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lunes, 19 de abril de 2021

Un perfecto imbécil en la penumbra de los unicornios

               


Un tiempo vacío en espera de otros acontecimientos. Un leve malestar por todo lo que uno vive. Es inútil reseñar lo injusto del mundo, daría para varios tomos de espesura terrible. Uno vive en la medida de lo que puede. Dejas atrás convicciones políticas y te centras en tu día. En las personas amadas y cercanas. Es lo que hace todo el mundo para sobrevivir. No mirar más allá de la realidad cercana. Te centras en tu círculo y procuras ser feliz en él. Lejos queda la guerra del Yemen, la destrucción de Siria, la fundición de los polos por el cambio climático, la deforestación, el fracaso del reciclado en España, el declive de los mares que se están convirtiendo en muertos, la crisis en el propio país que lleva a tanta gente al paro. Tú te centras en lo que vives, en tu casa, en el barrio y no miras más allá. Te llegan ecos de luchas venenosas en el ámbito político que son puramente tóxicas y no quieres implicarte, pero todo el mundo acaba implicado. Lees todo lo que puedes: historia, ciencia, literatura, poesía… Y no deja de invadirte la sensación de que te estás evadiendo, de que una parte de la mierda de este mundo también te salpica por libros que leas o series británicas o nórdicas que veas. Te centras en lo tuyo, en lo cercano, pero hay tanta gente que sufre sin que se vea en exceso… Pero tú no eres un samaritano, te vale ser un hombre común, que procura no leer la prensa, que ya te han puesto la primera dosis del Astra-Zeneca y no sabes si te pondrán la segunda. Vas a los bares por propia convicción y por apoyar el pequeño empresario que se deja la piel a tiras. Caminas por la sierra de Collserola cada semana, entras en el bosque profundo y escuchas a las aves del parque en soledad, lo cuentas en tu diario, ese diario que revela tu cotidianidad, tu forma de estar en el mundo de persona perfectamente vulgar, cuando lo vulgar ha reclamado el márchamo de reivindicable. Ser un hombre común no es un desatino sino un acierto. Un redoble de tambor. Antes eran reseñables las personas extraordinarias, ahora no. Si eres un ser humano, tu lugar en el mundo es ya de por sí significativo. La verticalidad ha dejado a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI de ser un modo exclusivo. Eres un ser común, tan perverso como cualquier otro, tan banal como cualquier otro, tan estúpido como cualquier otro. No hay nada tan detestable como el elitismo. No nos gustan las élites, sean azules o rojas, ni los que viven en la Zarzuela o en Galapagar. Odiamos que alguien se ponga un coturno para estar más elevado que nosotros, la plebe insaciable de sensaciones y aspiraciones irrredentas. Somos los que caminamos por el bosque, los que vamos a los bares, los que escribimos nuestras impresiones día a día, gente común, gente horizontal, gente que a veces recuerda que Harold Bloom estableció un canon literario en cuya cúspide estaba Shakespeare, debajo Dante y Cervantes… Ahora no creemos en los cánones de ningún tipo, la vulgaridad nos atrae, la grisura nos fascina e incluso querríamos ver algún programa televisivo de Jordi Évole entrevistando al descerebrado de Miguel Bosé pero la última novela de Javier Marías te atrae mucho más. No dejas de ser un plebeyo con corazón que frecuentas el bosque, pero te queda tanto por descubrir que te reconoces como un perfecto imbécil en la penumbra de los unicornios. 

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