Mi hija pequeña y yo solemos hablar por las noches antes de
dormir, y asimismo cuando vamos solos en el coche, lo que es raro, pero alguna
ocasión tenemos. Nos gusta ver buen cine juntos, leer poemas, recitar refranes,
comentar diferentes aspectos de nuestra vida. Le atrae mi perspectiva, y suele
escucharla con atención intentando comprenderla. Está en plena pubertad. Tiene
doce años y es previsible que tarde o temprano hayamos de pasar alguna tormenta
emocional en su desarrollo. Será inevitable. He oído, como tutor, de niñas que habían sido el ojito derecho de
su padre, al que estaban profundamente unidas, que entrando en la vorágine de
la adolescencia, todo el entramado ha saltado por los aires y la relación ha experimentado
una profunda crisis. La niña ha sufrido problemas de autoestima, de identidad,
de anorexia... estallando en infinitos conflictos de naturaleza inimaginable
pocos meses antes.
Aprovecho estos momentos en que todavía podemos hablar con
placer. Hoy le hablaba sobre lo
aficionada que es a ver series de televisión a las que está enganchada (El internado, El barco, Mentes criminales,
CSI, entre otras...). Hay jornadas de
trabajo agotadoras en que estudia o trabaja unas cuatro horas después de salir
de clase. Entiendo que se relaje viendo series y que se sumerja en el otro
invitado de la familia, el abominable Canal
Disney, cuyo fondo de risas tontas me persigue en la sala familiar. Es
perfectamente comprensible, pero hoy la conversación ha ido más allá.
Quiero que se dé cuenta de la diferencia entre ver un
episodio de El internado y ver, como
vimos juntos El ladrón de bicicletas
de Vittorio de Sica, o La colmena de Víctor Erice, o Big Fish
de Tim Burton o El niño salvaje de Truffaut
o King Kong o Amarcord de Fellini...
por poner unos ejemplos de algún cine que hemos visto juntos. ¿Qué diferencia
hay entre una experiencia y la otra? ¿Y qué diferente experiencia hay entre la
lectura de un libro, lo que le cuesta cada vez más, y el mundo de las series?
Le he hablado de un nivel llamado profundidad.
Hay experiencias más profundas que otras, hay experiencias que comunican con la
parte más densa de nosotros mismos y otras que se quedan en el nivel más
superficial, sin rozar el terreno sagrado del ser. El arte, le he dicho, en
buena medida es cruel, roza zonas de dolor, introduce su cuchilla afilada en
estratos sensibles. El arte ilumina parcelas de nosotros mismos a las que hemos
de hacernos sensibles con especial intensidad pues la cultura de época nos
quiere superficiales, epidérmicos, exógenos, narcisistas, bobos en definitiva.
Hay un cultivo exhaustivo de la dimensión boba de los seres humanos a los que
se acostumbra a la mediocridad, a la grisura, a lo que queda en las capas más
superficiales... y se evita lo que está más oculto. Cada padre alienta en sus
hijos determinadas dimensiones. Hay padres que charlan con sus hijos, como yo,
hay padres que llevan a sus hijos a la experiencia de la naturaleza y sin
palabras se comunican en la densidad del bosque, de las montañas, de los
arroyos… Hay padres que alientan la dimensión musical, la comprensión de sí mismos, cultivan el sentimiento de superación, de lucha… Hay padres que alientan el descubrimiento y el enriquecimiento de
esas zonas que parecen oscuras y que no son iluminadas por la culturas de los mass media que se mueven en la apoteosis
de la banalidad y el espectáculo. Los profesores sabemos algo de esto, y tenemos
conciencia de que nos movemos cada vez en capas más externas. Cada vez cuesta
más hablar de temas profundos que son eludidos con una vehemencia extraña.
Cualquier circunstancia o tema se reduce a sus aspectos más sensacionalistas o
maniqueos y se expresan lugares comunes que eluden la sutileza y la
complejidad. Nos estamos olvidando de saber mirar, de observar con atención la
realidad, sustituida por modelos interpretativos estereotipados. No disfrutamos
de experiencias personales de reconocimiento de lo que está fuera y dentro de
nosotros.
El buen cine, la buena literatura, la música, la
experiencia de la naturaleza, la práctica de la compasión, el arte en su
dimensión más luminosa nos abre a mundos que son ignorados y en los que cabría profundizar.
Lucía me preguntaba por qué veíamos entonces películas como Con faldas y a lo loco de Billy
Wilder. Le he dicho que es un humor inteligente,
que se ríe de todo, que utiliza todo el potencial de la comedia para la risa
fresca y a la vez profundamente lúcida. Pero hay diferencia, hemos observado,
entre el humor de la película de Wilder
y las bromitas tontas de las niñas típicas de Canal Disney. Esto es importante. Me da igual que vea más o menos
series. Es la edad y ha de pasar por ello. Pero quiero alentar el
descubrimiento de que entonces se asiste a experiencias diferentes, y que sepa
que existen otros círculos concéntricos o en espiral que nos llevan a lugares y
puntos de vista más complejos e infinitamente más ricos. El problema del
llamado arte de masas, del arte popular por llamar de alguna manera
a lo que nos inunda por todos los lados es que cree con cierta soberbia que los
seres humanos se regodean y se nutren únicamente de su grisura, y que no aspiran a visiones más elevadas o más profundas. Al menos, que haya habido alguien que
le haya hablado de ello. Descubrirlo será la tarea de toda su vida.
De todo esto hemos hablado en veinte minutos de viaje en
coche. Se me han hecho cortos, como suspiré ayer tras la sesión de La invención de Hugo en 3D. No podía
creer que hubiera acabado ya aquella película extraordinaria. Me hubiera gustado seguir en el mundo de aquella estación mágica. ¡Qué universo más maravillosamente plasmado! ¡Ojalá podamos volver a vivirlo, juntos, Lucía y yo!