La praxis educativa está mutando profundamente. Lo veo día a
día. Soy profesor de primero de ESO
en la mayor parte de mi horario. Les he introducido en EDMODO, una aplicación educativa prodigiosa que permite la comunicación directa de los
alumnos con el profesor cuya interfaz se parece a Facebook. En su muro les cuelgo toda la secuencia de tareas,
exámenes, materiales de estudio, vídeos, libros en pdf, etc. Los exámenes son sumamente exigentes respecto
a la materia impartida, pero dichos exámenes se los cuelgo en Edmodo días antes para que los puedan
preparar individualmente o en grupo. Por otra parte les hago pruebas de
Comprensión lectora de textos muy largos y con cierta complejidad narrativa. He
descubierto al narrador norteamericano O’Henry
cuyos relatos son perfectos para que los alumnos estén una hora echando humo
intentando desentrañar su sentido en el que nada es lo que parece. Cuando lo
descubren, los que lo descubren, se sienten fascinados y orgullosos. Al
principio sienten pereza de leer textos de más de dos mil palabras en letra
minúscula pero pueden hacerlo, y lo hacen.
Mi libreta de notas es digital. Llevo el iPad a clase y utilizo la
extraordinaria aplicación Idoceo que
es un libro de notas que supera imaginativamente cualquier dispositivo que uno
pueda suponer. Es un descubrimiento fabuloso cómo se puede gestionar la
información de las notas de los alumnos, y cómo se les puede comunicar a ellos
y a sus padres inmediatamente el resultado de un examen celebrado por la
mañana.
Mi iPad me permite
conectarme al proyector de clase y utilizar todas las herramientas digitales de
Apple. Por ejemplo hacer mapas
conceptuales frente a ellos, ponerles música para trabajar, vídeos, textos,
fotos... además de conectarme a google y a cualquier página imaginable. Mi
última investigación es conseguir sincronizar el iPad con la pizarra digital para poder escribir en ella. El iPad es un universo educativo cuyos
límites son amplísimos y por descubrir, ya que hay muchísimas herramientas que
están pensadas para este dispositivo fascinante.
Esta inmersión en la tecnología no supone que deseche los
métodos tradicionales. Quiero que escriban, quiero que se sumerjan en textos,
enseñarles a razonar, a dar saltos conceptuales, a utilizar la imaginación como
recurso imprescindible. Y sobre todo no quiero tratarles como si fueran
incapaces. Un muchacho de doce años puede hacer muchas cosas y debe
entrenársele con una fuerte exigencia. No debemos suponer que no están
preparados para realizar un trabajo intelectual comprometido. O al menos
debemos aspirar a ello. Si se tira fuertemente de ellos, una buena parte
responden a los estímulos y les encantan los desafíos que suponen exigencia. El
profesor que esto suscribe tiene en cuenta todo en su libro digital de Idoceo. Puede controlar exhaustivamente
todo el trabajo realizado por los alumnos y tener un perfil individualizado que
permita hacer un diagnóstico y radiografía de cada muchacho. La realidad es que
cuando se les exige, suelen dar mejores resultados que cuando la vida es muelle
y placentera. El problema es que los institutos se convierten en lugares de
vida plácida en los que se pasa sin dar un palo al agua. El desafío del
profesor es implicarles en retos conceptuales que les lleven a ejercitar la
inteligencia creativamente. ¿Estímulos? Todos los necesarios. La cuestión es
que trabajen y crezcan intelectualmente sin darse cuenta. Cuando empecé este
curso desde el gabinete pedagógico se nos presentó a los alumnos de primero,
recién llegados de la primaria, como niños no acostumbrados a estudiar ni a
hacer exámenes, a los que no había que agobiar en el estadio de aprendizaje en
que están. Ni caso. Un muchacho de doce años es muy potente. Se hacen vagos y
haraganes después porque no les exigimos, porque no somos conscientes de que la
inteligencia es una facultad elástica. Que la imaginación tiene que
ejercitarse, que los retos son necesarios. La tecnología es prodigiosa porque
nos ofrece herramientas que bien utilizadas y reforzadas por métodos
tradicionales es sumamente fértil. La enseñanza debe promover el desarrollo
intelectual. No dejar que muchachos inteligentes y agudos se hundan en la
molicie del aburrimiento sin exigencia. Hay que aprender a ser imaginativos y
abiertos. Hacerles ver que aprender es un juego apasionante, que aprendan casi
sin percibirlo, que sientan placer por aprender, placer en ejercitar su
inteligencia, introducirles en un juego en que el estatismo sea imposible, no
tomarles por tontos. No lo son. Es la falta de dinamismo la que hace la escuela
aburrida. Hay que estar continuamente en acción casi sin repetirse, que sientan
el gozo de trabajar en serio y ser reconocidos. El profesor debe felicitarles y
estar atento a sus progresos, ser muy consciente de todos y cada uno de sus
alumnos a los que piensa desde los recursos y herramientas educativas que cada
vez son más eficaces e inteligentes.
El dar siempre clase en cursos del segundo ciclo de la ESO
me había llevado a la convicción de que los alumnos son vagos, holgazanes,
tramposos, descuidados, renuentes a los juegos de la inteligencia dominados por
las hormonas de la adolescencia y la tontería llegada en cantidades
abrumadoras. El dar clase en primero de la ESO me hace pensar que no son
tontos, que es el sistema el que los hace tontos y pasivos, aburridos, grises,
copiones, repetitivos. Los convertimos nosotros en un proceso que deja a
muchachos virtualmente potentes en desganados porque se aburren soberanamente.
La imaginación unida a esa herramienta prodigiosa que es el
iPad, el vídeo, los mapas conceptuales, las lecturas complejas, el clima en el
aula que luche contra la banalidad y la repetición hace que enseñar se
convierta en algo intelectualmente interesante, y lo menos que debemos exigir a
nosotros mismos es eso, ser interesantes, por los caminos que sean, aunque sean
retorcidos. Los muchachos siempre detectan a quienes se interesan por ellos. Y
dan mucho más, mucho más de lo que nos han enseñado a esperar.