
Una sesión de evaluación es un trámite solemne. Se celebran trimestralmente para evaluar el rendimiento y actitud de nuestros alumnos. La mecánica es ritual: una mesa reúne a una decena de profesores de las diferentes materias presidida por el profesor-tutor que es el que reúne la información necesaria para establecer una estimación académica provisional.
El tutor comienza dando una valoración general del rendimiento del curso. ¿Ha habido mejora? ¿Qué alumnos han destacado positiva o negativamente? ¿Cómo es el clima de trabajo en el aula? ¿Cómo es la actitud del grupo-clase? El tutor suele hacer unas estadísticas “artesanales” que permiten comprobar la evolución de la clase.
Las deliberaciones son secretas, así como la información que se comparte entre los distintos profesores. Suele asistir un miembro de la Junta Directiva y alguno del Gabinete de Orientación Pedagógica. Cruzamos la información e intentamos valorar individualmente a cada alumno.
Esto es un procedimiento que conocen todos los profesores. No descubro nada nuevo. El tutor ha ido siguiendo a sus alumnos, sus conflictos, sus temores, ha hablado con ellos, con sus padres si ha sido posible –a veces no lo es porque los padres se niegan o porque son incapaces de encontrar un momento para hablar con el tutor-, con los profesores, que le exponen sus quejas y satisfacciones.
Pero una sesión de evaluación permite conocer más en profundidad a los alumnos. Hay información confidencial sobre la situación familiar de cada uno de ellos que se sugiere, sin explicitarse, en la sesión. Todos nuestros alumnos tienen derecho a la intimidad y tampoco se trata de airear datos que mejor quedan en la sombra. Sin embargo, a veces hay que hablar de situaciones que afectan a su rendimiento, y puedo decir entonces que uno se entera de cuestiones muy delicadas y dolorosas, a veces estremecedoras.
Hablo de situaciones de abandono familiar, de separaciones traumáticas, de embarazos de adolescentes, de vidas que se están recomponiendo, de negligencia paterna hacia los hijos, de malos tratos, de muertes por enfermedades terribles que afectaron a los alumnos poco después de nacer, de alcoholismo paterno, de hambre físico, de situaciones de desahucio del hogar, de dramas sin cuento en el tema de la inmigración, de familias enfrentadas en los tribunales, de padres que ignoran a sus hijos, de padres dedicados a negocios sucios o madres a la prostitución… Podría seguir. Uno siente muchas veces compasión hacia alumnos que mantienen muchas veces actitudes díscolas, rebeldes o abiertamente provocativas para reclamar la atención. Estos alumnos en la mayoría de los casos están necesitados de una dosis enorme de afecto, pero en su actitud, en el día a día, son perturbadores en el aula y abiertamente contraproducentes para la marcha del grupo. Está claro que un clima de estabilidad emocional contribuye a un buen desarrollo y equilibrio de las personas y más en una etapa de formación como las que ellos están.
Sin embargo, a veces hay alumnos que teniendo historias terribles detrás de ellos son modelos de trabajo y comportamiento. Es como si hubieran trazado una línea de acción y se mantuvieran fieles a ella. Estos alumnos me sorprenden y me maravillan porque, teniendo todo en contra, nos dejan con la duda de si todo está determinado o hay otros factores que posibilitan la libertad y la asunción de la responsabilidad de los seres humanos. Hay personas –hablemos ahora de personas y no de únicamente adolescentes- que, a pesar de sus dramas personales, se saben sobreponer y buscar y mantener sus objetivos. Es como si del plomo supieran extraer oro. Otros se rinden o no saben sobreponerse o se dejan llevar o aplastar por las circunstancias.
Los seres humanos son muy diversos –ya sé que no es una constatación muy original- pero en un centro de enseñanza tienes un abanico extraordinariamente elevado de comportamientos. Hay quien tiene todo en contra –incluida su inteligencia- y es capaz de sobresalir. Hay otros que tienen todo a favor -o no todo en contra- y se dejan hundir.
Tantos años dedicado a la enseñanza no me permiten todavía trazar un atlas de cómo son o serán mis alumnos . Siempre son una fuente de sorpresas a veces negativas y a veces deslumbrantes, pero tenerlo todo en contra no es sinónimo de fracaso ni tenerlo todo a favor de éxito. Entre medio tenemos una amplísima gama de la naturaleza humana y no sabemos demasiado acerca de ella. ¿Quiénes saldrán adelante? ¿Quiénes se colocarán en un trabajo digno? ¿Quiénes serán felices en su vida? ¿Quiénes sucumbirán al desaliento o a la depresión? ¿Quiénes en una situación de necesidad te echarían una mano? ¿Quiénes cuando te los encuentres por la calle te recordarán con afecto a pesar de los conflictos que has podido tener con ellos? ¿Quiénes serán traidores y quiénes fieles a algo? ¿Quiénes en una situación de extrema violencia, como una guerra o un golpe de estado, serían verdugos o héroes anónimos que contribuirían a salvar vidas humanas? No sé, me pasa como al físico que fue Albert Einstein, es posible que sepa de alguna materia pero de la naturaleza humana no sé mucho...
Quiero aferrarme a los ojos claros de Abdel, un muchacho marroquí, enfermo, que va en silla de ruedas pues padece de “osteogénesis imperfecta”, la enfermedad de los huesos “de cristal”. Es un prodigio de alegría, de fe en la vida, de buen compañero, querido y apreciado por todos. Le encanta el peligro y hemos de contenerlo para que no se nos lance muletas en ristre. Todos lo queremos y él lucha con pasión por vivir en conformidad consigo mismo y con los demás. La vida, todo, es realmente sorprendente.