Me pregunto si algunas relaciones difíciles, complicadas o dramáticas no son a veces un encubrimiento de una intensa llamada de atención. Pienso en si un alumno de tercero de ESO, de corta talla y diminuto, pero de poderosa personalidad; con una historia personal trágica; de buen nivel pero de formas ariscas, irrespetuosas, a veces insultantes, con el cual no es difícil chocar, no encubre bajo sus actitudes una clamorosa petición de ayuda. Quizás él se comporte de forma hiriente, tal como le han tratado en su vida repleta de dolor. El profesor sabe algo de su historia personal y se estremece íntimamente. El profesor sabe algo de lo que significa el dolor y la agresión en la infancia inicial, en la infancia y en la adolescencia. No todo el mundo tiene la suerte de contar con una familia normal. Hay quienes viven demoledores dramas desde que nacen. Y estos dramas los hacen esquinados, difíciles, extraños, desquiciados pero a la vez deseosos de equilibrio, hundidos muchas veces en un complicado cenagal emocional.
El profesor, si ha vivido un drama semejante en sus días de niño, puede empatizar con él y a la vez chocar intensamente. No hay una solución fácil. Le gustaría poder vivir con buenas vibraciones este encuentro que se contemplaría desde la seguridad de un saber estar en el plató, desde la seguridad de tener un terreno firme al que asirse. Sin embargo, en otras ocasiones, los mundos disimétricos o simétricos se buscan, se atraen a la vez que se repelen. Este alumno al que me refiero es muy diferente en el encuentro personal -en la intimidad- al encuentro en medio de la clase. En el primer ambiente es razonable, humano, dulce, pero en la clase es terrible, agresivo, contestón, con la misma persona que momentos antes ha demostrado su simpatía y sus ganas de encuentro en un lugar aparte. El profesor sabe que ha de llamarle la atención, de contestar socialmente a su desafío, ha de reprobarle y sancionarle. No queda otra opción. Pero en su fuero íntimo y más profundo siente una fuerte atracción personal por el drama de este muchacho que se encuentra desnortado y con ganas de un guía personal que lo acerque a unos instantes de equilibrio y serenidad. ¡Ah, la serenidad! Un estado que algunas personas felices son capaces de desarrollar, de experimentar, de vivir. Mucho me temo que este muchacho de corta talla -lo que debe acentuar su necesidad de imponerse frente a un mundo agresivo- sufre profundamente y su risa es una mueca dramática que muestra su anhelo de felicidad.
¡Cómo me hubiera gustado habérmelo encontrado en la salida! ¿Cómo manifestarle mi afecto y mi confianza en él sabiendo que a la vez he de sancionarle por su comportamiento totalmente inadecuado? ¿Cómo encontrarme con él cuando todo nos lleva a chocar en la superficie. Él lo necesita porque ve en mí un doble de su situación, pero a la vez necesita mi réplica, mi respuesta, mi afecto, la seguridad que yo le pueda dar, seguridad que yo he de conseguir para poderle orientar aunque nuestra relación sea un auténtico calvario. A veces los padres o los profesores hemos de ser el frontón donde choquen violentamente las pelotas que lanzan dramáticamente adolescentes buscando perdón, expiación, ayuda, necesidad de cambio o felicidad en suma.
En los carteles gigantes del F.C. Barcelona, a la entrada del Skating, figuraban fotos de Iniesta o Messi con unos textos de origen budista, textos que me reclamaron, y me hicieron saber que el espíritu sopla en cualquier parte, y que cualquier lugar es propicio para encontrar sabiduría, la sabiduría del enfrentamiento que no tiene lugar, que no ha de tener lugar fuera del escenario inevitable porque detrás entre bambalinas los contrincantes nos abrazamos fraternalmente. Quiero pensarlo así.