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viernes, 8 de diciembre de 2006

Mi primera clase



Todo profesor recuerda con especial emoción su primera clase. Es un momento especial, de igual forma que lo será la última clase el día que llegue. También serán un lugar y tiempo inolvidables por la intensidad dramática que conllevarán esos instantes de despedida de tus alumnos.

Mi primera clase fue un mes de diciembre de hace ya bastantes años, al menos veinte. Yo acababa de terminar el servicio militar en Zaragoza y llegaba, fresco e inocente, a Barcelona a impartir clases. Después de unos escarceos en el mundo de la hostelería del que salí huyendo, me llamaron de un colegio de monjas situado en un barrio de clase media catalana. La superiora de la congregación y directora del colegio me vio recién estrenadito, con el pelo corto de la mili y mi aire de seriedad ingenua e inmediatamente me admitió como profesor de segundo y tercero de BUP del colegio de Santa Teresita del niño Jesús, una orden carmelita francesa, que tenía en la doctora de la iglesia, también llamada de Lisieux, su fundadora e ideóloga.

Yo, sin embargo, había llegado allí imbuido de ideas libertarias y contraculturales que me iban a llevar a enfrentarme con mi pasado en un sórdido y tétrico colegio de curas en el que pasé nueve interminables años durante el franquismo. Mi paso por la universidad me llevó a militar en movimiento de oposición a la dictadura y lucha revolucionaria por una sociedad diferente.

Recuerdo perfectamente aquella primera clase con alumnas –el colegio era exclusivamente femenino- de segundo de BUP. Recuerdo el croissant y el cortado que me tomé diez minutos antes de entrar en clase con un montón de ideas bulléndome en el caletre. No sabía muy bien cómo dirigirme a ellas. Por un lado quería ser un profesor diferente a los que había tenido en el colegio, pero por otro lado anhelaba convertirme en un profesor motivador como algunos que había tenido en la universidad cuyas clases me habían fascinado.

Mi experiencia en la enseñanza era igual a cero. Había visto películas que tenían a profesores como centro del relato: Jonas en el año dos mil tendrá veinticinco años de Alain Tanner, una película esencialmente utópica centrada en unos personajes que vienen del mayo francés; una serie de televisión titulada Lucas Tanner, profesor de literatura. Éste llevaba a sus alumnos al bosque a leer los poemas de Walt Whittmann con los pies metidos en el agua del río. Creía, pues, en ese profesor mágico, que después se llevaría al cine en El Club de los poetas muertos, ese profesor que era capaz de transformar a sus alumnos haciéndoles ser ellos mismos, una especie de profesor misionero del que luego he aprendido a desconfiar y rechazar.

Acababan de estrenar Pepi, Lucy y Bom y otras chicas del montón de Almodóvar. España vivía su peculiar transición del franquismo a la democracia con una extraordinaria alegría y espíritu subversivo. Todo era burbujeante y la sociedad anhelaba libertad y cambios. Recuerdo como fantásticos los carnavales de aquellos años, igual que las verbenas o las hogueras de San Juan. Reinaba la alegría y una euforia creadora como no se ha vuelta a producir en la historia posterior de España. Estábamos borrachos de felicidad y queríamos que todo fuera diferente. Estábamos, los que lo vivimos, en el año cero.

Al menos, así lo vivía yo cuando entré, acompañado de la directora de Santa Teresita, en mi clase de segundo de BUP. Allí me esperaban veinticinco muchachas de quince y dieciséis años expectantes ante el nuevo profesor. El anterior había durado una semana por su tono agrio y autoritario, según me enteré después. Yo les daba Literatura Española. La directora me presentó y luego me dejó solo. El silencio era total. No sabía qué iba a decirles, pero entonces me empezaron a venir las palabras a la boca y me dediqué a lanzarles un montón de insensateces, tal como las veo ahora. Hablé toda la hora sin dar respiro. Les propuse una asignatura en libertad, en la que estaban de antemano aprobadas, porque lo importante no eran las notas sino aprender por su propia motivación. No habría exámenes, al menos como los tradicionales, aunque no aclaré cómo les evaluaría. Me imaginaba que todas se entusiasmarían con el sistema o la falta del mismo. La literatura era hermosa por principio, leerían por placer y luego comentaríamos en clase sus ideas. Hablé de literatura maldita, de los Beatles, de los cantantes roqueros del momento, de sus letras, de sus canciones… de la contracultura, de la revolución. Habían de ser sujetos activos y creadoras de nuevos conceptos. Yo sería un coordinador, sin los flecos autoritarios que recordaba de mis profesores en el detestado colegio de curas.

Nada de aquello funcionó aunque en tercero de BUP sí que hicimos clases antiautoritarias de enfoque anarquista que tuvieron a la literatura como centro y las alumnas que asistieron nunca olvidarán. Las clases se convirtieron en auténticos happenings de difícil catalogación. Eran, si se me permite la expresión, realmente estremecedoras.

Cometí todos los errores posibles concentrados en un día. Quería ser diferente y lo conseguí pagando un alto precio. He de decir que coincidiendo con mi incorporación al centro, llegaron otros dos profesores jóvenes en mi misma onda. Ya he dicho que era una especie de fiebre universal de cambio el que agitaba la sociedad española. Poco a poco tuve que ir arriando velas e intentar reconducir la clase por unos parámetros más convencionales. Los debates no funcionaban y mi renuncia a los exámenes no se pudo mantener; mi academia peripatética perfecta donde profesores y alumnos serían colegas y no enemigos naufragó para mi estupor. Me costaba mantener el orden en las clases y al final me vi desbordado. Pasé el resto del curso intentando comprender lo que había pasado y deshaciendo lo que había propugnado el primer día.

Sin embargo, a pesar del tiempo pasado y todo lo que posteriormente he aprendido que va en una dirección totalmente distinta de lo que he contado, veo dentro de mí, un pequeño personaje disolvente y antiautoritario, que he de reprimir, y que me recuerda aquel primer día y todo lo que dije en una especie de borrachera de euforia antipedagógica.

9 comentarios :

  1. Quién no siendo joven se contagió de aquella entusiasta postmodernidad que, en la sociedad española, tenía la doble utopía como era derribar los vestigios de una larga dictadura y cambiar las estructuras del viejo mundo. Había tantas cosas que mejorar y, sin embargo, el tiempo de la inocencia es tan corto que apenas pasados unos años el sueño se esfumó. Ya se sabe que hay que endurecerse pero sin perder la ternura, porque ese es el sentimiento que nos mantiene vivos y nos lleva a pensar lo que fuimos y que no hemos dejado de ser.

    Siempre fui un defensor de la escuela británica de Summerhill y, en cambio, como leí hace poco: “El intento de aquella escuela por educar en la tolerancia y erradicar el autoritarismo merece todos los elogios. Sin embargo, sus resultados mostraron que en el planteamiento de fondo había mucha ingenuidad”.

    En el momento que perdamos todo resquicio de ingenuidad también estaremos perdidos para nosotros mismos.

    Pienso que buena parte de lo que ocurre deriva de un error: pensar que existe una fórmula mágica, un elixir utópico, como la práctica libertaria, que todo lo resolverá. Sólo el éxito de la voluntad es capaz de sacarnos, a veces, del lodazal.

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  2. Me encanta tu escrito. Soy profesora universitaria desde hace tanto que me da rubor decirlo.... he pasado por esas euforias, desazones, emociones varias....

    Ahora soy más autoritaria,(tengo buen sentido del humor y soy flexible, pero por ejemplo paso lista, cosa que no hacía antes).. trato de no serlo, pero (aunque suene a ancianita) "andan desbocados algunos".

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  3. Había que, al menos, intentarlo. Yo me incluyo en esa nómina. Y lo sigo intentando.
    Es un placer leerte

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  4. Haber llegado tarde a esta profesión me incapacita para esa mirada nostálgica que tan bien has descrito. Pero, más allá de los cambios inevitables, comparto ese cúmulo de sensaciones vitales y ese impulso (romántico) de nadar contra corriente y de pretender mover el mundo fuera de su eje. Y el oficio de profesor de literatura podría ser algo parecido al pirata, al galeote o al bandolero (si no se deja atrapar por su tendencia a convertirse en un kafkiano funcionario gris).

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  5. Qué bueno este repaso Joselu. Lástima que hay en él una cierta confesión de que algo se ha hecho mal. Parece que aceptas que las cosas que hiciste en su momento eran proyecciones de idealismos y del entorno y que todo lo vas poco a poco perfeccionando, es decir, corrigiendo.

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  6. He disfrutado mucho tu escrito. Supongo que todos pasamos por esas. En mi caso personal me veía mas como un sargento del ejército norteamericano que es muy tropero y sale con sus chicos adelante. Todavía me pasa que me gusta estar mas con los alumnos a la hora del descanso que con los profes que hablan de sus catarros y achaques. Me gusta el metal y cierta música que me hace sentir en la cresta de la ola, con la diferencia que escucho esa música buscándole la armonía y no la estridencia. Esa es una manera de no rendirse. Hacer evaluaciones, llamar lista, o tener un mínimo de exigencia, eso es vital. Gracias por hacerme recordar mi primera clase en el Liceo de Cervantes de El Retiro, colegio fundado por Curas Agustinos, en Bogotá, Colombia, en donde solo faltaba la foto de Franco te lo aseguro.

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  7. Te he seguido la pista a través de Lu. Y agradezco tu escrito por esa ráfaga nostálgica que me ha calado (últimamente todo se confabula en torno a mis recuerdos nostálgicos: el 50 aniversario de TVE... cosas mías). Pero sí, me he visto reflejada en tu historia. Yo, que hasta rechazaba la mesa de profesor; porque era un momento de mucha simbología e ideales libertarios, que con el tiempo se han ido sosegando. ¿La edad? ¿el cambio social?, de todo un poco. En definitiva, el paso del tiempo.
    Yo me estrené en educación de adultos, y allí sigo. Mi primer día lo recuerdo de forma vaga. Mis alumnas, y un sólo alumno, estaban espectantes con la punta de los lápices bien afiladas, con muchas cosas que hacer en sus casas y el deseo de no "perder el tiempo" en charlas. Y yo, luchando con Paulo Freire y sus palabras generadoras.

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  8. Estimado Joaquín, Yo también fui de la progresía, de la lucha antifranquista, del sindicalismo clandestino. Me pilló muy jóven, tan joven como la fotografía de Santa Teresita. Pero no veas la emoción que se sentía al compartir un mismo ideal. Con el tiempo, no reniego del pasado, pero creo que nos equivocamos en muchas cosas. Ahora ya sabes que tengo el sarpullido de la mosca detrás de la oreja. Me gustaría llegar a un centro y trasmitir la serenidad y sabiduria que advierto en tus palabras.
    Saludos.

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  9. Me evoca mucho la palabra 'caletre' de tu artículo.
    Saludos

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