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lunes, 14 de septiembre de 2015

La escuela entre la utopía y la realidad


He leído el post de Jordí Martí, Xarxatic, titulado Mucho larala y poco lerele con alguna zozobra porque es un docente al que leo con alguna frecuencia y con interés. Tiene puntos de vista excéntricos pero personales sobre la escuela y el quehacer educativo. En este post Mucho larala y poco lerele, Jordí Martí ironiza sobre los postulados innovadores en educación que atribuye, creo entender, al esnobismo, a las modas, a una visión de ciertos gurúes de la educación que propugnan enfoques revolucionarios sin haber pisado un aula. Y luego, los docentes se dan de bruces con la realidad, esa circunstancia inclemente regida por la entropía y el caos. Sostiene que hay centenares de artículos que hablan de las estrategias más experimentales y rompedoras en el ámbito educativo, pero que no se traducirán en un cambio porque la realidad es más terca que estos hálitos innovadores. Claro que la privada va por delante, pero lo hace por mercadotecnia, para venderse, algo que la pública no tiene que hacer. Ya hablaremos en junio, termina machacando Xarxatic.

Este artículo me ha producido una fuerte sorpresa en un momento en que intento implementar un enfoque innovador para mis clases, basado en la experimentación más radical ante el convencimiento de que el método tradicional: Explicación, pizarra, estudio y examen está condenado al fracaso en el ámbito en que yo me muevo. No sé en otros. Además en este verano me he empapado del pensamiento educativo más experimental y me he quedado sorprendido de que hay innumerables intentos que van desde los Estados Unidos, a Europa, a países latinoamericanos y asiáticos ... por concebir otro tipo de escuela que vaya más allá de una que sentimos que ha fracasado en el tiempo actual. El mundo educativo hierve, lo he podido apreciar. Hay intentos renovadores en todos los puntos del orbe, teorizaciones, experiencias, enfoques muy distintos de la escuela que conocemos en que se estudia sin pensar, solo memorizando y sin incorporar el aprendizaje a la propia experiencia.

La realidad, ¡ah, la realidad! Infame, caótica, disruptiva, trituradora de cualquier plan previo que se intente llevar a cabo en aras de una escuela distinta... Reconozco que tengo un punto de inocencia por más batacazos que me haya dado en mi vida como profesor, y han sido muchos. Realmente si yo tuviera que ceñirme a mi experiencia y a la entropía a que ha dado lugar tendría que ser un gato escaldado y salir corriendo con el rabo entre las piernas. Debería apuntarme a la moderación de la imaginación y ser prudente y conservador. Las cosas como siempre se han hecho tienen algo de taumatúrgico. Por algo se han hecho así. Los profesores en general de mi instituto son fuertemente tradicionales en sus métodos. Raramente apuestan por algo distinto. El otro día el ponente de que hablaba nos alertó contra la experimentación y la innovación. No dijo por qué pero se podía deducir que entendía que eran elucubraciones en el vacío sobre algo que tiene unas fuertes bases en la realidad, la enseñanza tal cual en que hay un profesor y unos alumnos a los que hay que violentar para intentarles enseñar. Con empatía nos decía, acercándonos a sus circunstancias, amablemente. Pero estaba claro que no sentía que la escuela estuviera en crisis. Jordi Martí teme a esa realidad a la que no se puede confrontar con sueños y utopías. Por más diseñadas y planificadas que estén.  Por un momento, leyéndolo, temblé, en unos días en que gozo ideando el curso, cada clase, grabando vídeos, haciendo mapas conceptuales, estructurando mi experiencia. He pasado el mes de agosto trabajando más de quince horas diarias en la planificación de este curso con la intención de trabajar de otro modo, de crear un clima en clase riguroso e imaginativo, alegre y distendido, reflexivo e interesante en que los alumnos sean más protagonistas que nunca. Hay momentos en que siento miedo, claro que lo siento. ¿Por qué arriesgarse a hacer las cosas de modo diferente? Es suicida, se puede pasar muy mal. Los chicos son un elemento humano cuyas respuestas son inciertas y pugnan por deshacer cualquier plan previo. ¿Debería hacer caso a Xarxatic y preparar un plan B que me permitiera la supervivencia en un año que debería ser la antesala de mi despedida de la enseñanza? ¿Por qué contradecir las llamadas a la prudencia? Intento explicarme a mí mismo y no lo logro. ¿Por qué hago esto? Es difícil de saber. Tal vez porque lo otro me aburre mortalmente. Me aburre a mí y aburro a mis alumnos, en consecuencia. Solo yo sé la pasión con que he iniciado esta última andadura. Todos los que han hablado conmigo han tenido que escuchar las bases de mi revuelta contra los bloques monolíticos de la escuela. He trabajado mucho en este mes de agosto y septiembre, pero también he gozado pensando en que por fin tenía herramientas solventes para intentar modificar la realidad, transformarla. He vivido con íntima satisfacción cada pieza que ponía en el puzzle intelectual que sustenta esta nueva visión de la educación y que pretendo implementar en mi centro. Hay una profesora que me escucha y compartimos ideas y estados de ánimo. Sin ella no tendría con quién hablar. Otra compañera me prevenía lúgubremente contra los fracasos.

¿Por qué no sestear este año y dedicarme a lo que sé que funciona? Más o menos, añado, porque funcionar funcionar es un decir. El resultado de hacer lo que toca es previsible: una suma de aburrimiento descomunal por parte de profesores y alumnos que estos días sufren –ambos- como una condena el comienzo de curso. Hay una depresión generalizada. Creo que en general no gustan las aulas. Unos se pasan las vidas en ellas aguantándolas y otros sufriéndolas.

Yo, en cambio, gozo como un camello, esperando explicarles a mis alumnos de tercero que este año vamos a desarrollar otro estilo de aprendizaje: el basado en el pensamiento y la inversión de la dinámica de la clase (el Flipped Classroom), el aprendizaje cooperativo, el juego dentro del aula y la introducción de la imaginación en ese espacio tan desapacible que espero apasionante para ellos y para mí.

Sin duda, estoy como una cabra. Ya hablaremos en junio. ¿Tendrá razón Jordi Martí?



jueves, 9 de julio de 2015

Mis primeros sanfermines


Solo he estado una vez en los sanfermines. Fue en 1977. Estuve trabajando cuando cursaba cuarto de Filología Hispánica. Pamplona todavía no estaba invadida por el turismo masivo y la mayor parte de la gente que había allí era pamplonica. Yo no había leído a Hemingway y su mítico Fiesta que trajo a tantos norteamericanos a las fiestas. Encontré trabajo de camarero en un bar en la calle Curia. Se llamaba El quinto pino. Me contrataron durante las fiestas para trabajar doce horas al día. De diez de la mañana a diez de la noche. Un horario perfecto para salir por la noche y continuar la fiesta. No tenía donde dormir, así que dormía en unos jardines de la plaza del Castillo. No recuerdo cómo llevaba el tema de la higiene. Ahora lo pienso y me sorprende que pudiera estar ocho días en esas condiciones, pero así fue. Vivía intensamente el ambiente de Pamplona tanto en el bar al que acudían muchos australianos como en las calles que ardían en cánticos reivindicativos. Era el tiempo de la transición. Se gritaba y yo gritaba: Presoak kalera, txakurra barrura al ritmo de los movimientos de la masa. Hoy soy consciente del momento aquel, políticamente muy intenso y que estallaba en nuestros gritos acompasados. Hoy soy conocedor de lo problemático de lo que yo gritaba: presos a la calle, perros adentro (refiriéndonos a la Policía Nacional y la Guardia Civil) cuando  en aquellos años centenares de policías fueron asesinados por ETA. Pero esto no lo pensábamos. Aquella era la voz del pueblo y la dictadura estaba tan cerca que no dábamos ningún crédito a la depuración de la policía franquista que  no se produjo salvo con el tiempo.

Eran momentos eufóricos. Todas las fiestas lo son. A mis veinte años disfrutaba, corría, cantaba, bebía, miraba a las pamplonicas, ardía en deseo sexual y el trabajo, con unos jefes muy comprensivos, era tranquilo y divertido. El bar estaba animado todo el día. Se bebía mucho y continuamente. Cervezas, gintonics, japonesas, lumumbas, destornilladores, nombres que hube de aprender para servir a nuestros clientes. El once de julio fue mi cumpleaños y lo celebré a mi manera en el bar. Una chica australiana me besó en los labios cuando le dije que era mi cumpleaños y yo aluciné. No entiendo cómo me lo permitieron los dueños del  bar. El caso es que yo trabajaba y me divertía y cuando faltaban dos horas para salir, cogía cervezas y me las bebía para ponerme a tono con la fiesta que iba a continuación por la noche. Las calles estaban rebosantes de gente que tenía ganas de vivir y beber sin parar. Tal vez allí descubrí eso que tanto caracteriza a los españoles y que es la fiesta, esa palabra que nos define ante el mundo. No somos famosos por nuestra productividad o nuestras universidades o nuestra alta tecnología pero somos mundialmente conocidos por nuestro sentido de la fiesta. Desbordante, etílica, eufórica, desatada, sudorosa, tanto que nos arrojaban agua desde los balcones cuando la multitud gritaba “agua” lo que nos refrescaba y nos enardecía nuevamente. Es un modo de estar en el mundo profundamente catártico y sicalíptico.


No vi ningún encierro. A esas horas, sobre las siete de la mañana, yo deambulaba por Pamplona intentando tomarme algún café tras una noche sobre el césped de la plaza. Y a las cinco habían pasado comparsas tocando trompas y tambores para levantarnos. Apenas había dormido una hora. Debía oler a tigre y tenía sueño. Pero a las diez debía empezar a trabajar en el bar El quinto pino. Me sentía orgulloso: me pagaban mil quinientas pesetas diarias (unos nueve euros) pero en aquel momento me parecía una cantidad fabulosa y lo era. Imaginaos que trabajé en la construcción otro verano y me pagaban 4500 pesetas al mes por trabajo durante cinco días y ocho horas diarias. En ocho días me podía llevar doce mil pesetas lo que era una fortuna. No recuerdo cómo guardaba el dinero durmiendo en la calle o si me pagaron al final cuando llegaron los cánticos tristes del catorce de julio del Pobre de mí, pobre de mí, que se han acababado las fiestas de sanfermín. Con ese dinero me fui a San Sebastián a pasar unos días. Vi en el puerto una gigantesca ikurriña que me pareció gozosa, tanto que compré una (hecha en Terrassa) para llevarla a mi piso de Zaragoza, un piso que compartía con otros estudiantes. La pusimos en el salón de la casa presidiendo la habitación. El dueño del piso era guardiacivil. Le pagábamos 12000 pesetas al mes (unos 72 €) lo que era una cantidad elevada. El País valía quince pesetas y era un periódico de izquierdas, aunque ahora parezca mentira. Nunca consideré en aquel momento que aquel guardia civil podría pensar que por aquella bandera estaban muriendo a mansalva decenas y decenas de guardia civiles en el País Vasco. Luego lo he pensado en muchas ocasiones. Era un momento extraño, de transición de una dictadura a la democracia. Estaba Suárez pero nadie creía en él. Lo que sentíamos era un vértigo de vivir, el propio de los veinte años, unido a un momento histórico que había que haber vivido para comprenderlo. Mis sanfermines fueron un momento, probablemente no especialmente importante pero he querido traerlo aquí en estos días en que nuevamente las calles de Pamplona se llenas de jóvenes de veinte años que desean a esas pamplonicas tan hermosas todas de blanco y pañuelos rojos. ¡Qué bonitas estaban! Y quieren quemar el mundo, llenos de alcohol, viviendo la locura de la fiesta, esa que nos da fama en todo el mundo para bien y para mal. Somos un pueblo, el español, profundamente dramático en el sentido de teatral. Nos va la teatralidad y el dramatismo. Un país extraño que no se reencuentra a sí mismo sino en la fiesta.  

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