Paso unos días con mis sobrinos gallegos. Tienen nueve y
diez años. Son unos niños totalmente normales, como sus compañeros, como la
inmensa mayoría de los niños de su edad. Los observo y juego con ellos estos
días de Navidad. Para ellos el
tiempo pasa al lado de una pantalla, sea el ordenador, el teléfono móvil de
otros tíos, la Wii, la tableta que
compró su madre. Ahora tenemos dudas sobre qué regalarles para reyes, pero en
el ambiente está una cónsola Nintendo
DS2 o DS3 sobre cuyas
peculiaridades he de imbuirme estos días. Ya me he enterado de precios. La
posibilidad de regalarles algún juguete de esos que aparecen en catálogos
resulta totalmente lejana. Ya no se sienten atraídos por esos artefactos que
pertenecen a años anteriores. Ahora tengo a uno de ellos jugando a un juego
interactivo en el otro ordenador. Está absorbido totalmente por la virtualidad
del juego. Antes jugaba con el iPhone
de un familiar hasta que se ha ido. Esto ha sido después de haber visto en la
tele una película de acción que grabamos. Mañana iremos a ver una película en 3D, creo que bastante mala, que es Caminando entre dinosaurios. No hay
ofertas más tentadoras para ver en el cine que eleven su cultura
cinematográfica.
Su vida y sus intereses pasan por la pantallas y el movimiento
vertiginoso de las imágenes. No les he visto coger un libro estos días, salvo
para hacer deberes y uno de ellos ha estado leyendo una página lo que le ha
supuesto un gran esfuerzo y no le he visto especialmente entusiasmado.
Es muy difícil que estas generaciones nativas digitales,
habituadas a la velocidad del cambio de pantallas, y a los juegos de acción,
puedan tener interés por lo que pasa dentro de un artefacto anticuado y lento
como es un libro. Podemos hablarles de que los libros abren el camino a otras
vidas, a otras experiencias, que desarrollan su imaginación, que amplían su
cultura... pero tenemos la batalla realmente muy complicada ante los saltos
intertextuales en internet y los juegos en red que generan una atención parcial
discontinua y que les imposibilita seguir un desarrollo lento y moroso de lo
que es un texto literario que es esencialmente lineal. Yo soy un lector
contumaz, leo muchísimo, pero observo en mí que cuando leo una obra de ficción
durante quince minutos, necesito desconectar durante dos o tres minutos y mirar
mi correo electrónico con el iPad
que tengo al lado, o mirar Facebook
o las noticias del periódico. No soy capaz de mantener una atención continua
durante largo rato. Mi mente está diseñada para la interrupción y lo fragmentario.
Eso no impide que me lea uno o dos libros por semana, a veces de mil páginas,
pero no puedo mantener la atención sin parar unos minutos para seguir
posteriormente la lectura. Esto no es lo que recuerdo de mi juventud y primera
madurez en que era capaz de mantener la atención durante largo tiempo en la
lectura sin distraerme.
Me apasiona leer y captar el sentido unitario de una novela,
a pesar de los lapsos de distracción que la van contrapunteando. Mi mente ha
sido modificada por la irrupción de internet y el mundo digital. Pero si yo me
observo y considero que tengo una atención parcial discontinua, yo que he sido
formado en la disciplina lectora de otro tiempo, ¿qué será de estos muchachos
que navegan libremente por internet desde los seis o siete años, si es que no
han tenido acceso a smartphones y
tabletas desde que tenían dos o tres
años como sé positivamente que sucede en bastantes casos? Nuestro cerebro se ha adaptado a otro tipo de
tempus narrativo en el que suceden
cosas continuamente y a velocidad frenética, además de ser fragmentario y
cambiante. No se soporta la continuidad y la estabilidad ni por supuesto la
lentitud o los tiempos muertos. Por eso la gran tortura que supone para los
niños y adolescentes el aburrimiento, acostumbrados a la acción sin parar.
Recuerdo que Juan
Ramón Jiménez niño pasaba largas horas en su jardín de Moguer mirando la cambiante luz, la forma de las hojas de los
árboles, los juegos de sombras, y escuchando el murmullo de la fuente, la
campanadas de la iglesia, los trinos de los pájaros, y se sumía en una quietud
contemplativa de la realidad que le llevó a desarrollar profundamente su
imaginación poética.
Hoy los niños viven en realidades esencialmente virtuales y
artificiales, tienen graves dificultades para observar el mundo que no pasa por
una pantalla a ritmo rápido y con ágiles efectos especiales. Su realidad es lo
que pasa dentro de una pantalla grande o pequeña, y lo demás son interrupciones
como las clases, como los libros, como las conversaciones hacia las que no se
sienten nada predispuestos. No es casual el cambio que se ha operado en la
docencia en la que recuerdo hace veinte años una sensación de continuidad y de
facilidad para mantener la atención, frente a la inestabilidad de la mente de
los niños y adolescentes (y adultos) de hoy en día que necesitan vitalmente la
interrupción, el cambio de ritmo, la sucesión de estímulos cambiantes que
mantengan su mente en estado de alerta. Sencillamente no pueden mantener la
atención, es para ellos una tortura, su mente no está diseñada para ello.
No sé qué consecuencias puede tener para la continuidad de
nuestra civilización la formación de generaciones tan inestables y
fragmentarias para las que el conocimiento del pasado es lejano, lento,
aburrido, estático. Y por supuesto los libros, por bien intencionados que sean,
forman parte de ese pasado que ellos no pueden soportar, ya que necesitan el
estímulo de la recompensa inmediata cuya dilación es realmente abominable.
El peor concepto de este tiempo no es el relativo a la
maldad, a la deformidad moral, o al crimen más abyecto. Todo esto se puede
aguantar y comprender, pero lo que no se puede soportar es el aburrimiento. Las
cosas pueden ser todo, incluido inmorales, pero no pueden ser aburridas.