El otro día comenzaba el segundo trimestre con un grupo de
doce chavales de primero de ESO en una materia que lleva por título Lectura. Proceden de los grupo de más
bajo nivel en cuanto al dominio de la lengua y en general. Los tengo solo una hora
a la semana, pero quiero que sea importante para ellos y para mí. Quiero que
esperen esa hora con expectación, del mismo modo que la esperaré yo en esa
biblioteca de techos altos donde nos encontraremos.
La primera clase es el encuentro. Son poquitos y eso
predispone a un buen ambiente si el profesor toma las riendas de la situación.
Los senté a una mesa estando todos formando una especie de círculo. Tomé nota
de sus nombres y les hice leer en voz alta un relato perteneciente a un libro
que les llevé: Relatos de fantasmas.
Rápidamente me di cuenta por su velocidad y sus dificultades muy elevadas que
no podríamos leer el cuento entero –tenía cinco hojas- y que deberíamos
limitarnos a la lectura de cinco o seis líneas cada uno por su lenta
articulación, la falta de conciencia de los puntos que implican una pausa, y su
imposible comprensión de lo que estaban leyendo tanto por las palabras que
aparecían (no especialmente raras) como por la fragmentación de las palabra y
oraciones. Tomé nota de la lectura advirtiendo que uno de ellos especialmente
no entendía apenas el castellano (ni el catalán aunque más). Les había hecho
preguntas sobre algunas palabras que aparecían. Quería que me explicaran con
sus propias palabras, harto limitadas, qué era un fantasma. Algunos eran marroquíes. Les pregunté si conocían a Aicha Kandicha, un personaje muy
popular en el folklore marroquí. Me contaron como pudieron quién era y si
creían que existía o si les daba miedo. Una alumna latinoamericana me habló de
la Gritona, una mujer que lloraba
por la muerte de su hija y que es muy conocida en algunos países de Iberoamérica,
quizás Ecuador o Colombia. Otra chica me habló de la niña de la curva que
aparecía a los conductores haciéndoles parar. Cuando la montaban, desaparecía
porque había muerto en una curva.
Quería hacer actividades que no los cansaran y los tuvieran
en tensión. Les había llevado una sopa de letras para buscar treinta palabras
en cualquier dirección. La había fotocopiado de un Quiz semanal y era para
adultos. Tenían que buscar palabras relacionadas con el agua y con los ríos.
Pero quería hacer interesante aquel ejercicio. Y nada mejor que algo simple,
muy simple. Les dije que al que llegara a las diez primeras palabras –no era demasiado
fácil- tendría un caramelo. Aquello tan elemental supuso un aliciente
extraordinario para ellos. Se pusieron a buscar palabras con una intensidad que
me sorprendió. Cada vez que localizaban una, la tachaban de la lista y su
autoestima subía. Es como eso tan conocido por todos de los likes de Facebook. Hubo varios, sobre
todo una chica que parecía despierta, que llegaron a los diez minutos a las
diez palabras y recibieron con orgullo el caramelo. A las veinte recibirían
otro, y se lo podrían comer en clase. A lo largo de veinte minutos de clase,
especialmente intensos, se concentraron en un ejercicio que requería fuerte
atención, agudeza visual y rapidez mental. En general no eran esos alumnos tan lentos como se presuponía y cabía
convertir la clase más que en un muermo aburrido en algo experimental, dividida
en dos o tres unidades de tiempo que los mantuvieran en tensión y exigiera de
ellos total dedicación. Tengo la intención de hacer de la clase un juego
continuo, con caramelo si es necesario, pero que los lleve a implicarse en el
descubrimiento de algo o en la resolución de algún problema. Tienen ordenador
portátil. Utilizaré Edmodo para plantearles ejercicios y para dejarles enlaces.
La tecnología puede ser un aliado importante en mantener esa tensión creativa.
En cursos más numerosos es más difícil tenerlos atentos en algo más de veinte
minutos. La tentación es siempre buscar la distracción, no estar en la clase,
escaparse por donde sea... La clase es ese lugar interesante para estar y
buscar ventanitas o puertas para evadirse, charlando con el compañero, mirando
por la ventana, peleándose con el de delante o de detrás. El profesor raramente
consigue que ellos estén aquí pues se pasan el tiempo desconectados. Una
explicación es demasiado abstrusa para ellos. Necesitan acción, juegos rápidos
y entretenidos, cambios de ritmo. Un profesor es demasiado conocido y no les
sorprende ya. El profesor debe jugar con los tiempos, plantearles resoluciones
de problemas accesibles y que no supongan demasiada abstracción. Todo tiene que
ser concreto. La inteligencia formal es rara todavía. Más en estos chavales de
ritmo lento. He de acercarme a su mundo y entender su idiosincrasia. No me
digan que no es una tarea que plantea un desafío intelectual. Jugar
aprendiendo. Aprender jugando. Y si es necesario un caramelo, lo tendrán. No me
arruinaré. Los venden en el súper de la esquina y son baratos. Pero habrá que
variar si sigue esto adelante algún tipo de estímulo: tal vez un libro, una
fotografía... Hay que hacer magia y si es necesario nos convertiremos en magos.
Hay una íntima satisfacción en ello. Dar las clases sin rutina, jugando
también, de modo que sean un descubrimiento también para mí. No sigo ninguna
tendencia pedagógica. Ningún método establecido. Ninguna teoría
constructivista. Siempre me ha aburrido la teoría pedagógica y la verborrea esa
totalmente inútil que la acompaña. Soy partidario de la acción directa. Una
clase es un encuentro, a ser posible amistoso, en que el profesor debe animar a
sus alumnos a querer saber. Para que esto resulte válido el profesor debe tener
la moral muy alta. Un día el quiosquero
que me guarda el periódico se enteró de que era profesor. Se asombró porque no
lo sabía y el primer comentario que se le ocurrió cuando le dije la edad de mis
alumnos fue algo con mucho sentido: ¡Tendrá que tener una salud de hierro! Y
dio en el clavo. Ser profesor requiere de tal intensidad que es necesario
tenerla en todos los sentido: físico y mental. Un profesor débil camina al
desastre, un profesor triste entristece, un profesor enfermo no puede mantener
el ritmo, pero no somos máquinas y enfermamos del cuerpo y del espíritu. Una
vida de profesor es larga y está expuesta a todo tipo de contingencias. No es
un trabajo exacto. No hay nada que implique tanto el alma y el cuerpo como ser
profesor. Exige un trabajo de creación y necesita de enorme fuerza intelectual
y de ánimo en la cúspide de los chakras, si es que estos existen.
Y si hacen falta caramelos...