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domingo, 1 de febrero de 2015

La libertad como experiencia


He pasado por largos años de postración como profesor de literatura. Nunca se debe culpar a los alumnos de las debilidades de uno mismo, de su incapacidad, de su situación tal vez problemática en el sistema educativo. El caso es que lo he pasado mal durante bastante tiempo. Otrora me consideré un buen profesor de literatura, no tanto de lengua que nunca me ha atraído lo suficiente. Cuando viajaba por Indonesia yo decía con orgullo que yo era “guru kesusastraan” lo que significa “profesor de literatura”, pero no he sido un profesor de literatura profesional de esos que pretenden hacer asimilar datos y conceptos sobre los periodos literarios como único objetivo o que sepan una lista de figuras retóricas o que hagan impecables comentarios de texto. No. En mi praxis como profesor desarrollé un estilo propio que me llevaba imperiosamente, más allá de lo dado, para utilizar el arte de la palabra escrita en varios sentidos: que promoviera el pensamiento propio, contemplando diversos modos de vivir la vida, el arte y la experiencia de la palabra. La literatura, mi enseñanza, era un taller abierto a la vida para promover un pensamiento no dogmático. No soy dogmático. Soy capaz de entender diversas posiciones, incluso antitéticas, y nutrirme simultáneamente de ellas. Lo que espero es que sean fructíferas y dialécticas, no estáticas. Me atrae el pensamiento en movimiento. Y en mis clases promuevo reflexiones que lleven a cuestionarse los tópicos y los estereotipos a los que tan rápidamente se llega y de los que es tan difícil desembarazarse. Denme una creencia que se pretenda sólida y yo intentaré someterla al desgaste de su topicidad. En mis clases reflexiono en voz alta e intento que ellos también necesiten hacerlo también. No hay nada como el libre pensamiento para impulsar el libre pensamiento. Nunca intento imponer nada pues no creo en nada que se declare como sólido e inconmovible. No. Busco ese territorio permeable del pensamiento en que las ideas fluyen y se buscan por el propio placer de jugar entre ellas. No hay nada más antidialéctico que una enseñanza solo orientada a los resultados visibles en pruebas de nivel, reválidas, selectividades... ¿Cómo evaluar el desarrollo de un pensamiento propio? ¿Cómo evaluar el ejercicio de la libertad íntima para atreverse a desafiar el ámbito de las creencias que se presumen definitivas? ¿Cómo evaluar el sentimiento de placer en el descubrimiento estético y reflexivo?

La literatura es un punto de partida, un fundamento que nos sirve para desarrollar nuestra propia percepción de la vida. Es dinamita que nos impulsa a colocarla en pequeñas dosis en los puentes de las seguridades que se afirman y reafirman como incontestables. Y para ello nada mejor que experiencias límite, esas que nos conducen a lugares áridos y solitarios en que solo florece la flor más raquítica y desvalida,  en un paisaje desolado en que no hay seguridad y sí incertidumbre y zozobra sobre nosotros mismos. Así un poema, un relato, un drama, nos abren múltiples caminos hacia desafíos de las ideas... Nos ponemos en la posición del autor –eso creemos- para intentar entender qué fue lo que él hizo y por qué lo hizo. Cómo estuvo en un cruce de corrientes que él utilizó con éxito o con aprovechamiento parcial. Nada hay más revolucionario que el pensamiento. Quiero que mis alumnos no acepten nada como definitivo, que sean aptos para rebelarse contra el pensamiento detenido, muerto, que se alcen contra la identidad de sí mismos, contra la identidad de las patrias, contra la identidad de las naciones, contra la identidad de la misma literatura entendida como una disciplina cerrada y didáctica. Lo mejor que enseño en mis clases es un método de descomposición de fórmulas y anatemas. No doy nunca soluciones. No las tengo. ¿Cómo las voy a dar? Pero entiendo que un buen curso de literatura es un viaje a través del mar, como La Odisea, embarcados y abiertos a islas imprevistas, a encuentros insospechados, a vientos enloquecidos y adversos, a ninfas, a diosas, a monstruos de un solo ojo, a lotos narcóticos. No hay nada que se pueda evaluar en este recorrido. No hay examen que pueda dar cuenta de qué hemos aprendido porque el ejercicio de la libertas interior y el ejercicio de la experiencia estética es a veces incomunicable. ¡Ojalá pudiera serlo siempre! Pero no es así. Hay marineros que viven esta deriva marítima pero no saben expresar la hondura del viaje que han iniciado y que están viviendo.

El capitán, un remedo de capitán, puesto en el puente de mando, hace subir a su tripulación y en un momento inolvidable hace levar anclas para adentrarse en el territorio desconocido de la literatura. Pero este capitán, borracho de palabras, ha vivido largos años desposeído, arrinconado en tabernas de mala muerte, ahíto de ginebra de la mala, esperando una tripulación que quisiera subir en su viejo barco para adentrarse en el cabotaje y en las mareas de la incerteza. Depresiones han sido su marco de vida. Depresiones y ginebra para olvidar. Hasta que un día encontró de nuevo una tripulación ansiosa de libertad y pudo embarcarse de nuevo hacia lo infinito.

El otro día una alumna me hizo el mayor de los regalos a que puedo aspirar. Me dijo: tus clases me hacen pensar.


No aspiro a nada más. Solo a eso.

domingo, 25 de enero de 2015

Una clase de literatura


El curso avanza rápido en bachillerato a la espera de las temidas pruebas de selectividad para los que logren pasar por la horcas caudinas de segundo de bachillerato. Estamos ya en el siglo XIX, tras tres hitos en el siglo de Oro en poesía, narrativa y teatro. Hemos llegado al Romanticismo y en breves trazos he de expresar el espíritu del hombre romántico frente al ilustrado y aspirante a la Razón como supremo instrumento de conocimiento del mundo. La historia es como una curva con sus nodos alternantes entre periodos racionalistas y periodos críticos con la Razón. El Romanticismo huye de la razón y se refugia en la subjetividad y en los sentimientos. La clave, me digo, es el tamaño del “yo” en el hombre romántico. Busco algo plástico para expresar esa dimensión del ego enfermizo de los románticos. Evohé. Dibujo un “yo” diminuto en la pizarra haciendo referencia al que tienen algunas personas dominadas por el mundo y aplastados por la realidad. Dibujo luego un “YO” enorme, centenares de veces mayor que el primero. Ese es el yo del hombre romántico: desmesurado, excéntrico, sobredimensionado... Dicho ego les llevaba necesariamente a chocar con la realidad y con el mundo que no estaba a la altura de sus expectativas desorbitadas. Ello nos lleva a reflexionar sobre el hecho que yo les sugiero que los artistas en general tienen un ego expansivo y enorme. ¿Se creen, por tanto, superiores? –me pregunta una de las chicas de la clase-. Sí, en cierta manera. En buena manera su ego es tan grande y complejo que les lleva a ser narcisistas, enamorados de sí mismos. Pero eso no evita sus grandes abismos íntimos, su evolución desordenada de estados de ánimo que los lleva a sentirse geniales y a continuación a ser para sí mismos menos que un gusano. Esto les sorprende. Los artistas románticos en especial se sentían muy por encima del mundo sórdido en que les había tocado vivir y huían de él, sea hacia el pasado idealizado o  hacia un futuro revolucionario en que el mundo se transformaría a la medida de sus ideales. De ahí las dos vertientes del romanticismo: el tradicionalista y el liberal revolucionario. Los sentimientos se sobredimensionan en el interior del espíritu del artista romántico. Estados emocionales unidos a ello son la angustia, la melancolía, el hastío, la desesperación, la exaltación que no dura mucho puesto que caerá en el vacío de un mundo incapaz de comprender dicha elevación. La idea de artista incomprendido aletea sobre el panorama. Su arte es demasiado grande para ser asumido y reciben, por tanto, el rechazo de la sociedad, a la que desprecian.

En medio está –les dibujo- el yo equilibrado: el que no es aplastado por las circunstancias ni el exagerado del artista romántico. Es el mejor. Hago referencia entonces al tamaño de sus egos sobre el que he pretendido hacerles reflexionar como anexo al tema del romanticismo. El yo sano es equilibrado y tiene una justa medida, conoce sus limitaciones y sabe dónde comienza el sueño y termina la realidad, no como el protagonista de La vida es sueño que acabamos de leer.

Una chica me pregunta en qué momento de la historia estamos ahora, si en uno caracterizado por la confianza en la razón o en el sentimiento y la irracionalidad. La respuesta no es fácil porque vivimos –le digo- en un tiempo terriblemente complejo en que nada dura más allá de unas semanas, en que hay una mezcolanza total de estilos, en que el mundo se ha hecho pequeño, no como el mundo en que vivían los románticos que todavía era fuertemente teñido por la superioridad de Europa frente al resto del mundo, y por la dimensión todavía misteriosa del planeta que era inmenso y con zonas de profundo misterio en el corazón de África, Asia y Sudamérica. Las comunicaciones eran lentas. Hoy vivimos en la era de internet. El mundo se ha hecho muy pequeño, vivimos intercomunicados por infinidad de pequeños ordenadores que llevamos encima... Yo viví hace veinte años (1996) la sensación de navegar por primera vez por internet y fue algo difícil de olvidar. Hoy internet forma parte de nuestra identidad y solo es el principio. Pronto habrá ordenadores de grafeno y tal vez en un futuro no demasiado lejano lo sean cuánticos (aunque todavía son una hipótesis no realizable de momento). No podemos saber muy bien en qué momento estamos. Algún pensador lo ha calificado de “líquido” (Zigmunt Bauman). Nada parece estable más allá de pocos días o unas semanas. Antes los movimientos duraban un siglo, medio siglo, unas décadas, luego una década, unos años y ahora duran como tendencias muy poco tiempo. Ahora es el tiempo de las redes sociales, inimaginables hace diez años, y no tengo ni idea qué pasará en diez años en que Facebook o Twitter habrán pasado a la historia y serán vistos con la nostalgia de un pasado que nos ocupó durante un tiempo. Les digo que hace veinte años les dije a mis alumnos en clase que los libros terminarían desapareciendo y que los futuros libros serían electrónicos. No podían creerme, pero era el tiempo de la primera guerra del Golfo (1991) y todavía no había eclosionado internet. Ya es un pasado remoto. Que existió aunque nos parezca increíble. Estos muchachos de ahora tienen 18 años. Nacieron hacia 1997, justo cuando yo empecé a navegar por internet.

Tal vez dentro de un siglo se pueda saber en qué momento estamos –me dice otra muchacha-. Si es que el mundo sigue existiendo –contesta otra-.

Esto es una clase de literatura. Y lo demás historias.



domingo, 18 de enero de 2015

Islamofobia y antisemitismo


En estos días he reflexionado mucho sobre la situación creada en Europa y en especial en Francia con el atentado contra la revista Charlie Hebdo y sus diabólicas ramificaciones en la sociedad francesa, en nuestro país y en los países islámicos. No hay un modo único de ver la cuestión: hay diversas consideraciones sobre los límites de la libertad de expresión, sobre el sentido de la tolerancia (Voltaire vuelve a ser un superventas en Francia), la relación de la sociedad occidental con el Islam, ya afincado en nuestras fronteras, el terrorismo islámico, la convivencia en las aulas... En esta controversia multifacética me encuentro de todo: quienes ven en lo musulmán una amenaza para la sociedad europea, quienes sienten simpatía por el Islam como manifestación de un modo distinto de ver la realidad –hay quienes desde una óptica queer valoran el burka como un modo legítimo por el que la mujer puede protegerse-, quienes cuestionan el valor de los derechos de la mujer en las sociedades islámicas, quienes relacionan esto con la sociedad y no con la religión coránica, quienes ven en la reproducción de las viñetas de Charlie Hebdo sobre Mahoma el corolario evidente de nuestra libertad de expresión y el derecho de parodiar cualquier idea o movimiento por sagrado que quiera aparecer –aunque surge Dieudonné M’Bala M’Bala parodiando el Holocausto o reivindicando a uno de los autores de la matanza en el colmado judío y ya no nos parece tan divertido-, hay alumnos en los centros públicos franceses que reivindican el Je suis Charlie Hebdo y los que no quieren guardar el minuto de silencio y rompen los carteles reivindicativos diciendo que insultan al profeta... No me cabe duda de que hay una confusión mayúscula y el debate está envenenado.

El otro día yo publiqué en FB algunas consideraciones sobre el Islam hechas desde la óptica de musulmanes o musulmanas disidentes (desde la crítica a los fundamentos de la cultura coránica, desde el ateísmo o desde el liberalismo). Un amigo muy estimado me expresó que la línea que divide la crítica racional al Islam y la islamofobia es muy fina. Era evidente que era una observación sobre que yo estaba traspasándola cayendo en eso que ha venido a llamarse “islamofobia”. Yo le contesté por privado preguntándole si estaba de acuerdo en lo siguiente: “la línea que separa la crítica racional al estado de Israel y el antisemitismo es también muy fina”. Me contestó que “sí, pero...” Tuvo que subrayar que el sionismo es equivalente a los talibanes y que los kibutz hebreos son semejantes a ciertas comunidades musulmanas. Esto me preocupa. Muchos han observado la existencia de una islamofobia latente en Europa y en España pero nadie o prácticamente nadie ha señalado la evidente presencia del antisemitismo en las consideraciones que van desde el negacionismo del Frente Nacional, el humorista Dieudonné M’Bala y las posturas más izquierdistas y progresistas que ven en Israel y el sionismo el origen de todos los males del mundo. Pocos han observado que cuatro de los asesinados en París eran judíos como si este fuera su destino normal, el de ser asesinados puesto que en alguna manera se lo tienen merecido. Pocos han observado el aumento del antisemitismo en la sociedad europea que lleva a que los barrios judíos en distintas ciudades tienen que ser custodiados por la policía antidisturbios. Pocos han visto en nuestra crítica radical a las actuaciones del estado hebreo en relación a los palestinos una implicación emocional algo más que deseo de justicia. Este verano recorrí el País Vasco y me lo encontré lleno de pancartas llamando a Israel genocida con los más variados enfoques. Eran omnipresentes y tremendamente agresivas. Sin embargo, no he visto movilización emocional semejante cuando talibanes entran en una escuela en Pakistán y asesinan a más de un centenar de niños o cuando Estado Islámico asesina a mansalva a mujeres, hombres y niños en su avance en Siria e Irak, ni cuando Boko Haram secuestra a niñas y las convierte en esclavas sexuales o las hace ser niñas bomba haciéndolas estallar en un mercado en Nigeria  para asesinar a decenas de personas. Ni he visto movilización semejante por los mil latigazos que ha de recibir un bloguero iraní por parodiar el Islam. Ni hay demasiadas implicaciones sobre la guerra en Siria que ha producido más de doscientos mil muertos y tres millones de refugiados. Ahí las críticas encendidas de los comprometidos feisbukeros son mucho más moderadas o escépticas, temiendo hacer demasiado hincapié para que no parezca islamofobia, y, además, en seguida, viene la consideración de que la culpa la tiene Estados Unidos, país al que se hace responsable de todo lo que sucede en el mundo por haber subvencionado a los muyyaidines afganos en la lucha contra el imperio soviético, por su apoyo al estado de Israel, por su apoyo a las monarquías del Golfo, por sus torturas en Abu Ghraib... El mundo está en este sentido, dentro de las ópticas progresistas, meridianamente claro. La responsabilidad mayor de todo lo que sucede es americana, pero si hurgamos un poquito más y no es necesario ser muy avispado para seguir la argumentación, se intuye que en el fondo la política americana es controlada por el lobby judío, de modo que si la responsabilidad mayor de lo que sucede en el mundo es americana y dentro de USA los que controlan el poder de modo meridiano son los judíos (y por extensión el estado de Israel), la culpa recae de alguna manera sobre los judíos a los que no llamaremos así sino que nos haremos más exquisitos y los consideraremos un lobby y al estado de Israel como ejemplo de sionismo y responsable central de todo lo que sucede en el mundo. De tal modo que cuando sean asesinados judíos en Europa, se verá como algo en alguna manera lógico o sin demasiados matices como en el chiste aquel que dice: Han matado a tres albañiles y a tres judíos y le responden ¿por qué a albañiles?


Lo cierto es que no sé si es peligroso ser musulmán en Europa, pero ser judío cada vez es más expuesto. En algún sentido vuelve a estar extendido el mito del judío dominador del mundo y responsable de crímenes horripilantes y no nos extraña demasiado lo que sucede en este sentido puesto que se lo han ganado a pulso. ¿No les recuerda a algo?

miércoles, 14 de enero de 2015

Educación y proceso iniciático.


Hace más de treinta años que leí el libro pero esta escena la guardo en mi memoria como si hiciera pocos minutos que la hubiera leído. Es el comienzo de Dune de Frank Herbert, una novela de ciencia ficción que en aquel entonces me cautivó. Paul Atreides es el heredero de la casa ducal y debe erigirse en líder de su mundo para lo que debe pasar una serie de pruebas que evaluarán su acceso a niveles más altos de conocimiento. La narración comienza con una de esas pruebas. Una dama Bene Gesserit, una reverenda Madre, con el permiso de su madre que también pertenece a esta orden, le lleva a pasar una prueba iniciática, una caja negra de metal de unos quince centímetros que estaba abierta por un lado. Es la prueba del dolor. Paul Atreides debe meter su mano allí y aguantar. La reverenda madre le pone una aguja envenenada  al lado de su cuello. Es el gon jabbar, si Paul saca la mano e intenta huir, se la clavará y morirá. Abrevio el relato. El caso es que Paul Atreides mete la mano derecha en la caja. Al principio la siente fría, pero poco a poco nota que el calor está subiendo y se convierte en una especie de horno, el dolor es indescriptible, la quemadura está convirtiendo su mano en un muñón requemado, pero no saca la mano de allí. Resiste sufriendo una sensación terriblemente dolorosa. De pronto todo pasa y cesa el dolor. Paul cree que tiene la mano renegrida reducida al puro hueso quemado. Pero, para su sorpresa, la mano está intacta. Había sido dolor generado por inducción nerviosa. Su otra mano, la que estaba fuera tenía las uñas clavadas en su palma de la tensión acumulada. 

Hace muchos años, cuando la enseñanza no estaba dominada por la burocracia, el miedo a los peligros reales o potenciales, la pedagogía no se había adueñado de los planteamientos educativos y los profesores de filosofía arriesgaban más... llevaba a mis alumnos de dieciséis años de fin de semana (sin permisos explícitos de los padres) a algún lugar de la montaña. Dormíamos en algún albergue y hacíamos caminatas por los alrededores. Una de ellas era en las cercanías de Ribes de Fresser, muy cerca de Queralbs. Una de las experiencias que les proponía era ir a una cueva, la cueva de Rialb, que está a dos o tres  kilómetros. Íbamos a medianoche, sobre las doce o la una. Era primavera por lo que hacía todavía bastante frío a esas alturas en que estábamos. Alguna vez incluso la hice en invierno e hicimos el trayecto con nieve. La cueva de Rialb estaba junto a la vía del cremallera al santuario de Núria que no funcionaba por la noche. Había que entrar en la cueva. Primero había que trepar hasta la entrada, un túnel angosto y oscuro que iluminábamos con nuestras linternas. Lo que no les decía es que había otra entrada a pocos metros, grande y espaciosa. El túnel era muy estrecho y cabían los cuerpos con dificultad. Había que avanzar unos cuatro metros por el túnel. Comenzaba a entrar alguna chica menuda que se las veía y deseaba para avanzar por el túnel. Yo sabía que había que encontrar la posición correcta de los brazos y doblar el cuerpo en los ángulos precisos para lograr pasar por aquel conducto mínimo. Se podía pasar pero había que dominar el miedo y la claustrofobia. Supongo que es básico en espeleología ese convertir el cuerpo en una figura flexible y adaptable a espacios como aquel. La primera chica que pasó logró al cabo de unos largos segundos encontrar cómo hacerlo, se giró, siguiendo mis indicaciones, puso los brazos por delante y se impulsó con los pies haciendo palanca. Era un momento angustioso pero daba paso a la cavidad de la cueva ya que el resto del recorrido era sencillo. La muchacha gritó desde el otro lado a sus compañeros y les dijo que se podía pasar. Algunos tenían miedo, pero fueron pasando poco a poco. Alguna muchacha especialmente temerosa se quedó para el final. Todos fueron pasando convirtiendo su cuerpo en un anillo vertebrado que se adaptaba a la morfología de la cueva. La sensación que tenían al lograr pasar al otro lado y alcanzar el centro de la cueva, con el corazón latiendo aceleradamente, era difícilmente expresable. Había una especie de éxtasis y euforia que se desataba en una felicidad incontenible. Aquello era como nacer, me gritó uno de ellos desde el otro lado. La última muchacha que no se atrevió, dominada por intenso pánico, fue llevada por mí a la entrada amplia de la cueva y pasó donde estaban sus compañeros. No sintió la misma alegría. Yo pasé el último. Conocía la cueva y sabía de sus características. Percibí la emoción de aquellos chicos y chicas, una docena, que habían logrado pasar el túnel del miedo a mitad de la noche. Su comparación del acceso a la cavidad con el nacimiento, propuesta por algunos de ellos, me pareció muy adecuada. No les faltó decisión ni valor. En realidad no había ningún peligro pero había que vencer el miedo y la sensación de agobio claustrofóbico. Se podía haber entrado por la boca principal pero en aquella aventura había una pequeña lección vital que imagino que no habrán olvidado. En el interior, amplio y cómodo, nos sentamos en la gruta principal y apagamos las linternas que dejamos en un lado. Cada uno se sentaba de modo que estuviera solo, sin contacto físico con sus compañeros. La oscuridad era completa y el silencio tan absoluto como solo en el interior de una cueva es posible. La quietud y la inmovilidad era total. Nos mantuvimos un par de minutos en silencio en la oscuridad profunda, sin posibilidad de tocarse entre nosotros. Luego encendí una vela que llevaba y la puse en el centro y miramos la realidad a la luz incierta de la candela. Sus ojos brillaban y ya su corazón se había serenado. No dije nada. No hubo explicación ni reflexión sobre lo que habíamos vivido.


La clase de literatura aquel día fue a medianoche. Yo no la he olvidado. Y al escribirlo, el corazón se me acelera todavía por la emoción que todavía me domina al recordarlo.

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