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miércoles, 10 de septiembre de 2014

Como un ninja



Estos días de espera del comienzo del curso, aprovecho instantes de escapada de casa para tomar fotos en Barcelona y en Cornellà. Fotografío todo lo que se pone a mi alcance. Zonas del Raval, iglesias románicas, el Paralelo, inmigrantes, mercados de intercambio de cromos por niños (allí fui confundido con un pederasta y un padre me amenazó físicamente y con la policía), mercados populares ... Anhelo fotografíar la vida en su totalidad. Me gustaría hacer fotos en un velatorio ante el cadáver, en la sala de espera de la muerte en un hospital, de mujeres atractivas, de ancianos, de niños, de seres anónimos que deambulan por la calle. He pensado en ponerme un cartel que diga que fotografío gratuitamente y que envío las fotos por correo electrónico. Me atrae la vida de la ciudad, en su devenir bastardo y feo. Las ciudades no son hermosas. Hemos creado la urbe pero es opaca, burocrática, funcional, esencialmente inarmónica, hecha a retazos. Me atrae su imperfección, su propia fealdad ... aspiro a concentrar en un instante la vida de la ciudad, robando las fotos, exponiéndome a que me amenacen o me tilden de lo peor. El fotógrafo de calle es como un ninja, acechando sombras, carteles en las paredes, figuras fugitivas, con su cámara a punto de disparar esperando la conjunción de la suerte y una buena exposición fotográfica.

Reviso entre mis contactos fotográficos las estéticas que me atraen. Desecho los consagrados por las multitudes, los universalmente seguidos, elijo el blanco y negro por su faceta documental, tacho de mi lista las fotos de mujeres hermosas y desnudas si no me ofrecen más que belleza extática, olvido pronto las fotos de atardeceres tuneados por filtros espectaculares, las cascadas con ese efecto de espuma que ya me aburre, las fotos de Islandia en el último viaje al  país de moda, no me interesan las fotos de animales ni de plantas o de flores por bellísimas que sean, ni de edificios en su artificiosa arquitectura.  Abomino las fotos de alimentos, la última paella comida, las pesas en el gimnasio, las fotos de la última cena con los amigos en que todos son felices y ríen. Me he ido dando cuenta de que cada vez soy más tendencioso. Me gusta el retrato del alma y la fotografía callejera. Especialmente de fotógrafos que no son profesionales. Menuda banda. Fotógrafos que están buscando y arriesgando, desgarrándose en esa búsqueda. Exponiéndose a la soledad, a no ser entendidos, a levantar indiferencia o desagrado, a que les metan una hostia por hacer fotos donde no se debe. A los niños por ejemplo. El tabú de nuestro tiempo. Fotos de enfermos de depresión que revelan sus mundos desoladores, fotos de reportajes sobre toxicómanas a lo largo de dieciocho años hasta su muerte. Sería feliz si se me permitiera, como a Diane Arbus, hacer fotos en un psiquiátrico. No me atrae la belleza estereotipada, esos cuerpos perfectos de muchachas rodeados de gasas y veladas, ni esos atardeceres más falsos que Judas con esas nubes dramatizadas. No. En un primer momento pude quedarme fascinado por la técnica exquisita de algunas fotos preciosas. Modelos bellísimas profesionales. Bah. Anhelo mundos inquietantes, indagadores, en el límite, hermosos en su imperfección y en su falta de estilo académico, mundos poco frecuentados, minoritarios. Cuando escucho de una foto que es preciosa, que es bonita, me quedo boquiabierto porque es verdad. Es bonita, es preciosa, un encanto, y probablemente representa la esencia de la belleza, de esa belleza que tanto anhelamos como huida de un mundo esencialmente vulgar y banal. Tal vez sea hermosa. Tal vez. Pero hay una belleza que a mí me hechiza mucho más. La belleza del alma torturada, de esa belleza que aletea en un cuerpo imperfecto ... Esos fotógrafos que se arriesgan a no gustar, a recorrer las calles con su cámara robando fotos entrando así en el alma de la gente común de refilón. Voy creando una cartera de fotógrafos de estas facetas cuyas fotos suponen una búsqueda y un estilo radicalmente personal enfrentado a los gustos de las mayorías siempre tan tranquilizadores y previsibles así como anodinos. El buen fotógrafo no es famoso ni se dice realmente fotógrafo. Pone su cámara en la calle y fotografía a la gente común, como aquel fotógrafo malinés Seydou Keita, que tanto admiro. Una cámara normal, un estudio con una cortina barata y magníficos retratos que tardaron en ser reconocidos por occidente pues trabajó en el anonimato en Bamako.

Un instituto de Enseñanza Secundaria con sus centenares de alumnos feos, desgarbados, llenos de acné y de hormonas a tope es un buen estudio para hacer fotos en un tiempo de transformación. Es una belleza de un fulgor conflictivo, la adolescencia, esa época salvaje en todos los sentidos ... y que uno que es profesor ha de convertir en algo domesticado y cultural.

Pues eso, la fotografía como un abismo que se abre, sin horizonte cierto y en que solo está asegurada la caída en una hermosa y vertiginosa danza entre las tinieblas del corazón.



viernes, 5 de septiembre de 2014

Street Photography



Es lo mismo que “fotografía callejera” pero expresado en inglés el idioma internacional con que se comunican experiencias los fotógrafos. Yo soy uno de ellos, al menos en mi pasión por reflejar con mi pequeña cámara escenas de la vida cotidiana que tienen lugar espontáneamente en la calle. Las calles son escenario de infinitos instantes llenos de poesía que suceden delante de nosotros si estamos dispuestos a verlos. El fotógrafo de calle va con su cámara y se dedica intuitivamente a intentarlos reconocer y apresar la oportunidad que no suele volverse a repetir. Es un intruso en la realidad ajena, es un cazador que acecha observando el vaivén de las personas que no desean de entrada ser fotografiadas, que no sospechan que puedan ser objeto de interés para nadie. He ahí uno de los problemas del fotógrafo callejero. Ha de enfocar su cámara lo más discretamente posible hacia personas que tienen muy desarrollada su visión periférica e inmediatamente detectan que están siendo observadas por un objetivo. Es una centésima de segundo, quizás milésima y el clic inaudible de la cámara ha señalada la obtención de la imagen, quizás en el instante en que el fotografiado se ha dado cuenta de lo que estaba pasando. El fotógrafo callejero entonces hace exhibición de la mejor de sus sonrisas y huye. No es fácil explicar qué se está haciendo. A veces la reacción es airada, otras divertida, otras simplemente de sorpresa y perplejidad. Se entiende que este fotógrafo nunca exhibiría a nadie en una actitud ridícula o poco digna. Todo ha de ser tamizado por el buen gusto y la búsqueda de la poesía en la calle.

No es fácil obtener una buena fotografía en esas condiciones. Se hacen muchas pero son muy pocas las que son interesantes. Hay que tener en cuenta que el cazador de instantes ha de tener su cámara preparada para condiciones muy cambiantes de luz, movimiento... Y opta por la exposición manual y no automática. De igual manera estima que lo mostrado debe ser la realidad captada y no somete la fotografía a reelaboraciones de los diversos filtros. ¿Qué se busca? Todo y nada. Una imagen de la amistad, de la soledad, del desasosiego, del reencuentro de dos amigos, de la confusión, de la espera, del caminar abstraído por la calle o la observación atenta. Se busca que la imagen obtenida sea capaz de contar una historia por sí misma. El campo fotográfico es inmenso. Es la espontaneidad de la vida en las calles llena de contrastes y de potencial ironía que el captador de instantes ha de intuir. La calle es polimorfa y cambiante. Nunca es igual, permanentemente se está transformando. Ella misma puede ser objeto de la fotografía sea de día o de noche. La gracia es saber encontrar ángulos sorprendentes, lo que no es fácil. De ahí el desafío del fotógrafo que sale con la cámara y el trípode si hace falta para situar su objetivo.

Es necesaria la audacia para este juego. En un principio nos preguntamos ¿qué derecho tengo yo de meterme en la vida de los demás, de invadir su espacio fotográfico? ¿Qué imaginan que pretendo con ello? Uno ha de saber limitar estas preguntas porque si no se hubieran atrevido, no se habrían captado las mejores instantáneas del siglo XX empezando por Henri Cartier Bresson, el mago de esos instantes fugaces de la vida. La vida está ahí, en las calles, y todos somos potenciales objetivos fotográficos. Al pasear por la calle estamos en un espacio público y pertenecemos al que nos observe. No está prohibido fotografiar la calle, y ahí estamos nosotros. Somos en el fondo personajes de una obra que se representa sorprendentemente en las calles y allí hay “perversos” fotógrafos que nos observan. Tal vez saquen de nosotros lo más inesperado, lo que no imaginamos, lo que no nos atrevemos a pensar de nosotros. Nada hay tan fascinante como la naturaleza humana (aunque otros se dedican a la fotografía de paisajes o de la vida de los animales o de las cosas). En las calles estalla violenta la vida, especialmente en situaciones de fiesta o de euforia en que nadie se molesta por ser fotografiado. Son estas situaciones las que explota el fotógrafo o aprendiz de ello. Situaciones en que las personas se concentran gozosamente, cuanto más alegres mejor. La vida en su totalidad es materia de la fotografía. No hay campo ajeno a ella. El artefacto más increíble del mundo es una cámara fotográfica. Es tal su fuerza que se funde con el fotógrafo en una simbiosis técnica y corporal. Es una parte de sí mismo. Respira por ella, late con ella, se sobresalta con ella, sueña con ella...

La Street Photografy es un campo que no es nada nuevo. Desde que surgió la cámara fotográfica los fotógrafos se han dedicado a fotografiar la gente y las calles. Tal vez lo sea en alguna manera para el que esto escribe que sale cada día con su cámara para ver si logra hacer algo que tenga aliento poético. Y no, no es fácil. No es fácil meterse en el mundo de la gente sin su permiso y si dieran su permiso, se perdería la espontaneidad imprescindible. Es toda una técnica que voy aprendiendo en sucesivos fracasos callejeros para obtener tal vez algo que tenga algún interés teniendo en cuenta que la gente es muy suspicaz y no le gusta que le retraten, sin saber en principio para qué se hace. Un reto mayúsculo. Y para el que esté interesado, hoy con el mundo de los móviles es una posibilidad espléndida. Yo no utilizo móvil sino una cámara muy precaria que no es réflex. Es pequeña y cabe dentro de la mano. Pero entiendo que un buen móvil, un iPhone por ejemplo es un instrumento ideal para ello.


Tal vez plantee a mis alumnos de la ESO un taller de Street Photography. Es una posibilidad plástica excelente de creación y de observación de la vida, además de técnica del camuflaje y de la ironía imprescindible.

miércoles, 27 de agosto de 2014

¿Una imagen ridícula?



Vean con tranquilidad esta imagen por unos segundos. Ha aparecido en los medios de comunicación recientemente. Se ve a la canciller alemana Angela Merkel y a Mariano Rajoy en torno a la imagen del Apóstol Santiago. Esta imagen ha sido reproducida ampliamente en FB por españoles que la ven como absolutamente ridícula. Dos personajes ridículos (la Merkel y Rajoy) en torno a una estatua casi de cómic. ¡Quiénes nos gobiernan! decía alguna entrada que he leído, viendo en ella una plasmación total del esperpento europeo. La Merkel (con abierto desprecio, en parte por su físico) y el patizambo presidente español. Mi humor a veces no es muy fino y me he puesto a pensar en la imagen. Me he preguntado si a los alemanes también les parecería ridícula esa puesta en escena de los dos mandatarios. Dudaba primero si Angela Merkel se hubiera prestado a una escenificación chusca como hemos interpretado aquí. Mi conclusión es que no, que vemos esa imagen de modo diferente en Alemania y en España.

He hecho este verano unas etapas del camino de Santiago por el interior de Euskadi con una ingeniero alemana de la Mercedes. Nos hemos reído mucho y hemos contrastado nuestros respectivos sentidos del humor. Para ella el Camino de Santiago es algo muy serio, de hecho cada verano aprovecha sus días de vacaciones para venirse a España, país en que trabajó tres años, para hacer recorridos de la ruta jacobea. De hecho, deja el trabajo y rapidísimamente se viene a este país para experimentar la vida a lo largo del camino. Ella admira a los españoles, le gusta su sentido de la vida, su disponibilidad, su amabilidad, su capacidad de comunicación, tan diferente a la cerrazón alemana con los desconocidos. Ella aprecia que la gente a lo largo del camino le abra su corazón sin exigir nada a cambio. Ella se siente en parte española, dándose cuenta de que España y Alemania no son tan diferentes culturalmente. Eso sí, hay una diferencia, reflexiono yo: los alemanes creen en sí mismos. Cuando hay un problema buscan maneras de solucionarlo de forma práctica. Son la primera economía de Europa: levantaron a la República Democrática de Alemania, un país atrasado, y siguen siendo la locomotora de Europa. Ellos tienen claro que, a pesar de su pasado, creen en ellos mismos, creen en su sistema político y aprecian a Angela Merkel a la que han votado mayoritariamente. Por nuestra parte, somos un país fatalista, un país que no cree en sí mismo, un país al que le encantan las chirigotas de Cádiz y deplorar todo lo español fustigándonos diciendo que todo es una bazofia. Nuestros políticos, nuestro sistema, todo. Hay una interpretación nihilista de la política. No confiamos en nosotros mismos. En los barómetros europeos de confianza, los españoles y los griegos se deploran a sí mismos, mientras que los alemanes tienen un alto grado de fe en ellos mismos. Curiosamente, nuestra imagen exterior, lo que opinan otros países sobre nosotros, no es ni de lejos tan negativa como lo que pensamos nosotros. En general se tiene una opinión positiva sobre los españoles, mucho mejor que sobre otros países por ejemplo.

Es un lugar común burlarse de la Merkel. Es gorda, bajita y lleva flequillo. Pero nuestros hijos se están yendo a trabajar duramente a Alemania, o eso pretenden. Si en lugar de ver un personaje ridículo viéramos en esa mujer a la locomotora alemana, a la República Federal Alemana, tal vez cabría matizar la imagen de chanza. No es una imagen patética como se ha querido ver aquí la que forman los dos mandatarios. No. Esa imagen refleja el aprecio alemán por lo español. Y el respeto que suscita el Camino de Santiago entre los alemanes. Sé que debe ser duro para nosotros los españoles pensar que alguien confía en nosotros, que no somos el último mono de Europa. Sé que a un pueblo acostumbrado a menospreciarse a sí mismo, le es difícil pensar que alguien le concede valor. Es un problema básico de la autoestima baja. Quien tiene la autoestima baja se burla mucho de todo y juega a denostarse a sí mismo como muestra de su capacidad autocrítica. El cine español es una mierda, los políticos españoles son una mierda. Aquí todo es corrupción. Nuestro sistema sanitario es una porquería. La escuela española no vale nada. Estamos a la cola de todo. Eso nos encanta. Además de ir de bares, la institución española más valorada por la mayoría. Todo se caerá abajo pero los bares seguirán en el barómetro en el punto más alto. Si nos respetáramos más a nosotros mismos, no permitiríamos que otros nos tomaran a chacota como esos jóvenes europeos que vienen a España de charanga y botellón porque aquí todo está permitido. Y así existe Magaluf, y las jornadas del desmadre en Salou, y los horarios sin fin, y la fiesta sin normas que reina para los turistas que no se permitirían en su país nada parecido, pero en España, que tiene la autoestima tan baja, todo se permite, y si no, que lo digan los vecinos de la Barceloneta. Somos un claro ejemplo de sociedad que no se respeta a sí misma, que no se concede valor a lo que hace y así permite que otros le falten al respeto, básicamente porque no se lo tiene a sí misma.


Que no me digan que esta imagen de Rajoy y la Merkel es ridícula. No lo es. Y si la vemos es porque nos sentimos ridículos nosotros. Los alemanes habrán visto algo muy diferente y no entenderán nuestro sentido del humor que tiende a lo negro. Ellos están habituados a tomarse en serio y la mayoría aprecia el valor que tenemos. Seríamos nosotros los que deberíamos ser primeros en confiar un poquito más en nuestras posibilidades, en nuestros proyectos de futuro, en la capacidad de regenerar el sistema, en no darlo todo por perdido, en no naufragar en el nihilismo, en creer incluso que son posibles referéndums sobre la pertenencia o no a España. Si creyéramos en nosotros mismos no nos reiríamos de esa foto que refleja algo muy distinto a lo que leemos nosotros en ella.

lunes, 25 de agosto de 2014

No se pierdan la letra pequeña



Hay un fenómeno emergente que es el de mostrar los viajes que se hacen mediante fotos en Facebook. Así vemos en tiempo real la estancia de A y B en las playas de Brasil, la visita de C a las ciudades de Malaysia, los paseos por Berlín de D, el recorrido de E por Alaska, la estancia de F en Benidorm... Es un modo de relatar los viajes que les restan cualquier magia y muestran demoledoramente lo minúsculo que es el mundo en que vivimos. Da igual adónde se viaje. Las fotos, tal vez los selfies, muestran, sin pretenderlo, la banalidad de viajar a lugares supuestamente remotos en que todo es mostrado y exhibido. El turismo es un desastre que aplasta a ciudades originalmente hermosas como Venecia o Barcelona. Los turistas somos corruptores de culturas con nuestra mirada adocenada, ansiosa de emociones fuertes y paisajes novedosos que han sido ya mostrados en internet mil y una vez. A esto se le ha llamado “la aldea global”, un recinto pequeño en que de modo espasmódico nos movemos, hacemos fotos y las mostramos para recibir comentarios apasionados del tipo: ¡Qué chulo!

Hubo un tiempo en que se viajaba y se enviaban cartas o aerogramas para comunicarse con nuestros amigos y personas queridas. Tardaban semanas en llegar y uno tenía la impresión de que si estaba en Bali, por ejemplo, estaba muy lejos, inmerso en una situación lejana en el tiempo y el espacio. Uno podía respirar y creer que estaba en un lugar que nos permitía una distancia con lo vivido habitualmente. Recuerdo estas situaciones como altamente interesantes que lo sumergían a uno en una vivencia del tipo de una burbuja temporal. Hoy uno pasea por una playa del norte de Bali y asiste a una ceremonia nocturna en un templo cercano en que bailan legong muchachas núbiles a la luz de la luna, hace fotos con toda la intención, las cuelga con su móvil en Facebook y da cuenta de esa experiencia maravillosa, rebajándola a la categoría de anécdota, para recibir unas docenas de likes y comentarios intrascendentes ante las fotos nocturnas que ha hecho. Esta es la nueva antropología del turista que comunica ansiosamente todo, incluidas las comidas de las que hace fotos, para dar a conocer lo bien que se lo está pasando. Sus contactos se hacen eco y desde esa cercanía que no permite ningún distanciamiento, le dicen lo genial que es todo. Hay todo un arte de decir algo sin decir nada, que las redes sociales estimulan y espolean. Es el reino de los lugares comunes, el reino de la banalidad, no por la identidad de los que paseamos por allí, sino por la proyección que hacemos de nuestra vida, de nuestras andanzas, de nuestras experiencias reducidas a mínimos acontecimientos que se van sucediendo con estímulos renovados e igualmente gaseosos.

Una vez paseaba por las calles de un pueblecito aragonés, hacía fotos, y escuchaba los sonidos del pueblo que se mecía en el silencio de la mañana luminosa. Yo me situaba en las sombras. De una ventana, velada por una persiana de las de antes, salía una voz de una anciana que jugaba con su nieta. Le cantaba una canción con voz quebrada pero musical. Le venía a decir a su nietecita que había vivido toda su vida allí, en aquel pueblecito, que no había salido de él, y que quería igualmente morir allí. Aquello me conmovió, a mí, personaje que se las da de viajero y que ansía recorrer paisajes nuevos siempre que puede. La canción alegre de la anciana me llevó también a algún pensamiento de un filósofo que no logro recordar pero que expresaba una idea semejante. Que no es necesario salir de la calle donde vive uno para sentir todo el peso del universo, experimentar la totalidad. Al final de la vida, puede ser tan densa la experiencia de la misma de un gran viajero que la de una mujer que no ha salido de su aldea y siempre ha contemplado el mismo cielo, las montañas, el valle, el río, de su pueblo.

Ha habido escritores viajados muy importantes, pero también los ha habido que han vivido recluidos en la habitación de su casa observando su mundo interior con delicadeza, con agudeza, con penetración. Y uno llega tal vez a la idea de que todo está dentro de nosotros. Si uno no tiene demasiado o es pobre interiormente, da igual lo que contemple fuera por exuberante, por fascinante que pueda ser, por las docenas de fotos que pueda colgar de paisajes y comidas. Lo que comunica uno siempre es su paisaje interior. El exterior solo es el reflejo del mundo que se lleva dentro. A veces es preferible el silencio como una forma mucho más elocuente de mensaje frente a miríadas de instantáneas que reflejan mucho más de lo que se cree la propia mirada más que el objeto fotografiado. Y es que cuando hacemos una fotografía, misteriosamente, nos fotografiamos a nosotros mismos. Y cuando escribimos sin duda hacemos algo parecido. Tendríamos que mejorar el estilo para decir algo en un mundo que raramente permite la expresión individual en esa mimetización que hacemos todos sobre la transparencia de la sociedad de consumo y que revela que, más que nada, somos eso, consumidores de bazofia envasada en latas que pone en letras minúsculas pero elocuentes: mierda.

sábado, 16 de agosto de 2014

Man, el alemán de Camelle

                  

Nuestro recorrido  por la Costa da Morte ha sido una magnífica sorpresa al descubrir la ruta que va desde Camariñas hasta Camelle. Es un paisaje soberbio que  enamora comenzando en el faro de Cabo Vilan y que recorre la mítica costa donde se han  producido tantos y tantos naufragios. Es totalmente virgen y se pueden encontrar playas de arena blanca solitarias en medio de un mar tornasolado por los colores del cielo, ora dramático, ora maravillosamente sereno. Uno puede imaginar aquí lo que debió ser la costa española antes de la irrupción destructora del turismo masivo que ha degradado la belleza de estos entornos. Sin duda volveré para recorrer a pie estos parajes y uno imagina lo que sería pasar un año, incluido el invierno, ante este mar, tranquilo o furioso, gris o azul.

Aquí llegó en 1961 un alemán, estudiante de arte, en 1961. Se llamaba Manfred Gnädinger. Se enamoró de la Costa da Morte y de la maestra del pueblo, pero ella no le correspondió. Tenía veinticinco años. Lo fascinante es que aquel joven se quedó a vivir en Camelle durante más de cuarenta años hasta el momento de su muerte de la cual hablaremos. No se sabe si Manfred estaba loco cuando llegó allí o la locura  se apoderó de él en estos cielos y mares tormentosos. El caso es  que Manfred se construyó una pequeña casita de seis metros cuadrados junto al puerto  en medio de las rocas y llevó a cabo una experiencia perturbadora y fascinante que nos sigue pareciendo prodigiosa. Convirtió todo el entorno en un museo al aire libre creando formas radicalmente originales combinando estructuras orgánicas y colores con los materiales que le proporcionaba el mar y las piedras  que fue articulando audazmente. Manfred se convirtió en parte del paisaje y fue a partir de entonces solo Man -Hombre-. Se cubría en invierno y en verano con una tela a modo de taparrabos y vivió su aventura creativa en combinación con la naturaleza de la cual se convirtió en un elemento más. Su museo y su experiencia se fue divulgando y atrajo  a multitud de visitantes que llegaban hasta Camelle. El alemán de Camelle entregaba a cada visitante una libreta con un lápiz para que aportara algo a la creación de formas y añadiera algo de su propia visión. Fue un ermitaño de pocas palabras, algunos dicen que  era huidizo y solitario. No fue un gran teórico y no ha dejado textos escritos, pero a su manera fue un filósofo y artista del llamado  "land Art". Su  biblioteca, tras su muerte, guardaba libros de Lao Tse y de  Nietzsche. En alguna manera su vida fue  su obra de arte y nos recuerda a la esencialidad de Thoreau en su pequeña cabaña en los bosques pero  en este caso junto al mar que contemplaba en su infinita transformación. No me cabe duda de que su aventura fue  de  naturaleza radicalmente espiritual y mística. Prescindió de todo lo accesorio y dotó de sentido a su propia vida sin grandes discursos. Él estando solo allí era todo un mensaje  sobre la vida, la muerte y la Naturaleza. Una vez escribió que lo esencial de la vida y la filosofía es que todo era un círculo, y en medio de ese círculo,  junto al mar, vivió Man más de cuarenta años. Los que lo visitaron y entraron en su casa llena de formas orgánicas y colores dicen que hablaba en voz muy baja y que a su lado existía la paz. 

Los habitantes de Camelle lo  adoptaron y lo hicieron uno de ellos. En un tiempo tuvo que erigirse un muro de contención y hubo que eliminarse  parte de su museo. El se tumbó en el  cemento y dejó la forma de su cuerpo desnudo como modo de hacer visible su protesta. Dicen que su creatividad  fue espléndida pero con el tiempo, como la vida misma, perdió su  fuerza original. El caso es que en 2002, cuando se produjo la marea negra del Prestige, el chapapote invadió toda la costa que él tanto amaba y su museo fue anegado por el líquido negro y viscoso. Fue su desesperación y su famosa foto destrozado recuerda El grito de Munch. Se sabe que él expresó su deseo de que  su museo no fuera limpiado como muestra  de la codicia de los seres humanos y su desprecio por la naturaleza. No sabemos mucho más. Solo que Man se encerró en su casa, dejó de tomar la medicación que necesitaba, renunció a la comida y, en medio de las miasmas del fuel, al cabo de un mes se le descubrió muerto en su casita de colores. Fue  la primera victima del Prestige y símbolo humano de esta tragedia contra la naturaleza. Su casita quedó vacía y el museo al aire libre fue terminado de destruir por los temporales, en especial uno de 2010 que fue arrasador. Cuando el visitante llega hoy a Camelle ve los restos de su casa, con el techo hundido y el entorno ofrece algo de lo que  pudo ser aquello en otro tiempo. Se conserva un legado con obra, fotografías y textos que no han sido exhibidos. La desidia y el abandono de su museo por parte de la Xunta ha sido lamentable. Muchos hablan de conservar el legado de Man pero no se ha hecho nada por peleas políticas. No hay ningún tipo de partida presupuestaria para esta deseable restauración de su museo  que recibe hoy día más visitas que el Museo de Arte Contemporáneo de Vigo, doce años tras su muerte. 

La visita a Camelle me ha llevado a querer saber algo más de Man cuya figura recuerdo vagamente sin que me llamara especialmente la curiosidad evocándolo más como algo estrambótico y excéntrico. Sin embargo, ver su entorno, conocer la bella Costa da Morte en su pureza  todavía virginal, me ha hecho ver su vida desde otros ángulos que me han conmovido. Han pasado doce años tras su muerte y todavía sigue suscitando sorpresa y curiosidad aquella vida en meditación profunda sobre la naturaleza del ser, el arte y la fuerza del mar o el viento. 






jueves, 7 de agosto de 2014

Refugiados



He atravesado caminando el corazón del País Vasco por la parte de Guipuzcoa y Álava recorriendo ciudades como Irún, Oiarzun, Hernani, Andoain, Tolosa, Ordizia, Beasain, Idiazabal, Cegama, Agurain... En muchos de estos lugares he visto profusión de pancartas en alusión a Gaza y al "genocidio" israelí al que se relaciona con Hitler y el nazismo. Se siente meridiana la cercanía política de los radicales vascos hacia los movimientos de resistencia palestinos. Sin embargo, no he visto ningun alusión al drama sirio que tiene lugar en el mismo lugar del mundo. Tuve que llegar a Foz (Lugo), una vez acabado el Camino Vasco del interior, para que una mañana, ayer, una muchacha me pidiera unos instantes de atención. Luego supe que se llamaba Marta Domínguez y era miembro de ACNUR, la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados. 

Yo no tenía intención de aportar ayuda a una agencia como ACNUR aduciendo que ya era socio de Médicos sin Frontera y que de alguna manera ya colaboraba con la solidaridad mundial. Marta me enseñó una carpeta con imágenes del campamento de ACNUR en Zaatari en el que se hacinan más de cien mil refugiados sirios que han huido de su país inmerso, en una terrorífica guerra desde hace más de tres años y que ha causando unos doscientos mil muertos, once mil de ellos niños, y ha provocado un exódo de dos millones de refugiados a los países vecinos. En Jordania hay más de medio millón de los que más de cien mil están en esa ciudad campamento que es Zaatari en condiciones muy precarias por la escasa ayuda internacional y el olvido generalizado del conflicto sirio que ya no aparece en las noticias. Este campamento es llamado "de los niños" pues la inmensa mayor parte de sus refugiadoso son menores de dieciocho años. En la guerra de Siria, Bachar el Assad ha utilizado sin piedad armas de todo tipo, incluidas las químicas, contra su pueblo. Es un conflicto olvidado que no ha ocupado un lugar preferente en la mentalidad de  Occidente ni en los países árabes contra los que se rebelan los refugiados por su indiferencia. 

La vida en un campamento de refugiados es ominosa. No hay nada que hacer salvo esperar: esperar y conseguir raciones de comida que llega con cuentagotas y es claramente insuficiente. Los servicios médicos están saturados. Allí trabajan agencias internacionales como Médicos Sin Frontera y otras. Hay muchas muchachas de catorce años que llegan embarazadas y a los diecinueve años ya van por su quinto parto. No hay lugar para la esperanza. Al otro lado de la frontera de Jordania está un país arrasado por la guerra y que constará décadas reconstruir cuando acabe, si acaba, el conflicto. Las miradas de muchos refugiados vagan perdidas en el desierto. El campamento es claramente insuficiente pero es lo que hay a tenor de la mínima solidaridad internacional. 

Mi conversación con Marta duró una media hora. Vi a una muchacha de veintinueve años tremendamente preparada y con una convicción extraordinaria. No se iba a rendir ante mis argumentos de que mi cuota de solidaridad ya estaba cubierta. Me asombró su fuerza, su juventud militante, su claridad mental y su formación en el tema de los refugiados. Me confesó que era feliz, que cada día se levantaba con una enorme ilusión por seguir luchando, lo que le llevaba a "perder el tiempo" intentado persuadir a personas como yo cuyo músculo moral está dormido. No me imagino la fe que hay que tener para parar a la gente en la calle e intentarla hacer consciente de ese terrible drama de los refugiados. Me enseñó un pequeño paquete de alimento concentrado que contiene las calorías y proteínas que sustituyen una comida. Cada unidad cuesta 25 céntimos. 

ACNUR no solo está presente en Siria. También hay campamentos en la República Democrática del Congo adonde llegan miles y miles de mujeres violadas a las que hay que ayudar a reconstruir su vida tras ese trance espantoso de violaciones múltiples. Otros campamentos están en Sudán del Sur, lugar de tenebrosas perspectivas humanitarias. Todo esto existe pero nosotros estamos confortablemente situados en nuestra rutina fantástica y no percibimos el horror que  nos rodea. 

Al final me hice socio de ACNUR y me comprometí a una ayuda mensual a la organización. Mi intercambio con Marta fue maravilloso. Ella dio forma a una necesidad íntima de colaborar, aunque sea en mínima parte, con el drama de los refugiados. Luego subí a casa y me preparé a comer en mi plácida rutina en que no me iban a faltar comida abundante y variada. Pero algo había cambiado en mí. Había un punto de orgullo en mi decisión y me di cuenta que llevaba con alegría la pulserita azul que Marta me había dado y que ponía en las lenguas de España: Refugiados, Refugiats, Refuxiados, Errefuxiatuak, además de otras lenguas: Refugees, Réfugiés

Algo había cambiado en mí. 

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