Hace más de treinta años que leí el libro pero esta escena
la guardo en mi memoria como si hiciera pocos minutos que la hubiera leído. Es
el comienzo de Dune de Frank Herbert, una novela de ciencia
ficción que en aquel entonces me cautivó. Paul
Atreides es el heredero de la casa ducal
y debe erigirse en líder de su mundo para lo que debe pasar una serie de
pruebas que evaluarán su acceso a niveles más altos de conocimiento. La
narración comienza con una de esas pruebas. Una dama Bene Gesserit, una reverenda Madre, con el permiso de su madre que
también pertenece a esta orden, le lleva a pasar una prueba iniciática, una
caja negra de metal de unos quince centímetros que estaba abierta por un lado.
Es la prueba del dolor. Paul Atreides
debe meter su mano allí y aguantar. La reverenda madre le pone una aguja
envenenada al lado de su cuello. Es el gon jabbar, si Paul saca la mano e
intenta huir, se la clavará y morirá. Abrevio el relato. El caso es que Paul Atreides mete la mano derecha en
la caja. Al principio la siente fría, pero poco a poco nota que el calor está
subiendo y se convierte en una especie de horno, el dolor es indescriptible, la
quemadura está convirtiendo su mano en un muñón requemado, pero no saca la mano
de allí. Resiste sufriendo una sensación terriblemente dolorosa. De pronto todo
pasa y cesa el dolor. Paul cree que
tiene la mano renegrida reducida al puro hueso quemado. Pero, para su sorpresa,
la mano está intacta. Había sido dolor generado por inducción nerviosa. Su otra
mano, la que estaba fuera tenía las uñas clavadas en su palma de la tensión acumulada.
Hace muchos años, cuando la enseñanza no estaba dominada por
la burocracia, el miedo a los peligros reales o potenciales, la pedagogía no se
había adueñado de los planteamientos educativos y los profesores de filosofía arriesgaban más... llevaba a mis alumnos de dieciséis
años de fin de semana (sin permisos explícitos de los padres) a algún lugar de
la montaña. Dormíamos en algún albergue y hacíamos caminatas por los alrededores.
Una de ellas era en las cercanías de Ribes
de Fresser, muy cerca de Queralbs.
Una de las experiencias que les proponía era ir a una cueva, la cueva de Rialb, que está a dos o tres kilómetros. Íbamos a medianoche, sobre las
doce o la una. Era primavera por lo que hacía todavía bastante frío a esas
alturas en que estábamos. Alguna vez incluso la hice en invierno e hicimos el
trayecto con nieve. La cueva de Rialb
estaba junto a la vía del cremallera al santuario de Núria que no funcionaba por la noche. Había que entrar en la cueva.
Primero había que trepar hasta la entrada, un túnel angosto y oscuro que
iluminábamos con nuestras linternas. Lo que no les decía es que había otra
entrada a pocos metros, grande y espaciosa. El túnel era muy estrecho y cabían
los cuerpos con dificultad. Había que avanzar unos cuatro metros por el túnel.
Comenzaba a entrar alguna chica menuda que se las veía y deseaba para avanzar
por el túnel. Yo sabía que había que encontrar la posición correcta de los
brazos y doblar el cuerpo en los ángulos precisos para lograr pasar por aquel
conducto mínimo. Se podía pasar pero había que dominar el miedo y la
claustrofobia. Supongo que es básico en espeleología ese convertir el cuerpo en
una figura flexible y adaptable a espacios como aquel. La primera chica que pasó
logró al cabo de unos largos segundos encontrar cómo hacerlo, se giró,
siguiendo mis indicaciones, puso los brazos por delante y se impulsó con los
pies haciendo palanca. Era un momento angustioso pero daba paso a la cavidad de
la cueva ya que el resto del recorrido era sencillo. La muchacha gritó desde el
otro lado a sus compañeros y les dijo que se podía pasar. Algunos tenían miedo,
pero fueron pasando poco a poco. Alguna muchacha especialmente temerosa se
quedó para el final. Todos fueron pasando convirtiendo su cuerpo en un anillo vertebrado
que se adaptaba a la morfología de la cueva. La sensación que tenían al lograr
pasar al otro lado y alcanzar el centro de la cueva, con el corazón latiendo
aceleradamente, era difícilmente expresable. Había una especie de éxtasis y
euforia que se desataba en una felicidad incontenible. Aquello era como nacer,
me gritó uno de ellos desde el otro lado. La última muchacha que no se atrevió,
dominada por intenso pánico, fue llevada por mí a la entrada amplia de la cueva
y pasó donde estaban sus compañeros. No sintió la misma alegría. Yo pasé el
último. Conocía la cueva y sabía de sus características. Percibí la emoción de
aquellos chicos y chicas, una docena, que habían logrado pasar el túnel del
miedo a mitad de la noche. Su comparación del acceso a la cavidad con el
nacimiento, propuesta por algunos de ellos, me pareció muy adecuada. No les
faltó decisión ni valor. En realidad no había ningún peligro pero había que
vencer el miedo y la sensación de agobio claustrofóbico. Se podía haber entrado
por la boca principal pero en aquella aventura había una pequeña lección vital
que imagino que no habrán olvidado. En el interior, amplio y cómodo, nos
sentamos en la gruta principal y apagamos las linternas que dejamos en un lado.
Cada uno se sentaba de modo que estuviera solo, sin contacto físico con sus
compañeros. La oscuridad era completa y el silencio tan absoluto como solo en
el interior de una cueva es posible. La quietud y la inmovilidad era total. Nos
mantuvimos un par de minutos en silencio en la oscuridad profunda, sin
posibilidad de tocarse entre nosotros. Luego encendí una vela que llevaba y la
puse en el centro y miramos la realidad a la luz incierta de la candela. Sus
ojos brillaban y ya su corazón se había serenado. No dije nada. No hubo
explicación ni reflexión sobre lo que habíamos vivido.
La clase de literatura aquel día fue a medianoche. Yo no la
he olvidado. Y al escribirlo, el corazón se me acelera todavía por la emoción
que todavía me domina al recordarlo.