Quien pasee por las páginas de facebook o por las estanterías de las librerías no dejará de notar
la abundancia insólita de sentencias, adagios y aforismos que expresan cómo
deberíamos vivir, mostrándonos la dirección de nuestra existencia trayéndonos
frases de famosos escritores que dejaron plasmada su concepción de la vida y
que se condensa en una oración sentenciosa que parece irrebatible ya que nos
lleva necesariamente a vivir el aquí y el ahora, a gozar del presente, a
iluminar nuestro día a día con la luz de la esperanza, a saber que nuestros
pensamientos son los que crean nuestra realidad... Me pregunto el porqué de
esta saturación de literatura sapiencial en forma de píldoras benefactoras para
nuestro sentido vital. No sé si son reflexiones que la gente se hace sobre su
propia vida y que pretenden ser exportadas a los demás con la mejor intención
del mundo. El que más y el que menos tiene unas frases que evidencian el
verdadero sentido de la vida. Además existe una prolija lista continuamente
renovada de libros de autoayuda que baten records diciendo quién se ha llevado
el queso... o los periódicos tienen secciones de psicología práctica en que se
nos enseña cómo tenemos que tomarnos la vida.
Sin embargo, cuando leo que alguien me proyecta una frase de
esas, me sumo en el sopor y deslizo mi mirada hacia otro lado. No hay nada que
me desagrade tanto como la necesidad de exportar fórmulas de vida
bienintencionadas que no sirven para nada. Son solo frases huecas por
brillantes que puedan parecer y por ilustres que sean sus autores. No creo que
la vida pueda ser concentrada en una sentencia. Nacemos a la vida sin manual de
instrucciones y hemos de aprender a navegar en ella creando nuestra propia
sabiduría que raramente será exportable. Bastante tenemos con aprender a vivir
como para ser además instructores de la vida de los demás. La sensación que nos
produce vivir es perplejidad. Nada hay totalmente cierto, todo es inestable, no
hay formulación por precisa que pueda ser que no sea rebatible. Nos movemos en
un mundo de realidades contradictorias, en un mundo de sombras, en un mundo de
incertidumbres en que el día a día es enigmático sumidos en el tic tac del
reloj inexorable que nos conduce a la muerte. Y, sin embargo, hemos de extraer
un sentido a nuestros días para que nuestra vida adquiera densidad. Hemos de
aprender a reír en medio de la tormenta sabiendo que en el fondo todo es una
broma gigantesca, incluso a veces bastante macabra. En pocos días me he
enterado de personas ligadas conmigo por la amistad que han sufrido anginas de
pecho, cáncer o que padecen Parkinson. Y me asombra y maravilla la fuerza que
saca a veces el ciudadano anónimo para enfrentarse a su devastación y
enfermedad. Los seres humanos se hacen grandes en la dicha pero especialmente
en la desgracia. Somos pasajeros de un tren que no lleva a ninguna parte. O eso
intuimos. Entretanto jugamos, entretanto reímos, entretanto leemos o gozamos de
las cosas. A veces con la inconsciencia de ponernos una venda delante de los
ojos no queriendo saber. Saber es complicado.
Estamos abocados a la nada, de ella venimos y a ella
volvemos. En realidad es bastante divertido y ello quita drama al asunto. Lo
más que podemos hacer es dibujar un perfil propio, dejar un esbozo de nuestro
paso por el mundo que percibirán quienes estén cerca de nosotros. Aprendemos
cada día que se abre paso en el devenir del tiempo. Hay pocos seres realmente
personales y originales. La inmensa mayoría somos ecos de otros ecos. Pero aun
siendo ecos podemos aspirar a vivir personalmente a pesar de que nuestras
cartas estén marcadas.
No hay nada tan apasionante como la aventura de vivir sin
fórmulas, sintiendo el vértigo del tiempo en nuestro rostro. Yo suelo escribir
sobre mi día a día, queriendo dejar constancia del tiempo vivido. A veces
escribo con profunda desesperación y a veces lo hago con esperanza, a veces con
temor, a veces con euforia o alborozo.
La vida es una partitura compleja que me gusta disfrutar lentamente. No me
molestan los momentos de oscuridad, los sufro como una parte del conjunto y
procuro no hundirme en ellos demasiado. Sé que son tan impermanentes como los
momentos de gozo. Sé que estoy en tránsito en un tren espacial que me lleva
irremisiblemente a algún lado pero no sé adónde. Esto tiene su qué.
Hubo un tiempo en que busqué en la buena literatura fórmulas
de vida, cuando los libros de autoayuda todavía no se habían popularizado. No
me sirvieron para nada excepto para disfrutar de la buena literatura. Y algo he
aprendido para comprender mi propia existencia y es que solo el arte nos ayuda
a descifrar el enigma del tiempo. Solo el arte nos lleva a trascender, a saber
que somos muy relativamente importantes, que solo somos un instante de luz en
medio de las sombras. Esto me consuela de mi tendencia al narcisismo, una
dolencia que me aqueja pero que sé poco importante.
A veces sueño con haber sido artista, músico, actor,
viajero, bailarín, escritor, cartero, impresor, hippy, poeta... pero solo he
llegado a ser profesor en la secundaria, un profesor sin demasiado éxito y que
se siente alejado de la profesión. Intento conjugar todas mis contradicciones
sabiendo que son irresolubles.
Pero al final suena una canción alegre y me pongo a bailar.
O si no, me pongo a leer o me voy al cine, o me abrazo por las noches a quien
me ofrece puerto seguro en la vida, o converso con mis hijas adolescentes o me
pongo a gritar cuando pasa el tren y así alivio mi angustia de vivir, un vivir
en que sé que las fórmulas son palabras, solo palabras que tal vez sirvieron al
que las escribió, pero que yo sé que he de ser yo mismo el que escriba el libro
de mi vida.