Empecé a los doce años, tal vez antes. En libretas de tapas
duras. Allí consignaba qué era mi vida, qué me pasaba, cuáles eran mis
zozobras, mis lecturas. Un verano de mis doce años me leía veinte veces o más La isla misteriosa de Julio Verne. La acababa y la volvía a
comenzar. En ese diario fijaba el despertar de mi sexualidad, mis lecturas, las
relaciones conflictivas con mi madre, hasta que un día me lo cogió y lo leyó.
Violó mi intimidad. No hay dolor mayor en esos años de adolescencia que
convertirte en transparente ante los ojos de los demás. Seguí escribiendo
diarios pero esta vez en una clave que me inventé cambiando las vocales. Así me
atreví a relatar mis turbulencias sexuales, mis fantasías con las chicas, mis
lecturas de noveluchas del oeste de Marcial
Lafuente Estefanía, mis conflictos en el colegio. Así a lo largo de mi vida
hasta la actualidad me he sentido atraído por fijar mi día a día, a relatar mis
viajes en que me paso buenas horas escribiendo sobre qué estoy viviendo. Guardo
montones de diarios de las distintas etapas de mi vida. A veces los decoraba
con dibujos y con fotografías. Me obligaba a escribir una página al día sobre
lo que había sido esencial en esa jornada. He utilizado todo tipo de libretas.
No sé si tienen algún interés y no sé qué pasará con ellos el día que muera. Me
inquieta en ser transparente algún día para alguien que los pudiera leer. A
veces he escrito sin pudor y eso es peligroso. Ahora escribo con más prudencia,
como si esos diarios –ahora en formato digital- pudieran ser leídos por
alguien, tal vez mis hijas que rastreando mi ordenador pudieran descubrirlos.
Releo mis diarios de los años ochenta y noventa del siglo
pasado. Son un prodigio de cuidado caligráfico y de diseño. Cada día en un
dietario azul, rojo o verde, consignaba con una total sinceridad qué había
hecho en ese día, que había pensado, qué películas había visto, qué libros
había leído, las relaciones con mis amigos, mis salidas nocturnas, lo que
comía, mis momentos de ebriedad y alucinación, cuáles eran mis pulsiones sexuales.
Fueron años apasionantes. Sin embargo, cuando alguna vez releo lo que fue ese
tiempo en su intensidad máxima, no me reconozco. Es como si leyera algo sobre
alguien desconocido, no me reconozco en su voz, o sí, me reconozco pero lo veo
lejano como si yo no fuera yo. Era otro. Y no me reconozco en el orden de las
cosas según mis recuerdos. Mi memoria ordena los hechos de otra manera. La
comparación con la realidad de lo que fue, encarnada en esos diarios, me
sorprende, la historia ficcionalizada y construida de mi vida es diferente a lo
que yo escribí cuando estaban pasando las cosas. ¿Qué es real? ¿Qué es más
real? ¿Lo que yo, con afán de escribano, transcribí cuando estaba pasando o lo
que yo he construido en mi memoria, eso teniendo en cuenta que cuando yo
escribía también estaba ficcionalizando por notario que fuera de mi realidad
palpitante? Porque entonces cuando redactaba al final de cada día también
estaba inventando y construyendo un personaje ficticio. Se enfrentan así dos
ficciones y no sé cuál es más real porque yo ya no soy aquel que fui. He
perdido muchas cosas en el camino y he incorporado otras. Yo no era padre
entonces y escribía con total despreocupación sobre mis circunstancias. Era
como si fuera un juego sin consecuencias. Me imaginaba héroe de una vida
singular y cada día lo convertía en una aventura, necesitaba dar dimensión
épica a los hechos banales de mi devenir para convertirlos en literarios. No en
vano me he pasado mi vida leyendo. No sé qué parte de mi vida es real y cuál es
inventada. Y la verdad es que no me importa demasiado deslindarlo. Alguien
puede llevar una vida apasionante sin salir de su habitación, quiero creerlo.
Depende de lo que pase en el interior de su mente. Y mi mente siempre ha
tendido a crear relatos novelados de lo que era una realidad, tal vez trivial.
No sé qué pensará quien contemple, si es que alguien la contempla, mi vida
concreta. Representa la expresión más adocenada de la vida burguesa, esa que Pier Paolo Passolini contemplaba arrojándole
ácido clorhídrico. No sé qué pasaría si se presentara un dios en mi vida como
plantea Teorema. No sé qué pasaría si
mi vida se enfrentara a la dimensión de lo absoluto. Quiero creer que cada uno
crea sus universos íntimos y que los va ensanchando, que van creciendo como
expresa ese fenómeno del Big Bang.
Esto me sorprende en la vida de los demás. Imaginemos que todos vamos creando
un personaje ficticio como protagonista de nuestra vida, y que nuestro cosmos
interior va creciendo misteriosamente. ¿Quiénes hablamos cuando nos
encontramos? ¿Qué dimensión se pone en juego cuando dos personas hablan? ¿Uno
puede adentrarse en el misterio que suponen las vidas ajenas o nos quedamos más
bien en la superficie más externa? A veces siento que mi yo profundo, si es que
existe el yo, no puede manifestarse externamente, como si hubiera quedado
subsumido en su interioridad, como si hubiera crecido más hacia dentro que
hacia fuera. Me cuesta salir, en mis diarios doy salida a ese magma interno
incomunicable, en mis posts también
le doy una oportunidad. Siento la vida como un enigma y tiendo a creer que es
una sucesión de personajes que se desconocen unos a otros. El niño que fui
hasta los seis años, el adolescente problemático que anduvo desorientado, el
reencuentro con la literatura a los dieciséis años, mi misticismo y mi
tendencia a lo simbólico, mi vocación valleinclanesca para inventar mi vida,
mis viajes de los veinte años al oriente y Alaska,
mi contacto con el zen y el teatro, el travestismo real e imaginario, la
pedagogía salvaje antes que ser profesor se convirtiera en aridez y
conformismo, el ansia por transformar la realidad como si la magia existiera, y
la literatura siempre presente en mis días, y mi obsesión por transcribir
sueños como si fueran de lo más real de mi vida evocando a Fellini.
Todo esto va configurando mis diarios en una sucesión
cambiante día a día. A veces no soy capaz de reconocerme en el que fui hace un
mes. No me atrae la realidad de personas que se rinden al tiempo, que se
someten, que se hacen unidimensionales, que no se reinventan, que no ahondan en
su universo interior; me gusta contemplar en cambio la magnitud de la magia de personas totalmente normales que
hacen de su vida algo hermoso y que se arriesgan. Soy muy consciente de esa
dimensión extraña que hace a los seres humanos, no conozco a los perros,
únicos, y, desde esa atalaya, contemplo y narro mi propia vida inventándola,
convirtiéndola en ficción, sabiendo que todo es un juego en el que lo
importante es no rendirse y no resignarse, aunque haya veces en que uno piensa
que está cayendo en la grisura. Pero ¿cómo comprender la grisura, el alcohol,
la mediocridad, si no es experimentándolos? ¿Cómo llegar a ser sin haberse
atrevido a ser un hombre vulgar que un día despierta y lanza su flecha al cielo
sabiendo que no va a caer, que una flecha que se lanza busca su objetivo que no
está en otro lado sino en el propio dolor de existir y en la dicha de haber
nacido sin saber a ciencia cierta si uno es real o es pura sombra, pura ficción
creada por un extraño geniecillo que se entretiene jugando?