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jueves, 12 de enero de 2006

Mi habitación


Mi habitación es normal, ni grande ni pequeña. Está bastante bien. Es el lugar preferido en mi casa. En ella paso la mayor parte del tiempo. En ella tengo todo lo que necesito para poder estar horas y horas. Mi habitación es mi rincón en el mundo, el único lugar donde solo o acompañado estoy mejor.

Está pintada de un color azul fuerte. Al fondo hay una ventana y debajo de la ventana, que da al patio, está mi escritorio donde hago los deberes. En la mesa tengo mi ordenador y justo debajo, un mueble donde tengo mis cedés y mis juegos de de PC. También tengo en la mesa mi minicadena y mi Play Station 2, que es lo que más me gusta. No necesito más. Bueno sí, mi cama de la que no he hablado. En ella hago mi actividad favorita: dormir.

En las estanterías se pueden ver la televisión, fotos y guerreros pintados por mí. Al lado de la estantería como decoración tengo posters de mis grupos satánicos preferidos: Marilyn Manson, Daft Punk, Slipknot, Mago de Oz, los demás son de coches tuning y en la puerta tengo un poster del Señor de los anillos.

Me olvidaba, también hay algunos libros que me obligan a comprar en el instituto. Son en general unos pasteles insoportables, pero yo no me los leo. Antes del examen pregunto a algún compañero que me cuente el argumento y con eso me apaño. Esta evaluación tenemos que leer un bodrio: El relato de un náufrago de un tío colombiano de cuyo nombre ya no me acuerdo. La pasada fue peor porque teníamos que leer las Leyendas de Bécquer.

Esta evaluación me han quedado siete, pero ha sido por culpa de los profes que son unos pringaos y no aprecian mis esfuerzos. Además me tienen manía. Eso se nota. Son unos amargaos. Siempre están rayando. Total, aunque me queden todas, pasaré porque este año estoy repitiendo segundo, y entonces no puedes volver a repetir.

Me encanta bajar pelis de Internet y escuchar música de mis grupos preferidos en mi reproductor de MP3 que es la hostia. Me lo han traído los Reyes.

Me paso horas y horas con el Messenger. Tengo montones de colegas que ellos sí que me entienden. Con la línea ADSL de 20 megas estoy todo el día conectado.

No sé qué quiero ser cuando sea mayor. Ni me importa. Eso sí, en cuanto pueda me compraré un coche y lo tunearé. Iré a toda pastilla con mis cristales bajados para que no me trinque la poli y la música de Slipknot a tope.

Mis padre dice que tengo mucho morro, le encanta también rayarme, que si tendré que ponerme a trabajar, que si el día de mañana… Pero si él ha pasado siempre de mí… Sólo sabe chillarme, pero ya soy más alto que él y si el chilla también chillo yo. Y tocarme, que se atreva...

Bueno esta es mi habitación. Espero que os haya gustado. Para mí no hay lugar mejor en el mundo. Me encanta.

martes, 10 de enero de 2006

Un beso

El beso, Manuel Martínez Guerra
Hoy hemos comentado en clase de tercero de ESO un hermoso poema de Pedro Salinas incluido en su espléndido libro La voz a ti debida. El poema trata sobre un beso: Ayer te besé en los labios./ Te besé en los labios. Densos,/rojos. Fue un beso tan corto,/que duró más que un relámpago… En la segunda parte del poema el poeta recuerda el beso que dio ayer: Hoy estoy besando un beso; /estoy solo con mis labios. /Los pongo/ no en tu boca, no, ya no…(…) Los pongo en el beso que te di/ ayer, en las bocas juntas/ del beso que se besaron…

Esta es la anécdota: una discusión compartida sobre un beso real y el recuerdo de ese beso. Para que entendieran lo que proponía Salinas he querido que contaran con su propia experiencia, que recordaran lo que significó su primer beso. Ahí hemos chocado civilizaciones diferentes o es lo mismo que decir que generaciones distantes. ¿Significa lo mismo un beso para ellos, como adolescentes, que lo que significaba para Salinas o para la generación de este profesor? Rotundamente no. Les he contado lo que evocaba en mí mi lejano primer beso. Se han quedado sorprendidos y boquiabiertos, de igual modo que no entendían demasiado el valor que daba el poeta al recuerdo de su beso. Según he colegido, para ellos, un beso no es algo especialmente importante. Es algo normal y cuya experiencia han vivido ya hace tiempo sin darle mayor dimensión. Ninguno ha sugerido que un beso sea algo inmenso en un momento de tu vida. Recordemos el poema de Bécquer: por un beso...¡ yo no sé/ qué te diera por un beso!

Una alumna ha comentado que la primera vez que dio un beso le dio asco y otra chica ha propuesto que si les dijera “otra cosa” seguramente le darían mayor importancia. Podemos también interpretar que hay cierto cinismo exhibicionista en esta insensibilidad colectiva hacia algo que suponía la entrada en la vida afectiva y amorosa.

Chocan la visión “romántica” de generaciones anteriores con la pragmática y realista, despojada de pudores, que se tiene ahora, en que no se presta demasiada atención al ritual de los pasos amorosos y a la contención, quizás obligada de otras épocas. Todo en lo relativo a las relaciones amorosas tiende a ser directo, sin excesiva carga poética, por no decir ninguna. No es mejor ni peor, pero es netamente diferente y les impide comprender buena parte de la literatura amorosa del pasado. La misma idea de “amor cortés”, basada en la contemplación y en la contención es un auténtico dinosaurio conceptual. Rige la ley de si puedes coger algo, cógelo y echa a correr, antes de que te lo quiten.

Recuerdo una conversación que mantuve hace unos quince años con una destacada profesional, especialista en salud mental, que había desarrollado fundamentalmente su carrera en Canada y había aterrizado en España hacía un par de años. Ella encontraba significativas diferencias entre la juventud de Canada y Estados Unidos con la española en aquel momento (1991). Veía que los adolescentes americanos estaban mucho más experimentados y quemados que los españoles, a los cuales veía como muy inocentes y románticos. Allí es como si hubieran vivido una experiencia prematura de la vida mientras que aquí se mantuviera cierta ingenuidad. Me comentaba que en una clase de una high school de Montreal, se había celebrado el divorcio de los últimos padres que continuaban juntos.

Mirado ahora en perspectiva, nos damos cuenta de que nuestros jóvenes han “avanzado” en ese camino de pérdida de la inocencia en cuanto al avance de sus primeras relaciones sexuales (13-14 años), la introducción en el mundo de las drogas, pertenencia a familias separadas o distintos grados de desestructuración familiar. Es un proceso que no tiene vuelta atrás. Cuando la inocencia se pierde no se vuelve a recuperar.

Como dato curioso, la profesional citada también comentaba que observaba una diferencia entre las personas mayores de treinta años. En América se era mucho más optimista que en España, en que a partir de cierta edad se tendía a ver el mundo desde los ángulos más oscuros. Algunos han sugerido que a partir de dicha edad, el español tiene siempre, en su pensamiento, a la muerte. Esperemos que nosotros aumentemos en optimismo, igual que nuestros jóvenes lo han hecho en experiencia de la vida.

sábado, 7 de enero de 2006

La expresión de los sentimientos


Uno de los ejercicios de lengua más gratos y agradecidos es proponer a los alumnos de tercer curso de la ESO que reflexionen sobre los sentimientos humanos, que verbalicen su mundo sentimental. La adolescencia es una etapa tormentosa y en ella se mezclan y entrecruzan contradictorios estados de ánimo que conviene distinguir y analizar. El lenguaje -ese instrumento tan resbaladizo y difícil de dominar- les sirve para intentar exponer qué piensan sobre sentimientos positivos como el amor, la amistad, la felicidad, el compañerismo, el idealismo, la fidelidad, la confianza, la compasión, la sorpresa... y también sobre otros más oscuros como la tristeza, la envidia, el odio, el rencor, el miedo, la violencia, la desesperación... También otros como la impotencia, la apatía, el desánimo, la angustia.

Cada semana corresponde describir y analizar un sentimiento de los citados. Lo pueden hacer desde un punto de vista objetivo o subjetivo, como prefieran. Pueden hablar cómo se manifiesta el sentimiento en ellos, o pueden partir de un planteamiento más teórico. No a todos les resulta tan fácil de verbalizar lo que pasa en su interior. Ni es sencillo de expresar ni de describir. Otras veces prefieren recurrir a una historia para intentar comunicar sus pensamientos.

El primer objetivo del ejercicio es la definición o acotación del sentimiento. No es tarea fácil y para ello les aconsejo que se dejen orientar por los diccionarios que les ofrecen un proyecto de definición de cada uno de estos sentimientos o afectos del "ánima". Las definiciones de los diccionarios a veces no son coincidentes y dan origen a complejas disquisiciones. Ello fomenta la abstracción, alejarse de lo cotidiano y practicar la distancia intelectual.

Por ejemplo, tomemos uno de los sentimientos que más les suele motivar: la amistad. Todos aprecian ese sentimiento porque "todos" necesitan a un amigo que sobre todo les comprenda y que les apoye sin reservas. Eso es esencial para ellos. Ser comprendidos es fundamental en su vida y más en ese proceso de cambio extraordinario que supone la adolescencia.

Un diccionario de primaria define la amistad así: relación que existe entre dos personas que se tienen cariño y simpatía. . Una definición sencilla. El diccionario de la Real Academia la define, entrando más a fondo: afecto personal, puro y desinteresado, ordinariamente recíproco, que nace y se fortalece con el trato. Esto ya nos plantea algunos interrogantes cuando define la amistad como afecto puro y desinteresado porque ya sabemos con la perspectiva más adulta de la vida que eso no es fácil de conseguir. La amistad muchas veces es un sentimiento contradictorio y complejo y no excluye la rivalidad ni la envidia. Nos dice también que es un ordinariamente recíproco. ¿Acaso la amistad es tal si no es recíproca? Sabemos que como en el amor, siempre hay uno que ama más que el otro, rara vez hay un equilibrio exacto en la amistad o el amor. El diccionario Julio Casares dice así: afecto entre personas, puro y desinteresado, que nace de la mutua estimación y simpatía. Añade un aspecto importante: que nace de la mutua estimación y simpatía, es decir, que la estimación y simpatía son la base de la amistad.

Ya tenemos un caudal importante de ideas para reflexionar en clase sobre ellas. El diccionario de María Moliner lo plantea de otro modo. No da una definición canónica sino que nos muestra su uso: Anudar, entablar, hacer, trabar, cultivar, frecuentar, mantener, romper una amistad. Todos ellos nos señalan fecundos problemas sobre los que podemos reflexionar. ¿Qué es cultivar una amistad? ¿Cómo se hace? ¿Qué implica? ¿Qué es romper una amistad? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo se llega allí?

Este es el sistema. Cada semana hay una serie de aportaciones muy diversas sobre cada sentimiento. Las comentamos y reflexionamos sobre ellas. La mayor parte de las veces nos damos cuenta de que los sentimientos son muy ricos y complejos y que muchos de ellos se implican unos a otros. La impotencia y la angustia suelen ser los motores que hay detrás del miedo, y el miedo conecta con la agresividad y la violencia.

El hecho mismo de dar forma, de intentar definir, procurar entender un sentimiento, supone una reflexión sobre ellos mismos. No todos tienen la misma capacidad de observarse. Las chicas están más predispuestas a hacerlo. Los chicos suelen ser menos reflexivos, menos observadores de su interior. Viven más en el exterior de las cosas. Experimentan los sentimientos pero les resulta más embarazoso desarrollarlos y exponerlos, lo que requiere un intento de comprensión.

José Antonio Marina en Aprender a vivir nos anima a fomentar esta reflexión sobre el lenguaje y el mundo emocional. Es imprescindible enseñar a los niños y adolescentes el lenguaje de los afectos y de los sentimientos, porque si no el mundo puede llegar a ser una bomba de relojería. Si un niño, una persona, no sabe lo que siente -y para saberlo ha de ser capaz de formularlo lingüísticamente- su conducta puede acabar siendo errática e imprevisible. Tan imprevisible que puede desembocar en la intolerancia, la agresividad y la violencia injustificadas. Muchas veces sabemos que detrás de estas manifestaciones negativas está el miedo y más atrás la ignorancia.

Sigue diciendo el filósofo J.A. Marina que si los niños son capaces de hablar de los sentimientos en primer lugar se tranquilizan. Pueden llegar a saber lo que les pasa, a conocerse mejor y a establecer una mejor relación con el medio -concluye Pere Pena, autor del citado hace unos días Generació L.

A partir de navidad iniciamos nuestro itinerario sentimental. Ya lo iremos comentando.

martes, 3 de enero de 2006

Phuket


He de reconocer que tras tres meses de estancia en Indonesia, mi llegada a Thailandia fue un apendice enojoso. Me había sentido tan invadido por la cultura indonesia que me resultaba fatigoso pensar ahora en términos de otra diferente. Mi llegada a Bangkok fue un restallido en la dirección contraria. Ahora fue Thailandia la que me sedujo, aunque no pudiera penetrar en su idioma, mucho más complejo y alejado que el malayo-indonesio que había aprendido. El thailandés es un idioma tonal, lo que lo hace mucho más difícil, así que tuve que desenvolverme en inglés y francés, en ocasiones.

Estábamos cerca de la navidad. Yo no seguía en absoluto las noticias de España ni del mundo. La prensa no me llegaba. No me había enterado del asesinato de Indira Gandhi, ni me importaba un carajo la campaña en España sobre el referéndum de entrada en la OTAN. Este es uno de los privilegios del viajero: olvidarte, en parte, de tus coordenadas culturales y sumergirte en otras, sobre todo si viajas a países alejados en el espacio y en distintas concepciones sobre la vida.

Después de Bangkok ¿qué? Me hablaron de Koh-Samui, de Ko-Sameth, de Phuket... Nadie me habló de las islas Phi-Phi, que debían ser materia de conversación para viajeros más experimentados. Durante décadas hubo un pacto de silencio para no darlas a conocer demasiado. Era un paraíso que rompió la película La playa de Leonardo di Caprio. Me decidí por Phuket. Tomé un autobús que en un largo día de viaje me llevó hasta la isla, que más parecería una península, por el estrecho brazo de mar que la separa del continente. Llegué a la playa de Nai Harn un atardecer. Estaba confuso. En el autobús hice amistad con dos franceses, René y Paul. Uno de ellos, René, era pintor. Era de noche. En diciembre atardece sobre las siete de la tarde. El tiempo era cálido pero no húmedo. Buscamos una cabaña donde dormir y René y yo tuvimos que compartir habitación. Fuimos a cenar. Pedí una sopa de pescado agripicante y un plato de pescado con curry. Llevaba sin fumar cuarenta y cinco días. Lo había dejado en Balí, y no tomaba cerveza hacía varias semanas, pero aquella noche fue especial. Me tomé una gran cerveza y un cigarro que no me sentó demasiado bien tras cinco semanas de tener los pulmones limpios. Algunas muchachas de cabellos y ojos tan negros como la noche que nos envolvía nos miraban en silencio. Una tenía un gesto cansado, mientras que otra tenía la mirada dulce. Su piel oscura era extremadamente brillante y suave. Luego me enteré de que el alquiler de algunas cabañas incluía, si lo deseabas, una de estas muchachas durante los días que estuvieras alojado aquí. Vivían contigo a cambio de la manuntención y una pequeña compensación.

René me explicó, durante la noche en qué consistía su profesión de pintor. Era un pintor "de pega". Realizaba marinas o paisajes de montaña en serie que luego vendía a los turistas. Ello le permitía viajar durante seis meses al año, su auténtica pasión.

Los días en Nai-Harn fueron inolvidables. La playa no estaba demasiado concurrida, sus arenas eran blancas y estaban flanqueadas por palmeras cocoteras. Por la mañana en un estado próximo al de un niño, jugaba con las olas durante horas. Eran lo suficientemente fuertes como para que fuera divertido disfrutar de su fuerza y dejarte arrastrar, pero no como para causarte ningún peligro. Todo en Nai Harn era suave: la playa, el paisaje, el carácter amable de los thailandeses, el ánimo de los viajeros occidentales...

Una mañana, una barca alargada nos llevó hasta la cercana isla de Ao Rawai. Parecía desierta. Era una mañana de sol radiante y cielo azul majestuoso. Nada había que me preocupara. Nos quedamos René, Paul y yo, en una playita, situada al este, de unos trescientos metros de largo. La arena era blanquísima y estaba bañada por un mar de aguas azul turquesa, absolutamente transparentes. Todo era leve e ingrávido. Pocas veces en mi vida he sentido con tal fuerza la pasión de vivir, tal estado de felicidad... Me tumbé desnudo sobre la arena con los pies bañados por las olas suaves que llegaban hasta mí, acompasé la respiración y sentí el aire que me rodeaba. Me di cuenta de que estaba rodeado por los cuatro elementos: el aire que me envolvía, la tierra que me sostenía, el agua del mar de Andaman y el fuego abrasador, pero suave, del sol que nos acariciaba. Sentí algo próximo al éxtasis, al fuego intenso de vivir. No sé el tiempo que pasó. Nos levantamos. Yo me adentré en la jungla que nos rodeaba. La isla estaba cubierta totalmente por la vegetación. Había un camino que llevaba al otro lado de la isla. Lo seguí en solitario. Iba descalzo y ni me enteraba de las piedras. Me gustaba el dolor que me producían. Formaba parte del conjunto.

De pronto, vi una muchacha de unos dieciocho años a unos veinte metros delante de mí. Llevaba un sarong que le cubría las piernas pero sus pechos estaban descubiertos. Me quedé admirado, casi atónito. El largo cabello negro de la muchacha le caía sobre los hombros. Tenía un tipo espigado y esbelto. Sus pechos oscuros me fascinaban. Llevaba tres meses y medio en el sudeste asiático y creo que la "enfermedad" maravillosa del deseo se había apoderado de mí. La fui siguiendo, cada vez más excitado. El camino daba vueltas y la perdí de vista varias veces. Creo que sentía dolor físico del deseo intenso que me dominaba. Fuimos cruzando la isla hasta el arenal que se extendía al otro lado. La muchacha se había adelantado. Lo que llegué a imaginar ante su figura atractiva y espigada... Sin embargo, cuando llegué al otro lado no estaba. La busqué en todas las direcciones. No había ningún sitio donde ella pudiera haberse quedado, el final del sendero acababa allí. No estaba, se había esfumado en el aire. La playa estaba desierta...

Volví corriendo cuando me convencí de que al otro lado no había nadie. Se lo conté a mis compañeros que no me creyeron demasiado. Luego lo comenté en Nai Harn, a la dueña de mi cabaña. Me dijo que era imposible, que en Ao Rawai no vivía nadie y que ninguna chica thailandesa iría con los pechos descubiertos... Eso lo hacían las turistas occidentales pero ellos tenían un sentido del pudor que se reservaba para la intimidad. Era absurdo, allí no había ninguna muchacha, pero yo la había visto claramente. Aún hoy, veintitantos años después sigo viéndola y recuerdo su rostro. Podría dibujarlo.

Esa tarde me senté frente a la puesta del sol. La playa estaba orientada al oeste. Nunca había visto un ocaso tan esplendoroso. En el trópico los atardeceres son espectaculares pero muy rápidos. Aquel duró unos veinte minutos, que viví intensamente. Las combinaciones de colores eran desconocidas para mí. No he visto cielos tan hermosos en ninguna otra parte del mundo salvo en Alaska, pero aquí la sinfonía de colores era totalmente distinta.

Todas estas playas fueron barridas por el tsunami de la navidad de 2004. Desde aquí quiero evocar aquellos días azules y felices que viví frente al mar, jugando con las olas y siguiendo a muchachas imposibles que algunas noches de tormenta aún siguen apareciendo en mis sueños.

viernes, 30 de diciembre de 2005

Bangkok


Llegué a Bangkok tras varios meses en Indonesia. Se aproximaba la Navidad. En Europa reinaba el invierno mientras que en Thailandia estábamos en una época calurosa y húmeda. Mi primer encuentro con la ciudad fue emocionante. ¡Qué belleza de ciudad comparada con las destartaladas ciudades indonesias! Bangkok recibe en nombre de Krungthep que quiere decir “la ciudad de los ángeles”. Es la moderna Aytthaya, antigua capital del reino.

Pasear por sus calles es sumergirte en un río humano, incesante y caótico, lleno de brillantes espectáculos visuales y aromáticos. Las arterias principales tienen un tráfico muy intenso. Los tuk-tuk llevan viajeros a todas partes de la ciudad. Son taxis pequeños en los que vas tragando el humo de todos los tubos de escape. La multitud te rodea por doquier y en cualquier parte se vende cualquier cosa. Es una ciudad esencialmente comercial, como todas las ciudades orientales; llena de vida y de humanidad como la que hace tiempo que hemos perdido en nuestras ordenadas y aburridas ciudades occidentales.

El río Chao Praya vertebra la ciudad. Tiene un sistema de subcanales donde viven decenas de miles de personas en pequeñas barcas y donde hay mercados flotantes donde se pueden comprar alimentos. Del mismo modo, se puede alquilar un taxi para visitar la ciudad acuática.

Conocía a Chinda durante mi visita al Wat Phra Kaew, el buda esmeralda, el más preciado de Thailandia. Chinda era un novicio budista que estudiaba en un monasterio, cercano a Bangkok. Nos hicimos amigos y me acompaño varios días en mi visita a la ciudad infinita, llena de templos, templetes, imágenes de buda, stupas dorados, palacios reales... Hablábamos en inglés. Chinda tenía catorce años y vestía con la característica túnica azafrán y llevaba la cabeza rapada. Hablamos de nuestros modos de vida. Él estudiaba en el monasterio desde que tenía seis años. Cuando tuviera dieciocho tendría que tomar la decisión de seguir y ordenarse como monje o dejar su vida monacal e integrarse en la vida normal. Para él era una decisión crucial. Yo le provocaba cuando veíamos a algunas muchachas y le preguntaba si no le gustaban. Él se sonreía y me hacía con un gesto que era mejor no hablar de ese tema. ¿Pero te gustan o no? Sonreía y me hizo el gesto que sí, que le atraían pero que no debía pensar en eso.

Chinda y yo hablamos de las “cuatro nobles verdades” que fundamentan el budismo, transmitido desde Buda, “el iluminado”. El budismo se ha preocupado esencialmente por el sufrimiento y las causas que llevan a él. No se ha interrogado sobre cuestiones trascendentales ni metafísicas. El budismo es esencialmente práctico y no se pregunta sobre la existencia de Dios o la vida después de la muerte. Son cosas a las que no tenemos acceso por lo que no tiene sentido planteárselas. La verdadera y única cuestión fundamental del budismo es el sufrimiento y las vías que podemos recorrer para hacerlo cesar.

Según las eseñanzas búdicas, toda existencia es sufrimiento. No podemos evitarlo. Forma parte inevitable de la vida. La causa del sufrimiento proviene del deseo o apego y la ignorancia. Es decir, la búsqueda del placer, el sentirse superior a los demás seres, la envidia de ver que alguien es superior o mejor en algo te llevan a sufrir. Sin embargo, todo es impermanente y todas las cosas de este mundo son interdependientes. La liberación no puede venir sino del "no apego", del abandonar el deseo que causa insatisfacción. La verdad última es el vacío, la sabiduría de la vacuidad, todo es ilusión, los sucesos, los deseos no tienen sustancia, por lo que es inútil apegarnos a ellos. Este es el verdadero corazón del Dharma.

El camino que lleva a la cesación del sufrimiento es el octuple sendero: la comprensión correcta, el pensamiento correcto, la actitud correcta, la palabra correcta, la acción correcta, la ocupación correcta, el esfuerzo correcto y la concentración correcta. Desear tan sólo el propio despertar. Es el llamado “camino de en medio”.

Chinda y yo no hablábamos de esto más que a breves retazos. Él era esencialmente un adolescente risueño y divertido que me fue enseñando la ciudad. Me impresionaron muchas cosas pero en especial el gigantesco buda reclinado que expresaba una extraordinaria serenidad lejos del Cristo sufriente y doloroso que es la base de nuestra civilización cristiana. Un día me propuso ir a conocer a su maestro. Acepté y me llevó en autobús a su monasterio, un lugar de concentración y meditación donde sonaban gongs y sonidos armoniosos de metal y madera que marcaban el discurrir de los ritos y las horas. El aire agitaba colgantes que hacían que el espíritu se hiciera sensible. Su maestro me enseñó a practicar la meditación en el templo. Estuvimos sentados "en medio loto" durante una hora. No puedo decir que me concentrara demasiado. Los pensamientos me asaltaban continuamente. Me dijo que los dejara pasar, eran nubes que atravesaban la gran montaña inmóvil, eran olas en la superficie cuando el fondo estaba en calma, debía concentrarme en el aquí y en el ahora, dejar pasar, todo es ilusión…

Mi estancia en Bangkok en esta ocasión estuvo entrañablemente unida a la persona de aquel muchachito que me dio su afecto y amistad, Chinda. No sé si se habrá convertido en monje o habrá dejado la vida monacal. No sé, que sea lo mejor para él. Los monjes en Thailandia son mantenidos por la comunidad. Salen por la mañana con sus escudillas para que la gente les dé comida. Es su única alimento durante el día. El pueblo de Thailandia mantiene a sus monjes porque son la columna vertebral de su espiritualidad, son como el alma de su sociedad.

Otra costumbre terrible es que en muchas familias de las montañas, una hija es vendida como prostituta a los burdeles de Bangkok y otro hijo es destinado a monje. Es la pobreza la que causa esta dualidad. En thailandés “prostituta” no tiene un significado negativo. Significa “la que trae comida a casa”.

Chinda, donde quiera que estés, te deseo que tu camino sea iluminado por esas cuatro nobles verdades que me explicaste. Yo a mi manera también las he buscado. Durante varios años practiqué zen e intenté comprender la imagen de la montaña atravesada por las nubes. Nada tiene consistencia. Nos aferramos a las ilusiones y estas nos causan dolor. Es la rueda del karma.

miércoles, 28 de diciembre de 2005

Balí


Con acento en la i, no al modo inglés con que es conocido. Como no puedo viajar en estas vacaciones y para relajarme rememoro retazos de viajes que hice en el pasado, que siguen estando frescos en mi retina.

Mi estancia de casi un mes en Balí fue de lo más sereno en mi viaje a Extremo Oriente. Un viajero va demasiado deprisa, no tiene tiempo de armonizarse con el tiempo de las regiones que pisa. Nunca he querido irme a un país lejano para una estancia de una semana. Sé que es imposible adquirir mínimamente el sentido del tiempo necesario para intentar comprender algo de la cultura que visitas. El turismo es demasiado rápido y superficial.

¿Qué recuerdo de Balí? El cultivo en terrazas curvas y sus arrozales perfectos de un equilibrio y proporción bellísimos. En ellos se reflejaban las altísimas palmeras al atardecer cuando las mujeres iban a los ríos para bañarse. Las normas de buen comportamiento dictaban no hacerles fotos en esos momentos íntimos. Recuerdo las ofrendas matutinas a los dioses. Toda la isla se llenaba de pequeños cestillos de palma con pequeñas cantidades de arroz o de dulces que luego las gallinas picoteaban. Recuerdo las ceremonias nocturnas e infinitas en los templos, lugares de convivencia y relación con los dioses. Todo era relajado en Balí. No te sentías extraño en ningún sitio. En todos eras bien recibido.

El atardecer era un momento solemne tras un día de calor agobiante. Entre las dos y las cinco de la tarde era imposible moverse. Me quedaba tumbado en mi losmen pequeñito e intentaba aguantar el sudor que me cubría. Cada media hora me duchaba para aliviarme un poco. Sólo duraba unos minutos y volvías a sudar. Al atardecer salías a dar un paseo por la playa bajo los cocoteros y charlabas con los suaves y amabilísimos balineses.

Imagino que sabéis que Balí es un reducto hindú en medio de un mar islámico de casi doscientos millones de musulmanes. La comunicación era fácil y distendida. Yo había estudiado indonesio varios meses antes de ir allí, y tuve ocasión de perfeccionar el bahasa indonesia con mi diccionario y las continuas notas que tomaba de mis conversaciones con ellos. Siempre tenían ganas de hablar y la fórmula de intercambio era siempre muy parecida. Había unas cincuenta preguntas que eran previsibles y cuyas respuestas ya conocías perfectamente. Yo era "guru kesusastraan" o lo que es lo mismo que "profesor de literatura" ¡Qué tiempos aquellos en que todavía podías considerarte profesor de la materia más hermosa!

Al atardecer una tarde me senté a observar la puesta de sol. Enseguida acudieron a la playa de arenas blancas varios muchachos que se pusieron a hablar conmigo. Era imposible estar solo y menos si se daban cuenta de que hablabas su lengua. Incluso incorporé rudimentos de balinés para hacérmelos más cercanos. Eran otros tiempos y lo primero que aprendía era cómo decir "te quiero". No sé qué esperaría de semejante frase... Una tarde, como decía, vinieron algunos muchachos de cabello muy negro, vestidos con sarong y el pecho descubierto. Uno de ellos era pescador. Charlamos y nos caímos bien. Ni he olvidado su nombre ni la aventura que vivimos juntos. No sé si llamarla aventura o una auténtica vergüenza para mí. Era pescador y me invitó el día siguiente a ir a pescar con él en su barca. He de decir que estábamos al norte de Balí en una playa llamada Lovina Pantai. Era un lugar maravilloso y alejado de los emporios turísticos masificados como Kuta o Legian Beach, que no llegué a pisar.

El pescador, Rahul, vino buscarme al atardecer siguiente. Su barca era estrecha y como de unos cuatro metros de longitud. Se apoyaba sobre cuatro grandes travesaños que se equilibraban luego con unos maderos a modo de flotadores. Son como las típicas barcas polinésicas. Salimos hacia las nueve. El sol teñía el mar con sus últimos estertores. Rahul iba remando y yo charlaba con él. Imagino que esperaba que yo le atrajera la suerte en la pesca. Lo que pescara aquella noche sería lo que serviría para dar de comer a su familia al día siguiente, bien comiéndolo o vendiéndolo. Me ofreció enseguida pan y cigarrillos de clavo kretek. Lo del pan es extraño porque es carísimo y no es una comida habitual entre los balineses. Ellos, como todos los indonesios, comen arroz y no pan. ¡Lo había comprado para mí! Se había desvivido para que yo estuviera bien. Nos alejamos dos o tres kilómetros de la playa y la barca se estabilizó. Para complacerle fumé varios cigarrillos y comí de aquel pan que era el mayor regalo que podía hacerme. El pan era gomoso. Mezclado con el tabaco y el movimiento continuo de la barca hizo que me sintiera mal. Tenía el estómago revuelto y empezaba a marearme. Me enseñó cómo pescar. Era sencillo. Se trataba de tirar el anzuelo con cebo y con la mano sostener el sedal. No había caña. Pasaríamos varias hora así. Rahul era extremadamente amable conmigo. Me dio todo lo que tenía, pero yo estaba terriblemente mareado. Intenté mantener el tipo y durante dos horas interminables tiré mi sedal al mar sin conseguir pescar nada. Volví a fumar a ofrecimiento suyo, pero ya mi organismo estaba muy alterado y me puse a vomitar en el mar. Fue una imagen patética. Rahul me miraba desolado y sorprendido. ¡Vaya turista inútil que me ha caído! No pude luego hacer otra cosa que tumbarme en la barca intentando que el mareo se me fuera pasando. Notaba el movimiento de la barca. El mar estaba en calma pero, a pesar de ello, me seguía revolviendo el estómago. Abría los ojos y le veía a él procurando pescar alguna pieza bajo la luna casi llena que nos iluminaba. Creo que le di mala suerte. Fue una noche aciaga para él y para mí.

Sobre las cuatro se decidió volver a la costa remando. Volvimos en poco más de media hora. No estábamos lejos. Recuerdo que le indiqué adonde debía dejarme, y entonces me asaltó la duda más inquietante. ¿Debía darle algo de dinero? ¿Debía compensarle por lo amable que había sido conmigo? Me dije -no sé si muy acertadamente- que no le daría nada. Entonces sería como haber comprado su amabilidad y gentileza, aunque la valoración del dinero era totalmente diferente para él y para mí. Una noche en un losmen valía 160 pesetas. El cambio en dolares nos era muy favorable. Indonesia era un país muy barato. Haberle dado unos centenares de rupias no me habría supuesto prácticamente nada y para él hubiera sido una cifra considerable, pero "no quería pagarle", no quería compensar su bondad. No quería entrar en el juego de que todo tiene su precio. Así que no le di nada. Luego lamenté no haberle localizado al día siguiente para hacerle algún regalo. No sabía cómo encontrarlo. Siempre me ha quedado de esta noche un sabor agridulce.

No sé por qué pero creo que me equivoqué en algo.

lunes, 26 de diciembre de 2005

Samosir


Samosir es una isla que se haya en medio de un lago, el lago Toba, y que a su vez se haya en el interior de otra enorme isla, la isla de Sumatra. El lago Toba es uno de los lugares más hermosos de la tierra. Estamos a mil metros de altura sobre el nivel del mar y la temperatura es suave en invierno y en verano, a pesar de estar en la zona ecuatorial. El agua del lago está templada y es una buena idea zambullirte en ella por mañanas, cuando sales de una cabaña batak con forma de barco invertido.

Los habitantes de la zona del lago Toba son de la tribu de los batak. Hasta mediados del siglo XIX no habían sido cristianizados y practicaban el animismo. Con la llegada de los misioneros se extendió una suerte de secta protestante la Gereja Christian Batak con peculiares ritos. Sin embargo se percibe en ellos la persistencia de ese animismo que los conformó durante tantos siglos. Los batak -los varones- son excelentes jugadores de ajedrez. Es su ocupación principal, el resto lo hacen las mujeres que cuidan de la casa, los hijos y se dedican al campo.

Hay varias poblaciones en la isla de Samosir: Ambarita y Tuk-Tuk son las más famosas para los viajeros que llegan hasta aquellos pagos. Por un módico precio puedes alquilar una cabaña y pasarte unos días inolvidables rodeado de montañas y tener un lago azul bellísimo a tu disposición.

He estado allí en dos ocasiones. La primera solo. Era mi primer viaje importante en soledad. Pasaría tres meses en Indonesia valiéndome de mis propios recursos. Uno de mis objetivos iniciales era el de disfrutar de unos días en el mítico lago Toba. Viví unas jornadas intensas. La mujer que me preparaba mi colchón de escasos centímetros de grosor sobre el suelo de madera no me dijo nada en un principio. Luego me preguntó mi nombre y que cuántos años tenía, si estaba casado... Las típicas preguntas de cortesía. Yo en aquel entonces todavía era muy joven. Ella me dijo que se llamaba Rentchita. Era contrahecha. Su joroba muy marcada contrastaba con sus ojos oscuros y vivos. "No olvides mi nombre" -me dijo-. También me habló de Smiley, un batak que hacía unas tortillas de setas azules que crecían junto al lago Toba. Eran dignas de ser probadas. Varios europeos y americanos nos juntamos allí, hacíamos excursiones, charlábamos, comiamos ensaladas de frutas, montábamos en canoa... Una noche nos dijeron que había un rito animista batak. Una mujer había fallecido y se celebraría una fiesta durante la noche. Alguien propuso ir a ver a Smiley y probar las tortillas de setas azules, e ir luego a velar al cadáver de la mujer. Un norteamericano, un holandés y yo decidimos hacerlo.

La cabaña de Smiley era pobre como todas las demás. El tejado era de zinc y las paredes de madera. En el exterior había unos bancos y una humilde mesa. Smiley con una gran sonrisa nos preparó sendas tortillas francesas con un ligero color violáceo. Bebimos cerveza San Miguel, la más popular por allí. Smiley nos cantó, acompañado de una guitarra, la canción Si a tu ventana llega una paloma, Trátala con cariño que es mi persona... Reinaba un ambiente cordial y alegre, de buena camaradería. Los indonesios son abiertos y cálidos.

La aldea de la mujer muerta estaba como a unos cuatro o cinco kilómetros. Nos indicaron el camino y nos pusimos en marcha. Poco a poco el efecto de los hongos azules empezó a notarse. Era una sensación de creciente concentración en tu interior y sentías que todo lo que te rodeaba cobraba vida. Caminábamos por el bosque, los árboles y los bambúes eran altísimos y sus ramas agitadas por el viento parecían transmitirnos algún mensaje. Pensé en los modernistas y simbolistas que creían que este mundo en sus apariencias revelaba un contenido oculto que sólo los iniciados podían contemplar. Me encontraba bien pero veía que en mi ser se abrían multiples puertas y todo lo que me envolvía se comunicaba de alguna manera con lo que estaba pasando dentro de mí. Todo parecía tener un significado que iba más allá de sí mismo.

Llegamos a la aldea -he olvidado su nombre-. Sobre una especie de tarima descansaba el cadáver bellamente ataviado con tonos azules y rojos de una mujer de unos cuarenta y cinco años. Sus vecinos y familiares la rodeaban y le decían cosas que no pude entender. En Indonesia, su edad ya es avanzada. Sus hijos tenían veintitantos años y parecían, más que dolidos por su muerte, como deseosos de alentarla en el camino al otro mundo. Su marido estuvo fumando y bailando toda la noche. Se servía abundante cerveza y un licor de rosas muy fuerte. Era el alimento para la noche. Se olían los cigarros kretek en el ambiente. Están hechos a base de clavo y su fuerte aroma es inconfundible. Había una gran fogata encendida que iluminaba el rostro rígido y amarillo de la mujer. Comenzaba a oler, pero el olor de la muerte no me desagradó ni me asustó el cuadro mortuorio allí montado. Pronto, los batak, se pusieron a bailar en círculos en torno al cuerpo muerto. Una pequeña orquesta, un gamelán, tocaba con instrumentos de percusión. El ritmo era repetitivo e hipnótico. Una treintena de hombres y mujeres zanzaban a su alrededor. La escena era vista por mí como si fuera una película y yo pudiera meterme dentro. Disfrutaba de una claridad mental extraordinaria. Me puse a danzar intentando remedar los movimientos que hacían ellos con las manos y los pies. La música y el fuego, junto al cadáver, creaban una atmósfera de irrealidad que me hacía ver mi visión habitual de las cosas como absolutamente plano, como si viviera sin la cuarta dimensión. Sentí la muerte como algo que formaba parte del ciclo vital y sin el aire macabro negativo con que la contemplamos en occidente. De vez en cuando me bebía un vaso que me pasaban de licor de rosas y seguía bailando sin cansancio. Unos pastelillos dulzones fueron repartidos entre los danzantes y asistentes. Comí dos de ellos y me sentí reconfortado. Estaba sudando. Entonces tuve un presentimiento: unos ojos clavados en mí parecían atravesarme. ¿Quién era quien me miraba así? Me acerqué a la figura de mujer que me observaba. En estado de semitrance le pregunté quién era. No me contestó. Se lo pregunté tres veces. Mis pupilas estaban muy dilatadas y no la reconocía. Me enseñó por fin su joroba y entonces me di cuenta de que era Rentchita, la trabajadora del losmen donde me alojaba. Iba engalanada y sus ojos me parecieron bellísimos. Pensé si no sería ella la clave de algo que no llegaba a comprender. Durante muchos días guardé las impresiones fortisimas de aquella noche de danza ininterrumpida con el sonido del gamelán del fondo y el olor dulzón de los perfumes que habían puesto al cadáver. Todos estuvimos velando a la mujer hasta que la luna se alzó en el cielo a la misma altura que el sol. La ceremonia que había durado varias horas entonces acabó como si hubiéramos alcanzado un equilibrio necesario. En ese día la enterrarían en una tumba hasta que la construyeran una linda casita de colores que colocarían en alguna encrucijada de un camino. Toda la isla de Samosir está jalonada de pequeños habitáculos muy adornados que son la tumba de algún batak que ha fallecido. Pasé una semana en Ambarita y luego continúe mi ruta hacia Bukittinggi, el plena línea del Ecuador. Los batak son una cultura kasar, "aspera" a diferencia de los minangkabau, que son una cultura "manis", dulce, suave. Me esperaba la tierra de los hombres femeninos de ojos tiernos y mirada lánguida.

sábado, 24 de diciembre de 2005

Las islas


Se agradece la distancia, se agradecen estos días de asueto, alejado de mis pupilos… No quiero pensar en ellos. Voy a dejar de ser profesor durante unos días y me voy a sumergir en la modorra y el desvarío. No me puedo ir a las Seycheles, ni a Cayo Largo, ni a Buenos Aires, aunque ganas no me faltan. Bailaré un tango con las sombras e imaginaré ceremonias de vudú en Benin o Togo; me acercaré a las pirámides aztecas de Teotihuacan o subiré volcanes en Sumatra; me tumbaré en una playa de Balí o en Tioman, en la costa de Malasia… En esta navidad me iré al Algarve y me levantaré temprano para ir a correr junto a la orilla del mar de invierno… Asustaré a las gaviotas que se espantarán haciendo círculos; me iré a las costas de Kodiak en el golfo de Alaska donde se conservan los osos más grandes del mundo… O dormiré hasta tarde, después de noches de fuego y luna. Pasaré la tarde dormitando después de comerme una paella con vino dorado Gandesa… Jugaremos y haremos fotos que nadie podrá ver… Por la noche cenaremos en una quesería con otra botella de vino de Rioja… Leeremos abrazados una novela de Javier Marías y nos levantaremos a media noche a beber agua y a vaciar la vejiga. Soñaremos con los mares azules del Egeo, con las islas griegas, con las ciudades italianas cubiertas de luz, con las calles peligrosas de Nápoles o Central Park de Nueva York antes del 11-S… Caminaremos sin desfallecer y oiremos jazz en la calle antes de entrar en el MOMA e ir al Planetario donde Woody Allen filmó escenas de alguna película. Llegaremos hasta el barrio chino, alguien te ofrecerá un cigarro y tú no lo despreciaras. Luego te pasarás dos horas canturreando una canción de Marina Rosell: Oh, gavina voladora, que volteges prop del mar… Deambulas por calles y barrios del Downtown. Ves gente de todas las latitudes del mundo. Estás en el centro del universo. Te subes a un pedestal y te imaginas volando sobre los rascacielos como un albatros en día de tormenta… Desciendes suavemente e imaginas los mares del sur. Te sumerges en el mar y ves miriadas del peces de todos los colores entrecruzándose sin confundirse, paseas por templos javaneses y te crees invencible e inmortal. Estas en la cima del mundo. Piensas en las islas. Te gustaría vivir y morir en una isla. Del norte o del sur, te da igual.

Cuando eras niño te pasaste todo un verano leyendo únicamente La isla misteriosa de Julio Verne, una vez detrás de otra, incansablemente, y cada vez era la primera. Cuando lo acababas sentías una terrible pena, pero podías volverlo a comenzar. Era el libro infinito. Nunca se lee como a los trece años. Perder la oportunidad de leer a esa edad es irrecuperable. Sólo algún libro muy de vez en cuando nos recuerda esa sensación única de tener el mundo por descubrir. Leíste a Verne, a Salgari, a Zane Grey, a Richmal Crompton, a Enid Blyton… Tu necesidad de aventura continúa y sueñas con paisajes y playas desconocidas, con novelas donde seas el protagonista, con sueños eróticos, con islas, siempre islas, con ríos cuyo cauce asciendes hasta donde comienza el horror. El río Congo. Allí donde Conrad sitúo El corazón de las tinieblas. Te gustaría escaparte y viajar por el desierto a lomos de un camello, ascender en globo o tirarte en paracaídas. Recuerdas las clavijas de Cotatuero y anhelas volver a ellas aunque ya no te dejen. Eres padre y ya no puedes correr aventuras. Da igual. En esta tarde de espera, furtivamente imaginas todas. Tardes infinitas de lectura o del corazón en el mar o en el aire. Volcanes, simas, cuevas, senderos que se bifurcan, evas que viven en palacios, atardeceres en playas de Thailandia… Todo el universo contenido en un microsegundo. Desvarías y juegas con las sombras.

jueves, 22 de diciembre de 2005

La despedida


Los profesores hacemos las llamadas "guardias de patio" que consisten en vigilar el espacio de recreo distribuidos estratégicamente. Controlamos que no se fume, que no haya peleas ni conflictos, que se utilicen las papeleras... La hora del patio es un pandemonium con varios centenares de alumnos dando vueltas, charlando o jugando al fútbol con latas de bebidas. El espectáculo del patio cuando acaba la media hora de recreo es digno de verse por su descuido y suciedad. No hemos conseguido inculcarles hábitos cívicos como el uso de las papeleras.

En un rinconcito del patio, junto a la verja, se reúne un grupito de muchachas magrebíes. Son siete u ocho. Son pacíficas, educadas y sobre todo, no se meten con nadie. Algunas llevan pañuelos en la cabeza y otras no. Sin embargo, ha habido reiterados intentos de agresión contra ellas a lo largo del trimestre. Grupos de descontrolados las insultan o empujan. Los profesores de guardia hemos de estar atentos para que no se produzcan estas agresiones.

Sin embargo, el martes pasado, justo cuando sonó el timbre estridente que señalaba el final de la hora del patio, volvió a suceder. Los alumnos se arremolinaban para ir de vuelta al centro. En el tumulto que se produjo, dos o tres cafres se acercaron a ellas y empezaron a insultarlas. Uno de ellos le metió un codazo a Hafida en la boca del estómago y la dejó tirada en el suelo. Ella se retorcía mientras el grueso de los alumnos la veían tirada y se reían de ella. Quizás pensaban que estaba haciendo teatro. Alguno grito: "Que ahora no es la hora del parto". Otra alumna magrebí la atendió, la recogió del suelo y la llevó adentro del edificio. Hafida no podía dejar de llorar. Apenas sabe expresarse. Lleva un año y medio en España y es muy tímida. Leila, la compañera, la consolaba y se quejaba amargamente. Las dos son alumnas de mi tutoría. Las circunstancias de los hechos las supimos posteriormente.

Las dos estaban desconsoladas. No fueron a clase a la siguiente hora. Leila se sentía humillada. Es de las mejores alumnas de su curso. Es una niña diez por su dedicación al estudio, su constancia y aplicación, y su educación exquisita. Mientras Hafida seguía llorando por el dolor en el estómago y la humillación sufrida, Leila, muy nerviosa, decía que no volverían al instituto después de navidades. Que no podían seguir así. La psicopedagoga, que fue su tutora el curso pasado, y yo intentábamos animarla. Que no se rindiera. Que no se dejara avasallar por dos impresentables que serían sancionados, que no les diera esa satisfacción, que ellas habían de seguir estudiando y un día llegar a ser médicos o profesoras o lo que les pareciera.

Entretanto, los dos agresores estaban retenidos en Jefatura de Estudios. Tenían aspecto de escasa inteligencia y gesto de cinismo. Uno de ellos no hacía sino morderse y mirarse las uñas mientras el jefe de estudios le inquiría que por qué lo habían hecho. Uno decía que el otro le había empujado, y el que había empujado, que no sabía lo que hacía. Que era una broma y que todo había sido un accidente. Entonces ¿por qué os fuisteis con ella tirada en el suelo y no la socorristeis? No hay respuesta. Se sigue observando las uñas y ni se digna dirigirnos la mirada.

Ambos serán sancionados, pero no parece que se sientan ni responsables ni dolidos por la agresión. "Son moras", claro. Se las puede humillar. Es lo que oyen por todas partes, también en sus casas.

Al día siguiente, las dos estaban mucho más animadas y desde luego Leila seguirá estudiando para no darles el gustazo de abandonar. Puede esta niña llegar a ser lo que quiera por su inteligencia, sensibilidad y constancia. Podrá ser lo que quiera si nuestro sistema lo permite y su familia acepta que siga estudiando. No lo tendrá fácil.

Ayer era el día final de trimestre. Se entregaban las notas a las doce de la mañana. Todos mis tutorandos tenían prisa para marcharse. Les hice sentarse. Protestaban y gritaban por la demora. Les quise hacer una reflexión sobre su rendimiento -muy bajo salvo excepciones- y sobre sus relaciones humanas en el aula -muy deterioradas por los enfrentamientos-. Hablé unos tres minutos y luego les deseé felices navidades y procedí a entregarles las notas en un sobre con una felicitación de Navidad. Fue visto y no visto. Sin darme cuenta, salieron todos corriendo del aula con sus notas. Nadie me saludó ni se despidió ni me deseó unas felices navidades. Bueno, nadie no es exacto. Hubo cuatro alumnas que se quedaron y esperaron para expresarme su deseo de que pasara unos buenos días y para despedirse. ¿Saben quiénes eran? Eran Leila, Hafida, Rachida y Sara, las cuatro alumnas magrebíes.

domingo, 18 de diciembre de 2005

Si esto es un hombre


Si hay un libro imprescindible en nuestro tiempo es Si esto es un hombre del escritor italiano Primo Levi. Su crónica fue escrita a vuelapluma en cuanto fue liberado del campo de Monowitz, unos kilómetros al este de Auschwitz. Su valor moral estremecedor se debe a que Primo Levi para construir su demoledor alegato no elige el papel de víctima inocente, ni de vengador iracundo frente a todo lo que ha sufrido. No, Primo Levi escoge la posición del testigo que, con un lenguaje sobrio y mesurado, describe todo aquello que vivió. No es que haya perdonado a sus verdugos –no lo hizo- sino que advierte que su testimonio será mucho más eficaz si no se contamina de sentimientos. Él nos ha dejado su crónica y nosotros somos los jueces. Nuestro es el veredicto.

Primo Levi logró sobrevivir, fundamentalmente por azar y por suerte. Era químico y eso le permitió gozar de alguna situación de privilegio en el lager. Pero había en él una voluntad férrea que le permitió desear seguir viviendo, mientras muchos de sus compañeros terminaban rindiéndose y se dejaban morir. Él quería contar lo que había vivido, relatar lo que había soportado. De hecho reconoce que fue Auschwitz lo que le hizo escritor. Nada había en él que le acercara a la palabra escrita. Era químico. Una vez liberado, no tuvo que luchar contra la pereza ni se preocupó demasiado del estilo. Sólo tuvo que ordenar todo lo que había vivido y dejar que su documento descendiera al papel.

En su libro hay mensajes muy claros: aquello que sucedió puede volver a suceder. Es necesario conocer los mecanismos por los que pudo ser posible. Conocer no significa “comprender” porque esto puede aproximarse a “justificar”. Las conciencias alemanas fueron seducidas por un orador histriónico que no expresaba sino ideas cambiantes, puras tonterías o crueldades atroces. Millones de hombres lo siguieron hasta la muerte. La cultura –Alemania era uno de los países más cultos del mundo- fue incapaz de oponerse a la barbarie. El pueblo alemán “sabía”, unos más y otros menos, pero si no lo sabían con certeza, lo sospechaban y acallaban sus dudas y su conciencia. Luego hubo funcionarios grises, terriblemente eficaces, que justificaron sus crímenes con el argumento de la obediencia debida.

Primo Levi nos pone en guardia frente a los líderes carismáticos que ofrecen verdades axiomáticas y sencillas. Es mejor no creer en los profetas por mucha verdad revelada que ofrezcan. Propone conformarse con verdades mucho más modestas y menos entusiasmantes que se consiguen con mucho trabajo y esfuerzo, sin atajos, por el estudio y el razonamiento, la discusión y el diálogo.

La posición de escritor-testigo hizo que su estancia en el lager se convirtiera en su mejor universidad, el sitio donde pudo meditar sobre aquellos hechos y sobre los seres humanos, en medio de aquel naufragio espiritual. No fue el único. Otros pensadores como Víktor E. Frankl, que sobrevivió también a Auschwitz, lograron mediante su fuerza moral y su capacidad de resistencia – y de suerte- sacar un material extraordinario para aprender a comprender el valor y el sentido de la vida humana.

Si esto es un hombre de Primo Levi debería ser un libro de formación ética obligatorio para nuestros estudiantes de la ESO en el segundo ciclo o en el bachillerato.

Muchas veces temo reconocer en el cinismo que tanto se estila entre muchos adolescentes desorientados; en su rechazo de la cultura y del pensamiento; en su aversión al esfuerzo necesario para conseguir aquello que tiene algún valor; en su desprecio hacia la autoridad que supone el conocimiento… Todo ello me parecen signos desesperanzadores de un estado espiritual que supone la renuncia a la razón y la apuesta por los instintos, justo aquello que defendía Hitler. No sé si estaré siendo algo exagerado, pero veo en ciertos sectores de esta juventud –y en esta sociedad- que crecen sin ideales, sin proyectos -fuera del enriquecimiento azaroso de la lotería- sin una necesidad de dotar de sentido a su vida, sin capacidad de resistirse a la adversidad o de soportar la frustración, barruntos de un desarme moral que convenientemente aprovechado por seductores perversos podrían dar lugar a miserias humanas que es mejor no imaginar. Nuestro tiempo ha contemplado y contempla catástrofes humanas que no son mejores que lo que sucedió en tiempos de Hitler: la guerra en la antigua ex – Yugoslavia, Rwanda, la guerra silenciada en el Africa Central, Sudán, la pobreza de la mayor parte del mundo…Y frente a ellas nos mostramos casi totalmente indiferentes. Necesitaríamos un enorme rearme moral para poder educar -conducir- a nuestros erráticos y caprichosos adolescentes hacia valores más sólidos y menos banales que los que se estilan por aquí.

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