He pasado por largos años de postración
como profesor de literatura. Nunca se debe culpar a los alumnos de las
debilidades de uno mismo, de su incapacidad, de su situación tal vez
problemática en el sistema educativo. El caso es que lo he pasado mal durante
bastante tiempo. Otrora me consideré un buen profesor de literatura, no tanto
de lengua que nunca me ha atraído lo suficiente. Cuando viajaba por Indonesia
yo decía con orgullo que yo era “guru
kesusastraan” lo que significa “profesor de literatura”, pero no he sido un
profesor de literatura profesional de esos que pretenden hacer asimilar datos y
conceptos sobre los periodos literarios como único objetivo o que sepan una
lista de figuras retóricas o que hagan impecables comentarios de texto. No. En
mi praxis como profesor desarrollé un estilo propio que me llevaba
imperiosamente, más allá de lo dado, para utilizar el arte de la palabra
escrita en varios sentidos: que promoviera el pensamiento propio, contemplando
diversos modos de vivir la vida, el arte y la experiencia de la palabra. La
literatura, mi enseñanza, era un taller abierto a la vida para promover un
pensamiento no dogmático. No soy dogmático. Soy capaz de entender diversas
posiciones, incluso antitéticas, y nutrirme simultáneamente de ellas. Lo que espero es que sean
fructíferas y dialécticas, no estáticas. Me atrae el pensamiento en movimiento.
Y en mis clases promuevo reflexiones que lleven a cuestionarse los tópicos y
los estereotipos a los que tan rápidamente se llega y de los que es tan difícil
desembarazarse. Denme una creencia que se pretenda sólida y yo intentaré
someterla al desgaste de su topicidad. En mis clases reflexiono en voz alta e
intento que ellos también necesiten hacerlo también. No hay nada como el libre
pensamiento para impulsar el libre pensamiento. Nunca intento imponer nada pues
no creo en nada que se declare como sólido e inconmovible. No. Busco ese
territorio permeable del pensamiento en que las ideas fluyen y se buscan por el
propio placer de jugar entre ellas. No hay nada más antidialéctico que una
enseñanza solo orientada a los resultados visibles en pruebas de nivel, reválidas,
selectividades... ¿Cómo evaluar el desarrollo de un pensamiento propio? ¿Cómo
evaluar el ejercicio de la libertad íntima para atreverse a desafiar el ámbito
de las creencias que se presumen definitivas? ¿Cómo evaluar el sentimiento de
placer en el descubrimiento estético y reflexivo?
La literatura es un punto de partida, un
fundamento que nos sirve para desarrollar nuestra propia percepción de la vida.
Es dinamita que nos impulsa a colocarla en pequeñas dosis en los puentes de las
seguridades que se afirman y reafirman como incontestables. Y para ello nada
mejor que experiencias límite, esas que nos conducen a lugares áridos y
solitarios en que solo florece la flor más raquítica y desvalida, en un paisaje desolado en que no hay seguridad
y sí incertidumbre y zozobra sobre nosotros mismos. Así un poema, un relato, un
drama, nos abren múltiples caminos hacia desafíos de las ideas... Nos ponemos en la
posición del autor –eso creemos- para intentar entender qué fue lo que él hizo
y por qué lo hizo. Cómo estuvo en un cruce de corrientes que él utilizó con
éxito o con aprovechamiento parcial. Nada hay más revolucionario que el
pensamiento. Quiero que mis alumnos no acepten nada como definitivo, que sean
aptos para rebelarse contra el pensamiento detenido, muerto, que se alcen
contra la identidad de sí mismos, contra la identidad de las patrias, contra la
identidad de las naciones, contra la identidad de la misma literatura entendida
como una disciplina cerrada y didáctica. Lo mejor que enseño en mis clases es
un método de descomposición de fórmulas y anatemas. No doy nunca soluciones. No
las tengo. ¿Cómo las voy a dar? Pero entiendo que un buen curso de literatura
es un viaje a través del mar, como La
Odisea, embarcados y abiertos a islas imprevistas, a encuentros
insospechados, a vientos enloquecidos y adversos, a ninfas, a diosas, a
monstruos de un solo ojo, a lotos narcóticos. No hay nada que se pueda evaluar
en este recorrido. No hay examen que pueda dar cuenta de qué hemos aprendido
porque el ejercicio de la libertas
interior y el ejercicio de la experiencia estética es a veces incomunicable.
¡Ojalá pudiera serlo siempre! Pero no es así. Hay marineros que viven esta deriva
marítima pero no saben expresar la hondura del viaje que han iniciado y que
están viviendo.
El capitán, un remedo de capitán, puesto
en el puente de mando, hace subir a su tripulación y en un momento inolvidable
hace levar anclas para adentrarse en el territorio desconocido de la
literatura. Pero este capitán, borracho de palabras, ha vivido largos años
desposeído, arrinconado en tabernas de mala muerte, ahíto de ginebra de la
mala, esperando una tripulación que quisiera subir en su viejo barco para adentrarse
en el cabotaje y en las mareas de la incerteza. Depresiones han sido su marco
de vida. Depresiones y ginebra para olvidar. Hasta que un día encontró de nuevo
una tripulación ansiosa de libertad y pudo embarcarse de nuevo hacia lo
infinito.
El otro día una alumna me hizo el mayor
de los regalos a que puedo aspirar. Me dijo: tus clases me hacen pensar.
No aspiro a nada más. Solo a eso.