La noticia del hundimiento del pesquero
en aguas del Mediterráneo con
setecientas cincuenta o novecientas personas a bordo de los que se han salvado
únicamente veintitantos ha removido la sociedad europea promoviendo reacciones
emocionales distintas a tenor de lo que uno observa en la prensa digital en que
los comentaristas opinan, resguardados por los heterónimos. A los que firmamos
con nuestros nombres es difícil expresar una opinión que contraríe la que
proyectan los buenos sentimientos de desolación, de compasión, de sensación de
hipocresía ante la muerte de los cientos de africanos en el mar intentando
alcanzar una vida mejor.
He leído repetidamente en FB la palabra ¡Vergüenza! referida a la actitud de los
gobiernos que dejan inermes a estos pobres africanos sin rescatarlos de sus
desdichas cuando se arrojan al mar o se ponen a escalar la valla que separa
Melilla de territorio español. Si uno escarba en la raíz de nuestros
sentimientos respecto a ellos no es difícil percibir que sobresale el de culpa.
Nosotros que los explotamos, nosotros que los esclavizamos, nosotros que nos
llevamos sus materias primas... Somos culpables y, por tanto, debemos aceptar
la penitencia que conlleva aceptarles en nuestras sociedades y ayudarles para
resarcir nuestra culpa original.
Ese sentimiento de compasión promovido por la culpa de origen judío no existe en África ni en Asia. En África nadie
compadece a nadie que no sea de su misma tribu. A ese se le ayuda, pero no al
de la tribu de al lado que es rival y enemiga. La compasión no forma parte de la cultura africana ni de la oriental.
El que es pobre, allá él, el que sufre que no vaya cargando a los demás con sus
desdichas pues nadie le hará el más mínimo caso. Si acaso lo mortificarán y lo
aplastarán como hacen las mafias y tratantes de esclavos que traen a estos
africanos y asiáticos a Europa metiéndoles en barcazas inmundas y poniéndolos a
la deriva en el Mediterráneo. Los
inmigrantes que van dentro saben que
pueden morir. Lo aceptan. Saben que se pueden ahogar, que puede que los
devuelvan a su lugar de origen... Es una apuesta sobre la propia vida. Pero si,
por un azar, es rescatado, sabe que su vida dará un giro copernicano y desde
ese momento entenderá que debe ser la sociedad y el estado occidental quien se
debe encargar de mantenerlo. Los que han llegado animan a los que están a punto
de salir. “Venid. Aceptad el peligro. Lo
que hay a este lado es mil veces mejor
que lo mejor de lo que queda allí”. Y los inmigrantes en seguida entienden
nuestras contradicciones, nuestro sentimiento de culpa y lo explotan. Saben que
nos sentimos culpables de ser ricos. No lo entienden pero se dan cuenta de que
es un mecanismo del que se puede sacar pingües beneficios. Subsidios, ayudas de
todo tipo, reagrupamiento familiar, escuela, sanidad gratis. Algo inimaginable
en la África de que provienen. Es
sus países no existen los derechos humanos ni las libertades pero ellos no se
preocuparán demasiado para lograrlas. No forman parte del juego. Todo es cruel
pero nadie lo cuestiona. Sin embargo, en cuanto lleguen a occidente se imbuirán
de un afinadísimo sentimiento de lucha por los derechos que reclamarán para no
ser discriminados, para no ser excluidos de las dádivas públicas que saben que
pueden conseguir. Lo que quieren es sencillo y humano: trabajo, vivienda, vivir
con la propia familia que querrán traer en cuanto puedan. En su país hubieran
aguantado todas las humillaciones, la ley del más fuerte, y no se hubieran
rebelado en absoluto. No hubiera tenido sentido. Y habrían sido aplastados sin
más explicaciones. Aquí es diferente. Se hacen luchadores por los derechos
humanos. Tienen asociaciones que los ayudan a ser conscientes de ellos. Y el
estado los ayuda. O les permite vivir infinitamente mejor que en sus países.
Pero no están agradecidos. Sienten desprecio en cierta medida por los
benefactores porque los sienten débiles, ricos pero débiles. Y ellos desprecian
la debilidad, la nuestra. Desprecian nuestro sentimiento de compasión. Pero se aprovechan de él, de
esa percepción de que somos culpables de los males del mundo, de la
desigualdad, de todas la injusticias que existen, y, por fin, de nuestro
bienestar como sociedades. Hay muchos españoles que quitarían las vallas de Melilla por inhumanas y dejarían entrar
a millones de africanos integrándolos en la Seguridad Social, a los que habría que dar viviendas y a ser
posible trabajo. Y todos esos barcos que se hunden someten a nuestra sensación
de culpa a un agudo desgaste. Sí, somos culpables de no poner puentes entre África y Europa, de no ofrecer los
buques de turismo para traer a todos los que quieran venir. Serían decenas de
millones, tal vez más. Somos culpables de que se hundan esos botes de pesca
donde los traficantes meten sin compasión a novecientas personas porque saben
que juegan con el azar del rescate, una ruleta rusa pero que a veces funciona.
El mundo es atroz. Nadie tiene compasión
de nadie en los países de que provienen. Es un concepto que no existe. Huyen de
África, de parte de Asia, de las dictaduras, de las
hambrunas, de las persecuciones. Solo
buscan un futuro mejor y de paso muchos quieren traer sus sociedades a Europa, sus teocracias, su islam y la sharia. Hay algunos, tal vez muchos o
pocos, que sabrán reconocer la oportunidad que se les abre con las libertades y
jamás querrían retornar de nuevo a sus infernales sociedades, pero otros,
muchos o pocos, querrán conquistar o reconquistar Europa para el Islam.
Conocen nuestras debilidades, nuestras dudas, nuestra fragilidad y, sobre todo,
nuestro sentimiento de culpa que disfrazamos de compasión.