo en él se imagina que los
responsables de aquello, es decir los buenos gobiernos occidentales y la
conciencia lasa europea, que permitieron
las masacres, algún día recibirían el oprobio público y serían puestos en su
lugar por los historiadores. Creo que su suposición es ingenua. Nadie se
acuerda ya de aquello y en todo caso no importa ya. Los criminales de guerra
fueron entregados al Tribunal
Internacional de la Haya (Milosevic,
Karadzic, Mladic) pero solo sabemos que el primero falleció, en una celda, en 2006 por una dolencia en el corazón. A su
funeral en Serbia acudieron decenas
de miles de compatriotas para despedirlo ya que lo consideran un héroe
nacional, igual que al general Mladic,
el último en ser capturado. Tanta es su estima que un 65% de los serbios han
afirmado que no lo delatarían aunque les pagaran un millón de euros para
entregarlo.
¿Y yo? Puedo comprender más la actitud
displicente de Goytisolo el día de
la entrega del Cervantes. No solo ha sido un destacable escritor sino que ha
asumido su papel de intelectual con un compromiso que no abunda para hacernos
recordar y llamarnos a asumir nuestro papel de conciencias alertas y
vigilantes.