En el pasillo de profesores tenemos unos paneles donde se
cuelga información variada. Nuestras reuniones, nuestras guardias, las salidas
pedagógicas... Pero también hay un panel donde se recogen las incorporaciones
de nuevos alumnos así como las bajas de alumnos que se van de nuestro centro
educativo. En los años anteriores era un goteo constante de incorporaciones que
llegaban en pleno curso y a los que debíamos hacerles sitio en las clases. Eran
muchachos magrebíes o latinoamericanos fundamentalmente que llegaban al calor
del impresionante crecimiento económico español. Sus familias por reagrupación
familiar o por nueva llegada buscaban en España un espacio para la mejora de
sus condiciones de vida. A esto se lo llamó el efecto llamada. Millones de
inmigrantes han llegado en poco más de una década y los centros educativos
hemos sido recipiendarios de esta masa de muchachos con más o menos integración
cultural.
Este año, la lista cuenta con una treintena o cuarentena de
bajas. Son alumnos que se van de España porque sus familias retornan a sus
sitios de origen o buscan otros destinos en países menos golpeados por la
crisis. Miro la lista y veo en ella a alumnos que han sido míos y que ahora sé
en otros países, en otras circunstancias cuyo alcance desconozco. No deja de
producirme una cierta nostalgia. España ha dejado de ser un país de
oportunidades parar sumirse en una depresión de raíces muy profundas y que no
será fácil reconvertir.
No sé cuándo comienzan nuestros errores. Reconozco que lo
ignoro. Sé que en 1999 la realidad de la geografía española empezó a
multiplicar la llegada de inmigrantes. Lo sé porque hice el camino de Santiago
Norte y observé la multitud de muchachas que se empleaban en bares y restaurantes
por toda la ruta. Eran en su mayoría latinoamericanas. Dominicanos,
ecuatorianos, colombianos, chilenos (menos)... comenzaron a considerar este
país un poco suyo. No sé cómo los recibimos. Lamentaría que fueran recibidos
con un espíritu de suficiencia o conmiseración. La situación nos llevó a
creernos ricos y nos convertimos en altivos, mirando tal vez de soslayo a los
que llegaban buscando perspectivas en sus vidas. Ahora en poco tiempo estamos
empezando a darnos cuenta de que somos un país pobre, que fue un espejismo el
crecimiento económico que llevó a algún presidente prepotente a pensar que
éramos la no sé cuantos potencia del mundo, que podríamos sobrepasar a Francia
o Italia en potencia económica. Ahora somos un país intervenido aunque el abrumado de nuestro desnortado y confuso
presidente quiera hacernos creer que ha hecho una jugada genial aceptando un
crédito de cien mil millones de euros. Las cosas no van bien, y lo veo en la
lista que se va incrementando día a día en el pasillo. Nos está costando darnos
cuenta de que somos un país del sur, un país bastante pobre, con grandes
autopistas, con redes de AVE ineficientes, con aeropuertos vacíos, con
innumerables universidades, con un sistema autonómico ineficaz y muy caro.
Seguimos haciendo grandes festivales y programando olimpiadas que nadie sabe cómo
se pagarán. Seguimos con la mentalidad de nuevos ricos, pero ahora somos
nosotros los que hemos de coger los bártulos e irnos a otros países en
Latinoamérica, a Europa, a Asia, Australia... Volvemos a ser un país de
emigrantes y se percibe que la burbuja que fue causa de nuestro crecimiento en
el aire está estallando poco a poco. Japón en una situación lejanamente
parecida lleva veinte años sin salir del bache. Tenemos pisos construidos para
los próximos diecisiete años, y se acabó el crecimiento por la saturación
inmobiliaria. El problema será saber qué vamos a hacer, en qué vamos a ocupar
nuestra capacidad productiva en un mundo tremendamente competitivo en el que
sobran países con más capacidad de generar crecimiento.
Tal vez debamos ser de nuevo radicalmente pobres y perder la
alucinación que todavía nos domina de que hemos sido ricos. Los centros
comerciales, las cafeterías, los lugares de ocio todavía rebosan de multitudes
que siguen viviendo en la euforia de lo que creímos ser. La realidad de la
prensa de cada día nos devuelve a lo que realmente somos. Nuestra deuda está al
nivel del bono basura, y no hay medida que anime el crecimiento y no hay día
que no aumente en miles y miles las personas desocupadas. El próximo año de
nuestra plantilla de sesenta profesores, al menos nueve saltarán y se perderán,
quedando en el paro. Nuestras condiciones de trabajo serán extremas con más de
cuarenta y cinco alumnos en el aula, sin apenas poder hacer fotocopias, sin
libros de texto (porque no se pueden comprar), aumentando nuestra carga lectiva
y empeorando nuestra realidad en todos los sentidos no siendo la menor las
reducciones de sueldo, las que han llegado en todos los órdenes, y las que
llegarán, no siendo inverosímil que haya algún día que no haya dinero para pagarnos.
Miro la lista del pasillo y me da medida de dónde estamos.
Sigue aumentando día a día. Tendremos que aguzar el ingenio. Tendremos que
utilizar la imaginación para sobrevivir en unas condiciones para nosotros y
para nuestros alumnos que no podíamos suponer hace bien poco tiempo.
Hace un tiempo utilicé la imagen de que eran malos tiempos
para la lírica y entonces estábamos en plena burbuja inmobiliaria que nos llevó
al clímax consumista. Quizás ahora vuelvan a ser tiempos para la lírica; en la
necesidad, los seres humanos tal vez hagan un hueco de nuevo para la poesía, el teatro, el arte.
No sé, se me acaba de ocurrir. Los años de abundancia no fueron pródigos en
inspiración de ningún tipo y si de gilipollez y estulticia. Quién sabe. Yo
desde luego no.