Una de las historias que la prensa ha publicado recientemente
que más me han conmovido e interesado es la historia de una muchacha nacida en Namibia en 1990, llamada Tippi Benjamin Okanti Degré. Fue una
niña hija de dos fotógrafos que vivían en África.
Tippi vivió sus primeros nueve años
en plena libertad, entre los animales salvajes y las tribus del territorio, los
bosquimanos y los himba, que la acogieron como uno más y la enseñaron a cazar, rastrear
y comer bayas y raíces para sobrevivir. Tippi
no iba a la escuela, vivía con el cielo infinito de África sobre sus ojos y sus pies pisaban la tierra roja de este
continente. Fue una infancia única y mágica totalmente diferente de las de
otros niños franceses que la viven encerrados entre cuatro paredes y sometidos
a las disciplinas escolares y urbanas.
Hoy mientras llevaba a mi hija Lucía al colegio hablábamos de esta muchacha. Le he contado la
historia de Tippi que continúa
cuando ella tiene casi diez años y sus padres se separan y la llevan a vivir a París. La separación de sus padres y el
alejamiento del África producen en
la preadolescente una profunda crisis, acentuada por el hecho de empezar a ir a
la escuela lo que supone para Tippi
un inconcebible encerramiento. Todo le parece pequeño en París, las calles y las casas, acostumbrada al cielo y la
naturaleza africanos. Es una niña retraída en la escuela y alejada de sus
compañeros recordando su vida en África,
sus auténticas raíces que no ha podido olvidar. Fue esta una etapa dolorosa y
en sus ojos se distinguía la tristeza de pertenecer a otro lugar.
Tippi se llama Okanti lo que significa “suricata” en
la lengua ovambo de Namibia, una pequeña mangosta que llevó
al desierto del Kalahari a los
padres de Tippi, fotógrafos.
Puedo entender el conflicto de esta muchacha que se siente
fuera de lugar en Europa, añorando
la inmensidad africana, a la que tarde o temprano volverá. Ahora cursa estudios
de cine en la Sorbona, y ha vuelto a
África para realizar varios
documentales.
Cuando era niño yo, a los cuatro o cinco años, mi vida era
libre en mi ciudad. Deambulaba solo por las calles y las plazas yendo de un lado a otro.
Recuerdo de esta etapa una sensación de libertad. Luego tuve que
recluirme e ingresar en un colegio represivo en que solo había varones. Lo
sentí como un encerramiento, en absoluto comparable con lo que vivió Tippi que fue infinitamente más hermoso
y libre en compañía de felinos, serpientes, elefantes, mangostas y su relación
con las tribus en conexión con la naturaleza. Corría desnuda por las praderas,
sin peligro, en permanente estado de felicidad. Allí todo era perfecto bajo el
sol africano.
Reprimimos el salvaje que está dentro de cada niño, y esto
crea una profunda neurosis que se puede percibir en la adolescencia donde
seguimos encerrándolos en centros con verjas y siete llaves. Falta esa mágica
relación con la naturaleza y el sentimiento de libertad que debería haberse
experimentado en algún momento. Creamos seres programados, que terminan
consumiendo grandes dosis de antidepresivos o alcohol para soportar el
encerramiento y la claustrofobia de vivir en el seno de la sociedad occidental
que cuida el bienestar material pero descuida el alma de las cosas y las
personas.
Tippi añora los
paisajes de África, añora esa
libertad de tener el cielo por encima de ella y hablar con los animales como
presencias reales, añora la relación con seres profundos como los bosquimanos
(en trance de desaparición) o los himba. Siente una profunda tristeza por haber
sido arrojada del paraíso. Tal vez ya la vuelta sea imposible. Ella la vivió en
ese tiempo mágico de su infancia en que todo es irrepetible.
Hoy hablaba con Lucía de Tippi y le decía que no sabía si sus padres le habían hecho un
favor haciéndole vivir esa niñez o aquello le acompañaría como una condena por
la nostalgia del mundo infinito de África, ese continente terrible y maravilloso
que encierra tanta inmensidad y a la vez tanta amargura, tanta belleza y tanto
dolor.