Fueye, Alejandro Lucas Debonis
Tengo en mi nevera un imán que compré en el Caixaforum que recoge una cita de Federico Fellini. Dice: Nuestros sueños son nuestra única vida real. Me dije que algún día escribiría un post tomando como base esta reflexión. Hoy sábado, ya oscurecido, ha llegado el momento del desafío de hacer justicia a algo que me parece completamente cierto. Todos soñamos y a veces recordamos los sueños, otras veces no. Ha habido temporadas en que procuraba anotar cuidadosamente todos los sueños que recordaba, especialmente cuando el azar o la fortuna me deparaba la posibilidad de un viaje que me sacara de mis coordenadas abrumadoramente repetitivas.
Soñar. ¡Qué hermosa palabra! Me gustan los sueños de ciudades imaginarias por las que me muevo lleno de sorpresa y admiración. Recorro la ciudad, desplazándome a barrios extremos. Es una ciudad conocida pero transformada y revestida de maravilla. Me muevo por una Barcelona con barrios en la montaña, deambulo por sus callejuelas por las que no parece haber pasado el tiempo. Es como si me devolvieran a mi infancia, pero yo no viví mis primeros años en Barcelona. Fue en otra ciudad a orillas de un río turbulento. Atravesaba una pasarela que se bamboleaba movida por el viento en tardes de tormenta, y abajo el río, denso y peligroso, me llenaba de miedo y fascinación. Abandonar la niñez es una gran tragedia de la que no nos reponemos nunca. Sólo los sueños, al menos los míos, en esos viajes oníricos que realizo a Nueva York, a París, a Alaska, a Winnipeg o a una Barcelona que no existe fuera de la imaginación, llegan a conectarme con la cosmovisión lúcida y terrible de la niñez, en que la visión de las cosas es nueva, incontaminada y pura. Sólo los paisajes de los sueños me comunican con la niñez, que viví desolado, pero a la vez estremecido por la belleza de contemplar un mundo por primera vez.
Recuerdo nítidamente mis paseos por esas ciudades imaginarias e invisibles. Meses y años después los sigo teniendo absolutamente nítidos en mi recuerdo. Son más reales que los paisajes que recorro en mi vigilia con ojos rutinarios. El sueño es la plasmación de mi ansia de infinito que hallo a veces también en el territorio de la literatura. Acabo de leer un libro curioso de Italo Calvino. Se titula El barón rampante. Sucede en la Italia del siglo XVIII. El protagonista es el barón Cosimo. A sus doce o trece años, tras un enfado con su padre, decide subirse a un árbol del jardín, y allí permanecerá para siempre, desplazándose por todo el país a través de la copas de los árboles. Desde allí contemplará la vida y la historia sin bajar nunca más de los árboles. El mismo Voltaire irá a verlo en su vida rampante, e incluso el emperador Napoleón conversará con él. Es un libro extraño porque detrás de la fábula de pasarse la vida subido a los árboles, he creído ver la misma locura que afligió a don Quijote que decidió a sus cincuenta años convertirse en caballero andante y salir al mundo a proteger a los desvalidos. Don Quijote y Cosimo participan de locuras parecidas ante una vida real asfixiante en que los sueños son nuestra mayor y mejor huida de esa realidad. Los sueños y la literatura.
Como cantaron Lole y Manuel: Las caricias soñadas son las mejores.
Porque también hay sueños eróticos, estremecedoramente verosímiles. No los olvido jamás. Lástima que no se prodiguen más, y que sea un azar acceder a ellos en algunas noches de tormenta. Aunque no sé si la palabra es sorpresa. Es algo más allá, es la antesala de algo que no llego a entender. Creo que yo a mis veinte o treinta años hubiera sido un claro voluntario a experimentar controladamente con algunas dosis de LSD o mescalina. Nunca tuve ocasión de hacerlo, pero entre mis libros de cabecera está Las puertas de la percepción de Aldous Huxley. Su lectura me llevó a imaginar y desear la experimentación con alguna sustancia alucinógena que no llegó desafortunadamente a producirse. No sé por qué imagino que la visión que me hubiera llegado no sería tan diferente de la que recuerdo de mi niñez o de algunos sueños o de algunos viajes. Supondría ver la realidad transfigurada, iluminada, distinta, potenciada, más allá de nuestra mirada habitual que no llega ya a soprendernos, ni a excitar nuestras neuronas que genéticamente están programadas para soñar, pero vivimos aherrojados en un cuerpo físico que se deteriora inexorablemente, se colesteroliza, se arruga, para algún día tal vez participar de nuevo –esto lo imagino- en una cosmovisión de la misma sustancia de los sueños, la literatura, o los fragmentos que nos quedan de la niñez. Tal vez esto sea la muerte. Un nanosegundo de visión totalizadora en la que cabrá toda la eternidad. Tal vez no haya nada más, pero ese instante infinitesimal será superior a toda la existencia. Los místicos llegaron a vislumbrarlo. Y don Quijote que murió tal vez soñando que volvía a ser caballero.
Pero no me hagan caso. Son divagaciones extrañas de una tarde de sábado en que escucho a Richard Bona y divago entre volutas de humo imaginario.










