La historia ha basculado entre épocas autoritarias y épocas liberales, no sin violencia o tensión, a veces agudizada por terribles guerras. Nuestra historia europea es la historia de una pugna por los derechos humanos que hoy se aclaman sin casi disensión. Sin embargo, en los años veinte y treinta del siglo XX surgieron sistemas ideológicos de gran calado que ponían en cuestión al individuo en favor de una entidad superior: el pueblo, la nación, el Völk. El individuo dejaba de tener sentido pues debía someterse a una voluntad superior: la historia, el pueblo, la clase, la Raza…
Es la historia del fascismo europeo y del comunismo. Nadie discute que el comunismo esté muerto. No hay metáfora más reveladora que hoy el PC no signifique Partido Comunista sino Personal Computer. Los jóvenes no añoran el comunismo. Éste sistema que vertebró el siglo XX hasta que entró en crisis ha dejado hace mucho tiempo de estar vigente. El poder del estado socialista no es un motivo de añoranza en nuestros días, salvo reducidas minorías.
El fascismo es una presencia más enigmática. Nadie piensa que vuelva a reproducirse la atmósfera de los años treinta: crisis económica, inestabilidad social, miedo de las masas, ascensión de un líder carismático que lleve al pueblo a la abdicación de su individualidad. No, el fascismo tal como lo conocemos es un atavismo también. No surgirá un Hitler o un Mussolini que enerve las sociedades a un punto de virulencia total contra lo diferente. No lo esperemos. Será algo muy distinto.
No, el fascismo empezará sin que nadie lo advierta, paulatinamente, en el seno de una sociedad liberal y pluralista, reconocida como democrática. Con medios de comunicación abiertos a muchas opiniones pero progresivamente concentrados en pocas empresas. Será fruto de la complejidad, y no del esquematismo del pasado. El ciudadano se habrá convertido fundamentalmente en un consumidor compulsivo. Su esencia como individuo se identificará con su capacidad de comprar y consumir. Recibirá miles de mensajes cada día que no sabrá ni podrá discernir en cuanto a su importancia significativa. Televisión, radio, publicidad, internet, prensa… le bombardearán y él no tendrá más remedio que protegerse, que blindarse ante el cúmulo inabordable de información sin jerarquizar que le abrumará. Pero algo tendrá claro: es que su bienestar es irrenunciable. Y sentirá pánico a perderlo. Verá con distanciamiento, si le llega, la crisis de Haití, la situación del Congo y la de África en general, el estado de la biosfera, la deforestación mundial, el agotamiento de los mares… En realidad ¿cómo saber algo con certeza si toda afirmación es controvertida? ¿Qué hacer en definitiva si todo depende de poderes que no se entienden?
Los centros de poder se harán más difusos. Los gobiernos que los ciudadanos votan se harán más irrelevantes y además no dirán la verdad. Habrá fuerzas que llevan a un entontecimiento de las sociedades hundidas en una cómoda opulencia. No hay nada que adormezca más que la comodidad, esa que tanto nos han vendido. Y habrá un día en que nos dirán: todo eso que habéis empezado a considerar vuestro se ha acabado, pero os tenéis que estar quietos porque podría ser mucho peor. Mejor no moverse. No lleva a ninguna parte. Las revueltas en la calle son estériles y las elecciones no revelan en realidad quién es el que manda. Son gobiernos fantoches. Mandan los mercados y estos no tienen cabeza identificable.
Los centros de poder se harán más difusos. Los gobiernos que los ciudadanos votan se harán más irrelevantes y además no dirán la verdad. Habrá fuerzas que llevan a un entontecimiento de las sociedades hundidas en una cómoda opulencia. No hay nada que adormezca más que la comodidad, esa que tanto nos han vendido. Y habrá un día en que nos dirán: todo eso que habéis empezado a considerar vuestro se ha acabado, pero os tenéis que estar quietos porque podría ser mucho peor. Mejor no moverse. No lleva a ninguna parte. Las revueltas en la calle son estériles y las elecciones no revelan en realidad quién es el que manda. Son gobiernos fantoches. Mandan los mercados y estos no tienen cabeza identificable.
Nos quedará -en un mundo de libertad formal- la resignación, la abdicación, el agachar la cabeza, porque efectivamente todo podría ser mucho peor, sólo hay que mirar el mundo que nos rodea, que es el nuestro, y darnos cuenta de que se cae a pedazos. Se mantiene por una dialéctica que enfrenta subrepticiamente a los que lo poseen todo y los que no poseen nada. Y hay que pararlos. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para conseguirlo. No consentiremos perder nivel de vida. Si acaso, nos gustaría un mundo justo que no nos costara ningún esfuerzo ni ningún sacrificio.
El mundo de papel couché se estremece y la libertad se hace un bien raro. Libertad ¿para qué?