He viajado bastante en los dos últimos años con el llamado
turismo "low cost" que permite que en cualquier época del año verdaderos
aluviones de turistas lleguen casi a cualquier parte del mundo, especialmente
si son ciudades o lugares considerados “in”. Las ciudades europeas están llenas
de turistas, sea Praga, Budapest, Madrid, Cracovia, Estocolmo, Lisboa, Dublín, Amsterdam,
Viena o Berlín, y da igual que sea invierno –menos, claro- que en primavera o
verano que es el acabose. Y los turistas hacen fotos, claro, en cualquier circunstancia
y en cualquier lugar, sea de la comida, sea de cualquier vista o perspectiva
típica. Es lo normal, pero no lo es tanto cuando ves a jóvenes y no tan jóvenes
hacerse fotos divertidas, provocativas, en lugares que merecerían un profundo
respeto. Vi a turistas hacerse fotos chachis en el memorial de las víctimas del
Holocausto en Berlín, o en el mismísimo campo de exterminio de Auschwitz
posando como si se estuviera en una situación muy apta para ser comunicada por
las redes sociales, porque, claro, luego estas fotos se difunden en redes
sociales sin lugar a dudas. “Fíjate dónde estoy” y añado que haciendo el ganso.
Un viaje se retransmite por Instagram donde se cuelgan fotos en actitudes entre
el buen humor y el regocijo. “Fíjate qué bien me lo estoy pasando”.
La experiencia del viaje se trivializa en
virtud del turismo masivo. Cualquier lugar que tenga fama es invadido por masas
y masas de turistas que harán interminables selfies en cualquier circunstancia
y todos sus amigos verán la crónica del viaje en Instagram recibiendo
entusiastas likes y comentarios que ofenderían a cualquiera preocupado por la inteligencia
colectiva.
Cabría reflexionar sobre la idea misma del viaje, del
viajar, que en un tiempo se consideró como una experiencia con atisbos de
profundidad. Si Lord Byron volviera...