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viernes, 21 de febrero de 2014

Sin rendirse a las circunstancias



Sé que una parte del alumnado es renuente a cualquier tipo de exigencia académica por los motivos que sean. Hay alumnos inteligentes que son alérgicos al aula y aparecen por ella para intentar desestabilizarla, otros son simplemente perezosos y enemigos del esfuerzo, otros van a pasar el rato.

Yo me pregunto cómo evaluar y me doy cuenta que me he convertido por obra y gracia de Idoceo (aplicación de libro de notas para el iPad) en un obsesivo de registrar todo y cada uno de los actos académicos que tienen lugar en el aula de modo que posea una radiografía total del alumno. Planeo pruebas y exámenes (me da igual el nombre) todas la semanas, lo que hace que un 33 por ciento del tiempo lectivo mis alumnos se lo pasan resolviendo pruebas que desafían su inteligencia, su capacidad de atención y su voluntad. Casi nunca es preciso estudiar. Los exámenes los cuelgo en Edmodo para que sepan exactamente a qué se van a enfrentar. Depende de cada uno que se los prepare o no. Y lo cierto es que el hecho de saber qué va a salir no supone mejores calificaciones en conjunto. Los suspensos son constantes. Cada semana les hago una prueba de comprensión lectora de textos muy largos y complejos (hablo de alumnos de primero de ESO) sobre los que han de contestar preguntas múltiples y que presuponen la comprensión del texto que no necesariamente es fácil. Los que lo consiguen suelen pasárselo bien realizando estas pruebas. Otras veces les leo un largo texto de más de mil doscientas palabras sobre un tema. Pueden tomar apuntes todos los que quieran. Les animo a utilizar abreviaturas y a que se enfrenten al hecho de tomar notas sobre cuestiones fundamentales. No les dicto y no repito nada de lo que leo. Voy a un ritmo lento pero continuo. La lectura puede durar diez o doce minutos. Ellos escuchan y toman notas. A continuación deben abrir Edmodo y realizar un test sobre lo escuchado para el que pueden utilizar todas sus notas. Entonces se verá si han sido efectivas o no. El aprobado está en contestar correctamente un 73 por ciento de las cuestiones. Bastantes lo consiguen y disfrutan con este tipo de pruebas en que pueden contestar cuestiones con tres opciones, o Verdadero/Falso o escribiendo un texto que presupone la comprensión de lo oído.

A mis alumnos de primero de ESO les pongo pruebas que desbordan su supuesta madurez evolutiva y lo bueno es que muchos llegan más allá de lo que se espera de ellos. Y a veces son los alumnos menos académicos, los más callejeros, los más disruptivos. Por supuesto esto no es todo porque también evalúo las tareas constantes que han de hacer tanto en el aula como en casa: ejercicios, redacciones, libros de lectura, repaso de conceptos básicos.

La clase de lengua es un ejercicio de desafío permanente. No hay lugar a la distensión. Se exige una actividad continua, y me doy cuenta de que algunos están dispuestos a seguir el ritmo, a hacer las tareas, a empeñarse en el ejercicio de exigencia. Solo los más dispuestos a seguir el ritmo de la carrera lograrán llegar a la meta. Eso no impedirá que el profesor felicite parcialmente a alumnos que no van a aprobar pero que tienen una buena base de inteligencia y agudeza ante cuestiones de rápidos reflejos. Luego hay sistemas de subir nota como participar en alguna actividad creativa. Hemos realizado un vídeo con recitado de poemas de Gloria Fuertes en que han participado una buena parte de alumnos de primero de ESO. La participación es un elemento importante y que tendré en cuenta para elaborar la nota que recogerá la complejidad de todo lo  que ha pasado en el aula que es evaluado de modo exhaustivo reconociendo el esfuerzo real de cada alumno.

Disfruto corrigiendo porque sé que es una pieza fundamental del aprendizaje. Cada nota es un elemento del puzzle evaluativo que va formando en Idoceo un cuadro que recoge colores que revelan el rendimiento y la actitud. Después hay distintos sistemas de calcular las medias de modo proporcional o acumulativo. Cuando algún alumno ha dejado de entregar un ejercicio del tipo que sea le envío un correo electrónico recordándoselo y ampliándole el plazo de entrega que ya será inexorable. Si no lo entrega, delante de él le pondré el rojo correspondiente a una nota abiertamente negativa. Su perfil de color es inequívoco. Como decía, hay alumnos que sacan unas notas brillantes en Comprensión Lectora pero que no hacen las tareas. Reconozco delante de todos este éxito y los felicito en Edmodo, pero puede ser que la evaluación, que es una nota compleja, quede suspendida. Quiero que todos los que quieran tengan su minuto de gloria. Hay algunos cuya nota es tendente a lo negativo pero que han hecho un glog sobre Gloria Fuertes imaginativo y creativo. Los felicito delante de todos. Otra cosa será la calificación final. Quiero que lleguen al umbral muchos, pero sé que no serán todos. Para aprobar la asignatura es necesario hambre y tensión académica: la nota será justa y recogerá lo que ha sido cada uno considerado como un conjunto de diversos impulsos y el alumno recibirá un informe personal con todos los elementos que implica su evaluación, nota a nota, tarea a tarea, prueba a prueba con sus elementos positivos y negativos.

No habrá en la nota el mínimo conformismo ni resignación a las circunstancias ni compasión alguna. Mis alumnos pueden en su inmensa mayoría, pueden mucho más de lo que pensamos o nos hemos resignado a esperar de ellos.



domingo, 16 de febrero de 2014

La paradoja del profesor



Mohamed es un muchacho vivo e inteligente que cuenta ya con suficientes años en España como para estar totalmente adaptado a esta realidad. Lo detecté en un curso de bajo nivel (o ritmo lento) a principio de curso. Su agilidad mental contrastaba con la de la mayoría de los otros alumnos. Varios de ellos fueron cambiados de clase porque se esperaba de ellos rendimientos superiores en un proceso de readaptación académica que busca ofrecer entornos adecuados a las distintas personalidades y capacidades. Pero Mohamed se quedó en su curso para desesperación suya ya que es consciente de su agudeza mental. El problema es que es un alumno conductual y conflictivo. Ha tenido varias expulsiones, y destaca por su carácter complicado y potencialmente agresivo. Yo he tenido diversos conflictos en el aula con él y he tenido que expulsarle en alguna ocasión en que me he sentido desafiado ante toda la clase por su actitud.

Nuestra relación ha tenido diversas fases desde que comenzó el curso. Enfrentamientos, retos verbales, expulsiones... En algún caso he llegado a decirle, tras llamar a su casa, que hablaría con el imán de su mezquita para comentarle su comportamiento. En algunos casos es clara su intención provocadora.

Sin embargo, me doy cuenta de que es un muchacho que necesita reconocimiento de su capacidad para que él se centre en su trabajo. Es necesario ese reconocimiento y a la vez mantener un tono autoritario que subraye el poder del profesor que debe ser ejercido sin dudas y sólidamente. Cuando me he sentido débil en el aula, este muchacho se me comía y me desafiaba. A medida que me he ido consolidando y reforzando personalmente he podido ejercer la autoridad con firmeza y sin estridencia, lo que ha supuesto la mejora de mis relaciones con Mohamed que precisa un modelo sólido al que seguir, y que le sirva de pauta. En las últimas sesiones de lengua, ha trabajado el triple y mejor que cualquiera de sus compañeros de aula, con una caligrafía esmerada, una atención intensa y una dedicación al trabajo importante que él ha visto reconocida y probablemente lo habrá sentido con orgullo. Yo era el pivote fuerte al que él quería estar sujeto, porque no hay peor drama para Mohamed que saberse ignorado o no reconocido. Su carácter disruptivo le traiciona, su extremado orgullo le lleva a chocar. Solo puede funcionar si se somete ante alguien que para él merezca la pena. Si he estado frágil o dubitativo, me ha intentado machacar. Cuando he logrado estar firme, he logrado reconducirlo y dejar que se convirtiera en el mejor alumno de clase, el que trabaja con más ahínco y mayor inteligencia.

El viernes pasadas las dos y media de la tarde, le hice volver a clase para buscar una redacción que no me había entregado aunque yo sabía que él había hecho. Subió sin protestar y a los diez minutos me la trajo con una caligrafía esmerada. No la he leído todavía. Le deseé un buen fin de semana y él, satisfecho de mi reconocimiento, me dijo que me lo deseaba también él a mí.

La mayor y mejor virtud de un profesor es su fuerza mental, su equilibrio, su dominio de la situación. Es indiferente si opta por una pedagogía tradicional o más innovadora. Los muchachos necesitan tener frente a ellos a alguien fuerte a quien admirar o detestar. No hay peor problema en el aula que un profesor débil que, debido a su debilidad, se convierte en defensivo y arbitrario. Los muchachos entonces se unen para devorarlo como jauría excitada por la sangre. No hay piedad. En el aula solo hay piedad desde el ejercicio de la autoridad firme y convincente en que estén marcadas las reglas del juego y se cumplan a rajatabla.

La postura dialogante y tolerante no es suficiente como punto de partida si no está refrendada por la autoridad previa. Cuando se da una orden a un alumno para que se cambie de sitio, para que trabaje o para que salga del aula no debe acompañarse de un debate abierto con él cuando interrogue al profesor que por qué le dice eso, que por qué tiene que cambiarse de sitio o por qué le expulsa. Sencillamente es una orden que no debe entrarse a debatir en el aula. Otra cosa es el plano posterior privado en que puede abrirse paso la consideración de los motivos que han llevado a la orden del profesor.

Sin embargo, algunos padres que desconocen la realidad de las aulas ante la discrepancia entre las razones de sus hijos y la versión del profesor optan por algo totalmente erróneo: confrontar en el mismo plano la versión interesada (y frecuentemente sesgada o mentirosa) de su hijo y la del profesor. Me he encontrado con esta situación en un par de ocasiones en los últimos días en que me he tenido que confrontar con la obstinada dialéctica de madres que ponían en el mismo nivel las dos ópticas (una alumna copiando con una descarada chuleta tapada por su mano encima de la mesa, y otra madre que negaba que hubiera habido motivos para expulsar a su hija de clase).

La posición del profesor no es nada fácil. Por un lado treinta adolescentes deseosos de sangre y de autoridad para sentirse aplacados, los padres muchas veces condescendientes y crédulos que no desaprovechan la ocasión de minusvalorar al profesor o desprestigiarlo, su propia situación anímica y su real indefensión ante la administración que lo considera una pieza lábil y potencialmente sustituible... Todo ello hace que la autoridad del profesor navegue por mares procelosos e inciertos y abierta a los más variados desafíos antes los cuales, sin embargo, como nos muestra el caso de Mohamed, es imprescindible que sea segura y firme.

Diderot escribió La paradoja del comediante, uno de los mejores libros sobre teatro, pero podríamos hablar también de la paradoja del profesor cuando consideramos su poder fugaz e inestable en el aula, y a la vez totalmente necesario para cumplir sus objetivos siempre que sea un poder justo y reglado, sometido a medida.


Y pobre del profesor que no posea esa fuerza mental por el motivo que sea.

viernes, 7 de febrero de 2014

Una praxis educativa comprometida



La praxis educativa está mutando profundamente. Lo veo día a día. Soy profesor de primero de ESO en la mayor parte de mi horario. Les he introducido en EDMODO, una aplicación educativa prodigiosa que  permite la comunicación directa de los alumnos con el profesor cuya interfaz se parece a Facebook. En su muro les cuelgo toda la secuencia de tareas, exámenes, materiales de estudio, vídeos, libros en pdf, etc.  Los exámenes son sumamente exigentes respecto a la materia impartida, pero dichos exámenes se los cuelgo en Edmodo días antes para que los puedan preparar individualmente o en grupo. Por otra parte les hago pruebas de Comprensión lectora de textos muy largos y con cierta complejidad narrativa. He descubierto al narrador norteamericano O’Henry cuyos relatos son perfectos para que los alumnos estén una hora echando humo intentando desentrañar su sentido en el que nada es lo que parece. Cuando lo descubren, los que lo descubren, se sienten fascinados y orgullosos. Al principio sienten pereza de leer textos de más de dos mil palabras en letra minúscula pero pueden hacerlo, y lo hacen.

Mi libreta de notas es digital. Llevo el iPad a clase y utilizo la extraordinaria aplicación Idoceo que es un libro de notas que supera imaginativamente cualquier dispositivo que uno pueda suponer. Es un descubrimiento fabuloso cómo se puede gestionar la información de las notas de los alumnos, y cómo se les puede comunicar a ellos y a sus padres inmediatamente el resultado de un examen celebrado por la mañana.



Mi iPad me permite conectarme al proyector de clase y utilizar todas las herramientas digitales de Apple. Por ejemplo hacer mapas conceptuales frente a ellos, ponerles música para trabajar, vídeos, textos, fotos... además de conectarme a google y a cualquier página imaginable. Mi última investigación es conseguir sincronizar el iPad con la pizarra digital para poder escribir en ella. El iPad es un universo educativo cuyos límites son amplísimos y por descubrir, ya que hay muchísimas herramientas que están pensadas para este dispositivo fascinante. 

Esta inmersión en la tecnología no supone que deseche los métodos tradicionales. Quiero que escriban, quiero que se sumerjan en textos, enseñarles a razonar, a dar saltos conceptuales, a utilizar la imaginación como recurso imprescindible. Y sobre todo no quiero tratarles como si fueran incapaces. Un muchacho de doce años puede hacer muchas cosas y debe entrenársele con una fuerte exigencia. No debemos suponer que no están preparados para realizar un trabajo intelectual comprometido. O al menos debemos aspirar a ello. Si se tira fuertemente de ellos, una buena parte responden a los estímulos y les encantan los desafíos que suponen exigencia. El profesor que esto suscribe tiene en cuenta todo en su libro digital de Idoceo. Puede controlar exhaustivamente todo el trabajo realizado por los alumnos y tener un perfil individualizado que permita hacer un diagnóstico y radiografía de cada muchacho. La realidad es que cuando se les exige, suelen dar mejores resultados que cuando la vida es muelle y placentera. El problema es que los institutos se convierten en lugares de vida plácida en los que se pasa sin dar un palo al agua. El desafío del profesor es implicarles en retos conceptuales que les lleven a ejercitar la inteligencia creativamente. ¿Estímulos? Todos los necesarios. La cuestión es que trabajen y crezcan intelectualmente sin darse cuenta. Cuando empecé este curso desde el gabinete pedagógico se nos presentó a los alumnos de primero, recién llegados de la primaria, como niños no acostumbrados a estudiar ni a hacer exámenes, a los que no había que agobiar en el estadio de aprendizaje en que están. Ni caso. Un muchacho de doce años es muy potente. Se hacen vagos y haraganes después porque no les exigimos, porque no somos conscientes de que la inteligencia es una facultad elástica. Que la imaginación tiene que ejercitarse, que los retos son necesarios. La tecnología es prodigiosa porque nos ofrece herramientas que bien utilizadas y reforzadas por métodos tradicionales es sumamente fértil. La enseñanza debe promover el desarrollo intelectual. No dejar que muchachos inteligentes y agudos se hundan en la molicie del aburrimiento sin exigencia. Hay que aprender a ser imaginativos y abiertos. Hacerles ver que aprender es un juego apasionante, que aprendan casi sin percibirlo, que sientan placer por aprender, placer en ejercitar su inteligencia, introducirles en un juego en que el estatismo sea imposible, no tomarles por tontos. No lo son. Es la falta de dinamismo la que hace la escuela aburrida. Hay que estar continuamente en acción casi sin repetirse, que sientan el gozo de trabajar en serio y ser reconocidos. El profesor debe felicitarles y estar atento a sus progresos, ser muy consciente de todos y cada uno de sus alumnos a los que piensa desde los recursos y herramientas educativas que cada vez son más eficaces e inteligentes.

El dar siempre clase en cursos del segundo ciclo de la ESO me había llevado a la convicción de que los alumnos son vagos, holgazanes, tramposos, descuidados, renuentes a los juegos de la inteligencia dominados por las hormonas de la adolescencia y la tontería llegada en cantidades abrumadoras. El dar clase en primero de la ESO me hace pensar que no son tontos, que es el sistema el que los hace tontos y pasivos, aburridos, grises, copiones, repetitivos. Los convertimos nosotros en un proceso que deja a muchachos virtualmente potentes en desganados porque se aburren soberanamente.


La imaginación unida a esa herramienta prodigiosa que es el iPad, el vídeo, los mapas conceptuales, las lecturas complejas, el clima en el aula que luche contra la banalidad y la repetición hace que enseñar se convierta en algo intelectualmente interesante, y lo menos que debemos exigir a nosotros mismos es eso, ser interesantes, por los caminos que sean, aunque sean retorcidos. Los muchachos siempre detectan a quienes se interesan por ellos. Y dan mucho más, mucho más de lo que nos han enseñado a esperar.

sábado, 1 de febrero de 2014

Esa luz, esa luz…



No hay peor crisis en un profesor que la de rendirse a la sensación de que la realidad no puede ser transformada, que un ominoso fatalismo le hunda en la postración de lo dado e irremediable. Es un estado doloroso que se apodera – tal vez como enfermedad- de la mente y el corazón. Cada día es un estremecimiento dominado por el miedo. Los alumnos son percibidos como una amenaza incomprensible, como un latente enemigo que se querría esquivar, pero no es posible. Un profesional ha de enfrentarse al origen de su sufrimiento. Es entonces cuando el corazón sangra y todo se convierte en caos en las aulas en un ejercicio de pánico que es percibido por esos muchachos proteicos que necesitan inspiración y fuerza que les organice la mente y el espíritu. El profesor –enfermo- no puede darles lo que necesitan y solo siente deseo de huir de allí, de fugarse, de desaparecer. Cada mirada se convierte en un arma aguda y lancinante. Siente su derrota y experimenta amargura porque desearía que las cosas fueran diferentes, pero su corazón está débil y su mente, maltrecha. No puede confrontarse a la fuerza de treinta espíritus inquietos que propenden al caos que él debería encauzar y dar sentido.

Esto lo he sentido yo. Cada palabra escrita surge de una experiencia vivida y dolorosa.

Sin embargo, tras un retiro y un ejercicio de terapia química y de escritura, el profesor ansía volver al origen de su sufrimiento.

Siempre hay cosas que no acaban de revelarse, pero tal vez la felicitación de Navidad que  le llegó de una de sus alumnas, cuando él estaba hundido, le sumió en la reflexión de que tal vez no estaba todo perdido, que tal vez todavía había alguien que no lo considerara totalmente derrotado.


Volvió a las aulas. Y en un proceso de un mes, las piezas que él consideraba caóticas comenzaron a cobrar sentido hallándose el profesor en medio de un magma que le apasionaba, que le ocupaba cada fibra de su ser. Entrar en las aulas se convirtió en un ejercicio que suponía un desafío hermoso, y se encontró con esas miradas que antes lo asustaban sin que él sintiera ya miedo sino más bien un estado de maravilla ante la belleza de su profesión. Aprendió a ser firme, a no temblar, a mirar nítidamente, a recordar lo que él había sido en otro tiempo, antes de la enfermedad. Advirtió que deseaba estar ahí, que subir las escaleras y ser saludado con afecto por esos personajes que antes le humillaban, era una sensación que dotaba de significado a todo. Él era profesor. Y por fin llegó a ese íntimo convencimiento de que era posible transformar el mundo, que la realidad no era gris, plana y maléfica, sino abierta y llena de posibilidades. No entendía ahora su sentimiento anterior de derrota, pero sabía que estaba documentado en centenares de páginas que había escrito en un diario de una enfermedad que había existido. Y no hace mucho. Ahora se plantaba en el centro del mundo, y esos diablillos de doce años se le aparecían como duendes benéficos que aspiraban a tenerle con ellos, entre ellos. Y él sentía un profundo estado de felicidad por experimentar algo que creía imposible: recuperar la ilusión y la sensación existencial de acompañar a alguien al conocimiento. Y aquel alumno pakistaní le demostró que su presencia no era inútil, y se sintió centrado e iluminado sabiendo y recordando que él una vez había sido un profesor que era capaz de inspirar a corazones inquietos, y entraba en las aulas convirtiéndolas en lugares de exigencia intelectual y emoción ante la luz que inundaba todo.

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