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martes, 7 de marzo de 2006
La nevada
Hace ya bastantes años, cuando no tenía una vida familiar asentada, tenía por costumbre disfrutar de tres meses de permiso por “asuntos propios”durante el curso escolar. Cada dos años hacía uso de esta posibilidad sabiendo que no cobraría durante ese periodo. La Administración me ponía un sustituto y yo iniciaba un periodo en que llevaba adelante alguna “aventura”.
En una de las ocasiones, elegí Las Alpujarras de Granada para recluirme durante varios meses entre el final del invierno y el comienzo de la primavera. Mis objetivos eran varios: por un lado, disfrutar de la lectura, para ello me llevaba un buen cajón de libros; quería asimismo conocer a fondo la vertiente sur de Sierra Nevada que va descendiendo rápidamente hasta el mar; y, por fin, llevaría un diario detallado que reflejaría mis experiencias y sentimientos durante aquella estancia.
Me asenté en una fonda familiar de un pueblecito alpujarreño llamado Los Bérchules que se halla casi a 1500 metros de altitud. Es el segundo más alto de las Alpujarras. Sus casas son blancas y cúbicas. Parecen colgadas en el vacío de las altas montañas donde domina el color verde intenso. Los pueblecitos son pintorescos y empinados pero en invierno y primavera el viajero se encuentra allí experimentando una intensa sensación de soledad y aislamiento. Uno termina encontrándose encajonado entre los valles profundos y el cielo. Es como si estuvieras fuera del mundo y el tiempo se remansara.
Mis lecturas fueron intensas: Philiph Roth, Isaac Asimov, Jane Austen, Thomas de Quincey, Lawrence Durrell, Michel Tournier, Margarita Youcernar, Gerald Brenan… Éste último fue mi guía durante los meses invernales, pues él estuvo viviendo unos veinte años en Las Alpujarras en los años 20 y 30 del siglo pasado. Me empapé de sus libros Al sur de Granada y una autobiografía sentimental que me afectó profundamente.
Al cabo de dos o tres semanas de rutina lectora y diarista, mi reclusión en la altura de las montañas comenzó a hacérseme pesada y se inició un fuerte insomnio. Sólo de madrugada lograba conciliar el sueño durante unas dos horas y era el momento en que tenía sueños muy intensos que luego reflejaba fielmente en mi diario de viaje. Pocas veces he tenido sueños tan vívidos. Es como si la vida, suspendido en la altura, mis lecturas, mi insomnio, las digestiones pesadas por el aceite de la comida de la fonda, el vino alpujarreño… me llevaran a un estado de enervamiento nervioso.
Opté por salir al exterior: realizar largas caminatas de treinta y cuarenta kilómetros por la bellísima comarca, subiendo montañas, atravesando puertos, cruzando barrancos. A veces la noche me sorprendía en algún trayecto y había de buscar un lugar protegido para dormir. Llevaba un grueso saco y siempre encontraba alguna cabaña o algún lugar abrigado. Entonces me dedicaba a observar la noche estrellada que en la altura se mostraba inmensa y enigmática. Recuerdo varias frías noches en que me dormí, apoyado en una roca, intentando distinguir las constelaciones. La belleza del firmamento no impedía el progreso de un estado de hipocondría que a medida que pasaban las semanas se iba acentuando. No sé si eran las lecturas, muchas veces de tipo pesimista y existencial; no sé si eran el insomnio, el aislamiento, mis largas excursiones o la altura… pero recuerdo aquellos meses, en que sólo hablaba con mi casera y con la tabernera del pueblo, como especialmente grabados en mi memoria. No pasó nada impresionante. Veía mi vida cotidiana a una enorme distancia. De vez en cuando me llegaba alguna carta de tipo amistoso o sentimental que me resultaba sorprendente por la situación como en el interior de una burbuja en que me hallaba. Era como si viviera intensamente en mi interior. Era mi yo más íntimo y las montañas; era mi yo y los ríos de la comarca que sonaban ininterrumpidamente: el río Grande de los Bérchules; eran las lecturas que me llevaban a navegar por las galerías de mi alma… Era todo mezclado con mis sueños existenciales o eróticos; era mi diario sistemático en que reflejaba todo lo que pasaba por mi mente; eran las escasas conversaciones que mantenía; era el silencio que me rodeaba sólo alterado por el ruido de la corriente del río que me acompañaba…
A veces me pasaba horas mirando las nubes, describía sus formas y las dibujaba; aprendía el nombre de las plantas de La Alpujarra, escuchaba leyendas de tesoros escondidos por los moros en su huida y posterior destierro de aquellas tierras…
Fueron meses intensos y alucinados en que vida, sueños y literatura se superpusieron en un estado de somnolencia y a la vez de alerta máxima, de hipocondria y claridad mental.
Una tarde comenzó a nevar. Acababa de cumplir treinta años y la vida se extendía inquietante delante de mí. Salí a las calles blancas del pueblecito. La fuente manaba imperturbable en la placita en la intersección de tres calles. El pueblo estaba en cuesta como todos de Las Alpujarras. Llegué caminando a la carretera. Cada vez nevaba más intensamente. Llevaba mi anorak granate. Sentía el viento en mi rostro. Fui bajando por una senda unos dos kilómetros hasta el siguiente pueblecito. Todos los insomnios parecieron desvanecerse, me sentí fundido con la nevada, con las montañas, con el aire helado, con el sendero. Fui consciente de que la existencia iba unida firmemente al compromiso. Vivir es comprometerse. La vida es un contrato que acababa con la muerte pero, entretanto, somos seres de acción y en esta acción firme reside nuestro compromiso. Con nosotros mismos, con nuestros semejantes, con la vida misma. Hemos de estar a la altura de la vida. El pesimismo ha de ser trascendido pues la vida nos exige una respuesta clara. Hay cosas que están por encima de nosotros. En el fondo no somos tan importantes. La niebla por fin se disipaba. Estaba como transportado a otra dimensión en que las cosas adquirían sentido. Por fin, aquella estancia, aislado en la altura, adquiría significado. Lo intuí en medio de un gozo maravilloso. Estaba en el lugar justo, todo cuadraba. No había llegado allí por casualidad. Todo me había conducido a aquellos instantes de plenitud, de totalidad, de luz y de revelación que no sé describir. Sólo sé que siempre he sospechado que mi vida dio un giro en aquel momento en que parecí ser consciente del universo entero.
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Joselu: Una belleza todo.Nada para agregar.Un deleite leerte.Un abrazo
ResponderEliminarQué hermoso relato... Vivir es comprometerse.
ResponderEliminarMira qué curioso que creías que estabas allí solo con tu yo más íntimo, y sin embargo no lo estabas, porque ahora nosotros te acompañamos en esos momentos. Llevaste para allá a gente que todavía no conocías.
Sí, fue un momento emocionante, bajo los copos de nieve, que ahora he podido compartir con mis amigos. Me gusta esa idea, Víctor, de que lo viví en la intimidad y que ahora os he llevado allí. Paradojas del tiempo.
ResponderEliminarGracias, Rodolfo, siempre es un placer reencontrarte. Un abrazo.
Cero que es lo mejor que he leido durante estos últimos días. Siempre que entro a este blog salgo de el con una enorme brillantez en los ojos que pocos pueden conseguir.
ResponderEliminarGracias amigo :)
Luminoso y veraz. Por ratos así vivimos. Gracias, Joselu, por darnos parte en la experiencia.
ResponderEliminarEste post me hace viajar, por el tiempo y por el espacio, a Las Aplujarras, donde mi mujer y yo pasamos unos días hermosos en 2003.
ResponderEliminarNos quedamos en Ferreirola ... http://yotro.blogspot.com/2004/06/sierra-y-mar.html
Por cierto, acabo de encontrar un biografía de Brenan. He leído Al sur de Granada y La Cara de España (un inolvidable libro).
Un saludo desde Sydney, Australia, desde el otro lado de la montaña.