Necesitamos del misterio en nuestras vidas -me digo-; necesitamos de historias o azares que vayan más allá de la realidad cotidiana que vivimos; nos gustan los encuentros inesperados y los bucles del tiempo. Para ello nuestro cerebro esencialmente fantasioso precisa de la ficción. Recuerdo que cuando era niño, como no tenía a nadie que me contara historias al anochecer, acechaba muy atento las conversaciones de los mayores. Era un tiempo menos frenético y había espacio ancho para perderlo en conversaciones larguísimas que se enhebraban mágicamente por las mañanas entre las vecinas de mi casa. Contaban historias de muertos y cementerios, de fuegos fatuos, de aparecidos, de hombres que un día se van de su casa y nadie sabe de ellos durante muchos años, al cabo de los cuales vuelven totalmente cambiados. Ese momento me maravillaba. El reencuentro con las personas que lo amaron pero que ya habían prescindido de él. Mi mente de niño se alimentaba de estas imágenes contadas en la escalera, pero también las monjas del colegio nos narraban historias terroríficas en tardes infinitas de lluvia: nos contaban con lujo de detalles acerca del día del Juicio Final en que Dios llegaría sobre las nubes y entre truenos sonando las trompetas que tocarían los arcángeles. Estas historias me sobrecogían y me infundían un enorme terror hacia lo sagrado, temor que se reforzó con mi primera comunión que recuerdo unida a la imagen del pecado y de las postrimerías.
Sentía miedo, pero todo aquello, junto a los rezos infinitos en la capilla en penumbra de la iglesia me hacían vivir en la imaginación junto a abismos y estremecimientos que hoy, que conozco algo de la historia de la literatura, se me aparecen como claramente góticos. Mucho tiempo después leí una novela de Matthew Lewis, titulada El monje, una colección de historias de conventos, de pasadizos y de monjes malignos, unido a la presencial del diablo. Aquella novela, junto a otras góticas como Melmoth el Errabundo de Charles Maturin o El castillo de Otranto de Horace Walpole me llevaron de nuevo al paisaje de mi niñez, a mis historias de estremecimientos y hechizos en presencia de procesiones durante la Semana Santa a las que asistía embobado horas y horas.
Pienso que el mundo moderno se ha librado de estos terrores antiguos, de la imagen del diablo y del pecado, de aquellos rezos interminables y letanías que eran pequeños poemas. Ya nadie se estremece ante las descripciones del fin del mundo. Vivimos en un realidad más plana, menos propensa al misterio y a lo sagrado. Pero me digo que es difícil entender la historia de la literatura -sus novelas y leyendas románticas o medievales- sin esa presencia ominosa tal vez de lo que está más allá de nuestra comprensión. Creo que la pérdida de todo esto, que nuestros niños se eduquen con historias de Teo en el supermercado como máximo exponente del misterio les hace más terrenos y concretos. Pero esa ansia de lo fantasmagórico y de lo mágico vuelve a resurgir con fuerza. No entenderíamos el éxito mundial de Harry Potter, sin ver detrás la necesidad adolescente de sentir con fuerza lo que está más allá de nuestra comprensión, lo que roza lo sagrado o llamémoslo mágico. Nos resistimos a que nuestras vidas carezcan de dimensiones desconocidas y a vivir permanente y únicamente en los nuevos templos de nuestro tiempo: las áreas comerciales, la auténtica épica del mundo moderno.
Me gustaría que Lucía se educara tambien en esas leyendas que le ayuden a entender también la mística, la narración gótica o el misterio sin resolver que late tras Dulcinea del Toboso. El ser humano se ha hecho en lucha contra la superstición, en contra de lo irracional, pero cuando lo arrojamos de nuestra realidad por la puerta, retorna agazapado por la ventana, que creíamos cerrada o por la chimenea, aunque en ella hayamos colocado, como en Aragón, un espantabrujas.