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domingo, 14 de septiembre de 2014

El calor en las aulas



Viviendo cerca de Barcelona, en un clima mediterráneo, una de las circunstancias que más me inquietan ante la inminente vuelta a las aulas es el calor y humedad dentro de la clase. El que está fuera de la docencia no puede imaginar cómo afecta esto al desarrollo didáctico. Habría que imaginar una habitación mediana a la que le da el sol por los ventanales, abarrotada de alumnos -como mínimo treinta-. El recinto se convierte en un horno que suma el calor de los treinta cuerpos, especialmente tras el patio o la clase de educación física. El año pasado fue hasta bien entrado noviembre que tuvimos muy altas temperaturas. Con frecuencia gozábamos de 28 o 29 grados. Solo a finales de diciembre y los meses de enero a marzo pudo disfrutarse de una temperatura moderada. Esa temperatura templada o fría predispone al trabajo y a la concentración. Pero la alta humedad y unos grados de más sumen a los alumnos en el nerviosismo y la irritación. A esto se une que el diseño de los nuevos institutos, por problemas de seguridad, ha ideado pequeñas ventanas por las que apenas circula el aire. Todo esto genera un ambiente de alteración y nervios, movimiento, sudor e irritación. Los alumnos que están más cerca de la ventana miran por ella e intentan coger aire, los que están en el lado opuesto de la clase se asfixian de calor. El profesor ve esa situación y sabe que no pueden prestarle atención. En otros países tropicales donde las temperaturas son muy altas han edificado escuelas con grandes ventanales, incluso sin ventanas, para que el aire pueda correr libremente. Aquí el diseño de centros educativos ha llevado a minimizar los espacios de apertura al exterior. Recuerdo haber estado en centros en que todavía no regían estos criterios de seguridad y era más llevadero pues podían abrirse libremente las amplias ventanas y crear corriente de aire.

La subida media de temperaturas es un hecho evidente. No recuerdo la persistencia de temperaturas tan altas en los meses otoñales hace unos veinte años. Esto no lo evoco como problema en ningún caso. En septiembre comenzaba a remitir el calor y, unido, a una realidad menos claustrofóbica de las ventanas, hacían las clases confortables climáticamente

Se recomienda el uso de ventiladores en las aulas y no se ve cómo deseable la climatización, primero por el elevado coste que supone y también por los problemas de sequedad del ambiente y las derivadas de afecciones pulmonares que llevan anejos los aparatos de aire acondicionado. Para los ventiladores no hay presupuesto. Ni se ha planteado.

El caso es que habré de entrar y ser consciente de la realidad: un conjunto de muchachos amontonados en el aula que sobre la media mañana no podrán aguantar de calor y humedad en un recinto en que no circula el aire. Y habré de hablarles de temas abstrusos necesarios para su formación intelectual.

El año pasado además tuvimos en mi instituto nidos de avispas en el exterior de los ventanales y hubimos de mantener  cerradas las ventanas en pleno calor asfixiante de septiembre y octubre. Supongo que las plagas de avispas también son consecuencia del cambio climático. Luchar contra los nidos de avispas llevó varias semanas, y no era extraño que si se abría una ventana para respirar entraran una o varias avispas lo que no ayudaba –como podéis imaginar- al desarrollo de la unidad didáctica sobre la morfología del sintagma nominal y sus adyacentes.

De esto no se habla en las reformas educativas. Pero es una realidad palpable que resta eficacia en una gran medida a cualquier buena voluntad que haya al respecto para mejorar los niveles educativos. Además la tendencia en varias comunidades autónomas ha sido adelantar el comienzo de las clases muy a principios de septiembre. Creo que ha sido en la Comunidad Valenciana y otras. Es una medida políticamente muy popular pero que en un país como el nuestro y en unas condiciones como las actuales, diseñan un panorama insoportable: amontonamiento creciente de alumnos en las aulas, ventanas minúsculas, elevación de las temperaturas, falta de recursos para paliar la situación.

En fin. Esta es la realidad.



miércoles, 10 de septiembre de 2014

Como un ninja



Estos días de espera del comienzo del curso, aprovecho instantes de escapada de casa para tomar fotos en Barcelona y en Cornellà. Fotografío todo lo que se pone a mi alcance. Zonas del Raval, iglesias románicas, el Paralelo, inmigrantes, mercados de intercambio de cromos por niños (allí fui confundido con un pederasta y un padre me amenazó físicamente y con la policía), mercados populares ... Anhelo fotografíar la vida en su totalidad. Me gustaría hacer fotos en un velatorio ante el cadáver, en la sala de espera de la muerte en un hospital, de mujeres atractivas, de ancianos, de niños, de seres anónimos que deambulan por la calle. He pensado en ponerme un cartel que diga que fotografío gratuitamente y que envío las fotos por correo electrónico. Me atrae la vida de la ciudad, en su devenir bastardo y feo. Las ciudades no son hermosas. Hemos creado la urbe pero es opaca, burocrática, funcional, esencialmente inarmónica, hecha a retazos. Me atrae su imperfección, su propia fealdad ... aspiro a concentrar en un instante la vida de la ciudad, robando las fotos, exponiéndome a que me amenacen o me tilden de lo peor. El fotógrafo de calle es como un ninja, acechando sombras, carteles en las paredes, figuras fugitivas, con su cámara a punto de disparar esperando la conjunción de la suerte y una buena exposición fotográfica.

Reviso entre mis contactos fotográficos las estéticas que me atraen. Desecho los consagrados por las multitudes, los universalmente seguidos, elijo el blanco y negro por su faceta documental, tacho de mi lista las fotos de mujeres hermosas y desnudas si no me ofrecen más que belleza extática, olvido pronto las fotos de atardeceres tuneados por filtros espectaculares, las cascadas con ese efecto de espuma que ya me aburre, las fotos de Islandia en el último viaje al  país de moda, no me interesan las fotos de animales ni de plantas o de flores por bellísimas que sean, ni de edificios en su artificiosa arquitectura.  Abomino las fotos de alimentos, la última paella comida, las pesas en el gimnasio, las fotos de la última cena con los amigos en que todos son felices y ríen. Me he ido dando cuenta de que cada vez soy más tendencioso. Me gusta el retrato del alma y la fotografía callejera. Especialmente de fotógrafos que no son profesionales. Menuda banda. Fotógrafos que están buscando y arriesgando, desgarrándose en esa búsqueda. Exponiéndose a la soledad, a no ser entendidos, a levantar indiferencia o desagrado, a que les metan una hostia por hacer fotos donde no se debe. A los niños por ejemplo. El tabú de nuestro tiempo. Fotos de enfermos de depresión que revelan sus mundos desoladores, fotos de reportajes sobre toxicómanas a lo largo de dieciocho años hasta su muerte. Sería feliz si se me permitiera, como a Diane Arbus, hacer fotos en un psiquiátrico. No me atrae la belleza estereotipada, esos cuerpos perfectos de muchachas rodeados de gasas y veladas, ni esos atardeceres más falsos que Judas con esas nubes dramatizadas. No. En un primer momento pude quedarme fascinado por la técnica exquisita de algunas fotos preciosas. Modelos bellísimas profesionales. Bah. Anhelo mundos inquietantes, indagadores, en el límite, hermosos en su imperfección y en su falta de estilo académico, mundos poco frecuentados, minoritarios. Cuando escucho de una foto que es preciosa, que es bonita, me quedo boquiabierto porque es verdad. Es bonita, es preciosa, un encanto, y probablemente representa la esencia de la belleza, de esa belleza que tanto anhelamos como huida de un mundo esencialmente vulgar y banal. Tal vez sea hermosa. Tal vez. Pero hay una belleza que a mí me hechiza mucho más. La belleza del alma torturada, de esa belleza que aletea en un cuerpo imperfecto ... Esos fotógrafos que se arriesgan a no gustar, a recorrer las calles con su cámara robando fotos entrando así en el alma de la gente común de refilón. Voy creando una cartera de fotógrafos de estas facetas cuyas fotos suponen una búsqueda y un estilo radicalmente personal enfrentado a los gustos de las mayorías siempre tan tranquilizadores y previsibles así como anodinos. El buen fotógrafo no es famoso ni se dice realmente fotógrafo. Pone su cámara en la calle y fotografía a la gente común, como aquel fotógrafo malinés Seydou Keita, que tanto admiro. Una cámara normal, un estudio con una cortina barata y magníficos retratos que tardaron en ser reconocidos por occidente pues trabajó en el anonimato en Bamako.

Un instituto de Enseñanza Secundaria con sus centenares de alumnos feos, desgarbados, llenos de acné y de hormonas a tope es un buen estudio para hacer fotos en un tiempo de transformación. Es una belleza de un fulgor conflictivo, la adolescencia, esa época salvaje en todos los sentidos ... y que uno que es profesor ha de convertir en algo domesticado y cultural.

Pues eso, la fotografía como un abismo que se abre, sin horizonte cierto y en que solo está asegurada la caída en una hermosa y vertiginosa danza entre las tinieblas del corazón.



viernes, 5 de septiembre de 2014

Street Photography



Es lo mismo que “fotografía callejera” pero expresado en inglés el idioma internacional con que se comunican experiencias los fotógrafos. Yo soy uno de ellos, al menos en mi pasión por reflejar con mi pequeña cámara escenas de la vida cotidiana que tienen lugar espontáneamente en la calle. Las calles son escenario de infinitos instantes llenos de poesía que suceden delante de nosotros si estamos dispuestos a verlos. El fotógrafo de calle va con su cámara y se dedica intuitivamente a intentarlos reconocer y apresar la oportunidad que no suele volverse a repetir. Es un intruso en la realidad ajena, es un cazador que acecha observando el vaivén de las personas que no desean de entrada ser fotografiadas, que no sospechan que puedan ser objeto de interés para nadie. He ahí uno de los problemas del fotógrafo callejero. Ha de enfocar su cámara lo más discretamente posible hacia personas que tienen muy desarrollada su visión periférica e inmediatamente detectan que están siendo observadas por un objetivo. Es una centésima de segundo, quizás milésima y el clic inaudible de la cámara ha señalada la obtención de la imagen, quizás en el instante en que el fotografiado se ha dado cuenta de lo que estaba pasando. El fotógrafo callejero entonces hace exhibición de la mejor de sus sonrisas y huye. No es fácil explicar qué se está haciendo. A veces la reacción es airada, otras divertida, otras simplemente de sorpresa y perplejidad. Se entiende que este fotógrafo nunca exhibiría a nadie en una actitud ridícula o poco digna. Todo ha de ser tamizado por el buen gusto y la búsqueda de la poesía en la calle.

No es fácil obtener una buena fotografía en esas condiciones. Se hacen muchas pero son muy pocas las que son interesantes. Hay que tener en cuenta que el cazador de instantes ha de tener su cámara preparada para condiciones muy cambiantes de luz, movimiento... Y opta por la exposición manual y no automática. De igual manera estima que lo mostrado debe ser la realidad captada y no somete la fotografía a reelaboraciones de los diversos filtros. ¿Qué se busca? Todo y nada. Una imagen de la amistad, de la soledad, del desasosiego, del reencuentro de dos amigos, de la confusión, de la espera, del caminar abstraído por la calle o la observación atenta. Se busca que la imagen obtenida sea capaz de contar una historia por sí misma. El campo fotográfico es inmenso. Es la espontaneidad de la vida en las calles llena de contrastes y de potencial ironía que el captador de instantes ha de intuir. La calle es polimorfa y cambiante. Nunca es igual, permanentemente se está transformando. Ella misma puede ser objeto de la fotografía sea de día o de noche. La gracia es saber encontrar ángulos sorprendentes, lo que no es fácil. De ahí el desafío del fotógrafo que sale con la cámara y el trípode si hace falta para situar su objetivo.

Es necesaria la audacia para este juego. En un principio nos preguntamos ¿qué derecho tengo yo de meterme en la vida de los demás, de invadir su espacio fotográfico? ¿Qué imaginan que pretendo con ello? Uno ha de saber limitar estas preguntas porque si no se hubieran atrevido, no se habrían captado las mejores instantáneas del siglo XX empezando por Henri Cartier Bresson, el mago de esos instantes fugaces de la vida. La vida está ahí, en las calles, y todos somos potenciales objetivos fotográficos. Al pasear por la calle estamos en un espacio público y pertenecemos al que nos observe. No está prohibido fotografiar la calle, y ahí estamos nosotros. Somos en el fondo personajes de una obra que se representa sorprendentemente en las calles y allí hay “perversos” fotógrafos que nos observan. Tal vez saquen de nosotros lo más inesperado, lo que no imaginamos, lo que no nos atrevemos a pensar de nosotros. Nada hay tan fascinante como la naturaleza humana (aunque otros se dedican a la fotografía de paisajes o de la vida de los animales o de las cosas). En las calles estalla violenta la vida, especialmente en situaciones de fiesta o de euforia en que nadie se molesta por ser fotografiado. Son estas situaciones las que explota el fotógrafo o aprendiz de ello. Situaciones en que las personas se concentran gozosamente, cuanto más alegres mejor. La vida en su totalidad es materia de la fotografía. No hay campo ajeno a ella. El artefacto más increíble del mundo es una cámara fotográfica. Es tal su fuerza que se funde con el fotógrafo en una simbiosis técnica y corporal. Es una parte de sí mismo. Respira por ella, late con ella, se sobresalta con ella, sueña con ella...

La Street Photografy es un campo que no es nada nuevo. Desde que surgió la cámara fotográfica los fotógrafos se han dedicado a fotografiar la gente y las calles. Tal vez lo sea en alguna manera para el que esto escribe que sale cada día con su cámara para ver si logra hacer algo que tenga aliento poético. Y no, no es fácil. No es fácil meterse en el mundo de la gente sin su permiso y si dieran su permiso, se perdería la espontaneidad imprescindible. Es toda una técnica que voy aprendiendo en sucesivos fracasos callejeros para obtener tal vez algo que tenga algún interés teniendo en cuenta que la gente es muy suspicaz y no le gusta que le retraten, sin saber en principio para qué se hace. Un reto mayúsculo. Y para el que esté interesado, hoy con el mundo de los móviles es una posibilidad espléndida. Yo no utilizo móvil sino una cámara muy precaria que no es réflex. Es pequeña y cabe dentro de la mano. Pero entiendo que un buen móvil, un iPhone por ejemplo es un instrumento ideal para ello.


Tal vez plantee a mis alumnos de la ESO un taller de Street Photography. Es una posibilidad plástica excelente de creación y de observación de la vida, además de técnica del camuflaje y de la ironía imprescindible.

miércoles, 27 de agosto de 2014

¿Una imagen ridícula?



Vean con tranquilidad esta imagen por unos segundos. Ha aparecido en los medios de comunicación recientemente. Se ve a la canciller alemana Angela Merkel y a Mariano Rajoy en torno a la imagen del Apóstol Santiago. Esta imagen ha sido reproducida ampliamente en FB por españoles que la ven como absolutamente ridícula. Dos personajes ridículos (la Merkel y Rajoy) en torno a una estatua casi de cómic. ¡Quiénes nos gobiernan! decía alguna entrada que he leído, viendo en ella una plasmación total del esperpento europeo. La Merkel (con abierto desprecio, en parte por su físico) y el patizambo presidente español. Mi humor a veces no es muy fino y me he puesto a pensar en la imagen. Me he preguntado si a los alemanes también les parecería ridícula esa puesta en escena de los dos mandatarios. Dudaba primero si Angela Merkel se hubiera prestado a una escenificación chusca como hemos interpretado aquí. Mi conclusión es que no, que vemos esa imagen de modo diferente en Alemania y en España.

He hecho este verano unas etapas del camino de Santiago por el interior de Euskadi con una ingeniero alemana de la Mercedes. Nos hemos reído mucho y hemos contrastado nuestros respectivos sentidos del humor. Para ella el Camino de Santiago es algo muy serio, de hecho cada verano aprovecha sus días de vacaciones para venirse a España, país en que trabajó tres años, para hacer recorridos de la ruta jacobea. De hecho, deja el trabajo y rapidísimamente se viene a este país para experimentar la vida a lo largo del camino. Ella admira a los españoles, le gusta su sentido de la vida, su disponibilidad, su amabilidad, su capacidad de comunicación, tan diferente a la cerrazón alemana con los desconocidos. Ella aprecia que la gente a lo largo del camino le abra su corazón sin exigir nada a cambio. Ella se siente en parte española, dándose cuenta de que España y Alemania no son tan diferentes culturalmente. Eso sí, hay una diferencia, reflexiono yo: los alemanes creen en sí mismos. Cuando hay un problema buscan maneras de solucionarlo de forma práctica. Son la primera economía de Europa: levantaron a la República Democrática de Alemania, un país atrasado, y siguen siendo la locomotora de Europa. Ellos tienen claro que, a pesar de su pasado, creen en ellos mismos, creen en su sistema político y aprecian a Angela Merkel a la que han votado mayoritariamente. Por nuestra parte, somos un país fatalista, un país que no cree en sí mismo, un país al que le encantan las chirigotas de Cádiz y deplorar todo lo español fustigándonos diciendo que todo es una bazofia. Nuestros políticos, nuestro sistema, todo. Hay una interpretación nihilista de la política. No confiamos en nosotros mismos. En los barómetros europeos de confianza, los españoles y los griegos se deploran a sí mismos, mientras que los alemanes tienen un alto grado de fe en ellos mismos. Curiosamente, nuestra imagen exterior, lo que opinan otros países sobre nosotros, no es ni de lejos tan negativa como lo que pensamos nosotros. En general se tiene una opinión positiva sobre los españoles, mucho mejor que sobre otros países por ejemplo.

Es un lugar común burlarse de la Merkel. Es gorda, bajita y lleva flequillo. Pero nuestros hijos se están yendo a trabajar duramente a Alemania, o eso pretenden. Si en lugar de ver un personaje ridículo viéramos en esa mujer a la locomotora alemana, a la República Federal Alemana, tal vez cabría matizar la imagen de chanza. No es una imagen patética como se ha querido ver aquí la que forman los dos mandatarios. No. Esa imagen refleja el aprecio alemán por lo español. Y el respeto que suscita el Camino de Santiago entre los alemanes. Sé que debe ser duro para nosotros los españoles pensar que alguien confía en nosotros, que no somos el último mono de Europa. Sé que a un pueblo acostumbrado a menospreciarse a sí mismo, le es difícil pensar que alguien le concede valor. Es un problema básico de la autoestima baja. Quien tiene la autoestima baja se burla mucho de todo y juega a denostarse a sí mismo como muestra de su capacidad autocrítica. El cine español es una mierda, los políticos españoles son una mierda. Aquí todo es corrupción. Nuestro sistema sanitario es una porquería. La escuela española no vale nada. Estamos a la cola de todo. Eso nos encanta. Además de ir de bares, la institución española más valorada por la mayoría. Todo se caerá abajo pero los bares seguirán en el barómetro en el punto más alto. Si nos respetáramos más a nosotros mismos, no permitiríamos que otros nos tomaran a chacota como esos jóvenes europeos que vienen a España de charanga y botellón porque aquí todo está permitido. Y así existe Magaluf, y las jornadas del desmadre en Salou, y los horarios sin fin, y la fiesta sin normas que reina para los turistas que no se permitirían en su país nada parecido, pero en España, que tiene la autoestima tan baja, todo se permite, y si no, que lo digan los vecinos de la Barceloneta. Somos un claro ejemplo de sociedad que no se respeta a sí misma, que no se concede valor a lo que hace y así permite que otros le falten al respeto, básicamente porque no se lo tiene a sí misma.


Que no me digan que esta imagen de Rajoy y la Merkel es ridícula. No lo es. Y si la vemos es porque nos sentimos ridículos nosotros. Los alemanes habrán visto algo muy diferente y no entenderán nuestro sentido del humor que tiende a lo negro. Ellos están habituados a tomarse en serio y la mayoría aprecia el valor que tenemos. Seríamos nosotros los que deberíamos ser primeros en confiar un poquito más en nuestras posibilidades, en nuestros proyectos de futuro, en la capacidad de regenerar el sistema, en no darlo todo por perdido, en no naufragar en el nihilismo, en creer incluso que son posibles referéndums sobre la pertenencia o no a España. Si creyéramos en nosotros mismos no nos reiríamos de esa foto que refleja algo muy distinto a lo que leemos nosotros en ella.

lunes, 25 de agosto de 2014

No se pierdan la letra pequeña



Hay un fenómeno emergente que es el de mostrar los viajes que se hacen mediante fotos en Facebook. Así vemos en tiempo real la estancia de A y B en las playas de Brasil, la visita de C a las ciudades de Malaysia, los paseos por Berlín de D, el recorrido de E por Alaska, la estancia de F en Benidorm... Es un modo de relatar los viajes que les restan cualquier magia y muestran demoledoramente lo minúsculo que es el mundo en que vivimos. Da igual adónde se viaje. Las fotos, tal vez los selfies, muestran, sin pretenderlo, la banalidad de viajar a lugares supuestamente remotos en que todo es mostrado y exhibido. El turismo es un desastre que aplasta a ciudades originalmente hermosas como Venecia o Barcelona. Los turistas somos corruptores de culturas con nuestra mirada adocenada, ansiosa de emociones fuertes y paisajes novedosos que han sido ya mostrados en internet mil y una vez. A esto se le ha llamado “la aldea global”, un recinto pequeño en que de modo espasmódico nos movemos, hacemos fotos y las mostramos para recibir comentarios apasionados del tipo: ¡Qué chulo!

Hubo un tiempo en que se viajaba y se enviaban cartas o aerogramas para comunicarse con nuestros amigos y personas queridas. Tardaban semanas en llegar y uno tenía la impresión de que si estaba en Bali, por ejemplo, estaba muy lejos, inmerso en una situación lejana en el tiempo y el espacio. Uno podía respirar y creer que estaba en un lugar que nos permitía una distancia con lo vivido habitualmente. Recuerdo estas situaciones como altamente interesantes que lo sumergían a uno en una vivencia del tipo de una burbuja temporal. Hoy uno pasea por una playa del norte de Bali y asiste a una ceremonia nocturna en un templo cercano en que bailan legong muchachas núbiles a la luz de la luna, hace fotos con toda la intención, las cuelga con su móvil en Facebook y da cuenta de esa experiencia maravillosa, rebajándola a la categoría de anécdota, para recibir unas docenas de likes y comentarios intrascendentes ante las fotos nocturnas que ha hecho. Esta es la nueva antropología del turista que comunica ansiosamente todo, incluidas las comidas de las que hace fotos, para dar a conocer lo bien que se lo está pasando. Sus contactos se hacen eco y desde esa cercanía que no permite ningún distanciamiento, le dicen lo genial que es todo. Hay todo un arte de decir algo sin decir nada, que las redes sociales estimulan y espolean. Es el reino de los lugares comunes, el reino de la banalidad, no por la identidad de los que paseamos por allí, sino por la proyección que hacemos de nuestra vida, de nuestras andanzas, de nuestras experiencias reducidas a mínimos acontecimientos que se van sucediendo con estímulos renovados e igualmente gaseosos.

Una vez paseaba por las calles de un pueblecito aragonés, hacía fotos, y escuchaba los sonidos del pueblo que se mecía en el silencio de la mañana luminosa. Yo me situaba en las sombras. De una ventana, velada por una persiana de las de antes, salía una voz de una anciana que jugaba con su nieta. Le cantaba una canción con voz quebrada pero musical. Le venía a decir a su nietecita que había vivido toda su vida allí, en aquel pueblecito, que no había salido de él, y que quería igualmente morir allí. Aquello me conmovió, a mí, personaje que se las da de viajero y que ansía recorrer paisajes nuevos siempre que puede. La canción alegre de la anciana me llevó también a algún pensamiento de un filósofo que no logro recordar pero que expresaba una idea semejante. Que no es necesario salir de la calle donde vive uno para sentir todo el peso del universo, experimentar la totalidad. Al final de la vida, puede ser tan densa la experiencia de la misma de un gran viajero que la de una mujer que no ha salido de su aldea y siempre ha contemplado el mismo cielo, las montañas, el valle, el río, de su pueblo.

Ha habido escritores viajados muy importantes, pero también los ha habido que han vivido recluidos en la habitación de su casa observando su mundo interior con delicadeza, con agudeza, con penetración. Y uno llega tal vez a la idea de que todo está dentro de nosotros. Si uno no tiene demasiado o es pobre interiormente, da igual lo que contemple fuera por exuberante, por fascinante que pueda ser, por las docenas de fotos que pueda colgar de paisajes y comidas. Lo que comunica uno siempre es su paisaje interior. El exterior solo es el reflejo del mundo que se lleva dentro. A veces es preferible el silencio como una forma mucho más elocuente de mensaje frente a miríadas de instantáneas que reflejan mucho más de lo que se cree la propia mirada más que el objeto fotografiado. Y es que cuando hacemos una fotografía, misteriosamente, nos fotografiamos a nosotros mismos. Y cuando escribimos sin duda hacemos algo parecido. Tendríamos que mejorar el estilo para decir algo en un mundo que raramente permite la expresión individual en esa mimetización que hacemos todos sobre la transparencia de la sociedad de consumo y que revela que, más que nada, somos eso, consumidores de bazofia envasada en latas que pone en letras minúsculas pero elocuentes: mierda.

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