He escrito un comentario en el blog de un buen amigo. Lo transcribo y espero que me dé motivo para una reflexión con algún sentido.
Yo leí La montaña mágica en un par o tres semanas por la noche, absorbido totalmente. Su lectura, la intensidad de la misma, me recordó la pasión con que leía a Julio Verne a mis doce años. Uno tiene que verse en la tesitura de Hans Castorp, allí en las montañas, en la inacción, en la práctica contemplativa, dejándose atravesar por esas reflexiones o esos diálogos densos y dramáticos. Yo lo leí en uno de mis primeros tratamientos para la depresión y fue un momento total. Luego lo he querido volver a leer y no es lo mismo. Creo que los libros tienen momentos inequívocos para leerlos. Se acierta o no se acierta. No temas dejarlo si no te llama. Es grandioso pero nada es imprescindible. Para mí fue un momento cenital en mi vida, pero pienso que fue puro azar maravilloso. Los libros tienen que responder a preguntas que nos hacemos, y si no lo hacen, son insoportables.
He escrito esto que plantea que el encuentro entre un lector y un libro es puro azar o tal vez necesidad, pero en todo caso es un encuentro fortuito. Recuerdo hace unos años la lectura de ese texto de Thomas Mann en una situación bien nueva para mí por lo que he contado. Me acostaba temprano y me llevaba gozoso a la cama esa novela que por alguna extraña razón me cautivó. Leía un par de horas a veces subrayando el texto o anotándolo. No se me hizo pesado ni prolijo. Me identificaba extrañamente con las reflexiones y sensaciones del protagonista, y me imaginaba recostado en una chaise longue al atardecer frente a las gigantescas moles de los Alpes en un estado febril. Esa inacción, ese no poder hacer nada y dedicarme únicamente a explorar mi mundo interior y el que me rodeaba, me parecía fascinante, sobre todo si iba acompañado de febrícula, un estado que, aunque parezca raro, me atrae. Creo que me absorbía esa morbosidad de la narración, esa presencia de la enfermedad que ahonda la mirada y hace a los hombres más profundos.
Fue un encuentro singular entre la novela y yo. He leído otras obras de Thomas Mann pero ninguna me ha creado un estado de expectación e identificación como aquel, quizás porque yo me reconocía en un estado enfermizo y me negaba también a la acción. Incluso posteriormente he intentado releerla, pero tras unas cuantas páginas de lectura, he visto que aquella obra se me había cerrado, ya no podía penetrar en ella. Sólo una vez había tenido acceso a su núcleo. Esto me lleva a pensar que toda recomendación literaria es incierta. Nunca sabemos si lo que a nosotros nos ha servido, lo hará a otros. Así en una mañana de primavera encontré una obra de teatro a mis dieciocho años. No conocía de nada al autor. La cogí de la biblioteca y me puse a leerla. Aquella obra era nada más y nada menos que Esperando a Godot de Samuel Beckett. Es una de las mañanas más luminosas de mi vida, sumergido en aquellas andanzas de esos personajes que no sé por qué se identificaban totalmente con mi sentimiento de la vida. Quizás yo también, como Vladimiro y Estragón, estaba esperando a Godot. Es una suposición. Recuerdo maravillado aquellas tres horas de lectura intensa, apasionada como una tarde de amor con cigarrillos y cerveza. He vuelto a esa obra en varias ocasiones, pero no me ha dicho nada especial. No entiendo qué encontré en ella aquella mañana. Así me ha pasado con numerosas obras literarias. Hubo un tiempo en que leí Rayuela de Cortázar y me imaginaba deambulando en Paris buscando a la Maga o asistiendo a aquel burdo concierto de Berthe Trepat. Era una concepción de la existencia la que estaba impregnando aquellas páginas que eran mías y volvía a ellas continuamente. He intentado releer Rayuela hace unos años y me ha parecido un peñazo. No me dice nada. Son ejemplos de lo que quiero decir y esas posteriores lecturas no me quitan un ápice de la pasión que siento por ellas. Para mí la lectura primera, iniciática, es la fundamental. Luego ha pasado el tiempo. He cambiado yo y se han mutado el ambiente y la atmósfera en que vivimos.
Cada vez siento más pesar como profesor que lleva a sus alumnos a leer determinados libros. Lo considero una intromisión. Sospecho que la literatura ha dejado de ser actual, que responde a otro tiempo en que lo inmediato no era el modelo dominante. Pero este es nuestro tiempo. Y el tiempo de mis alumnos que, como yo, se ven rechazados por los textos escritos, porque ya no contestan a preguntas esenciales. Ahora los debates están en otros lados. La literatura se ha convertido en buena parte en opaca. Ha dejado de responder a cuestiones primordiales a los hombres de este tiempo.
Si pudiera me negaría a promover la lectura. Lo hago por imperativo legal. Hubo un tiempo en que la literatura y yo éramos amantes. Cuando hablaba de libros, mis ojos brillaban de excitación y entendía que mis alumnos recibirían esa pasión que sentía, como así solía ser. Durante muchos años me consideré profesor de literatura porque creía en ella, porque respondía a preguntas -a veces no formuladas-, a inquietudes íntimas, a estados de anticipación, a noches de insomnio... Esto ya no es así. Siento a la literatura como una antigua amante que me dio lo mejor, que me abrió universos inmensos, pero una amante lejana.
Ahora sólo pienso en términos de imágenes. Entiendo el rechazo o las enormes dificultades que sienten mis alumnos adolescentes en acercarse a leer Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, porque a mí me pasa lo mismo. No me interesan los conflictos matrimoniales de los años sesenta entre Carmen y Mario. Y si a mí no me interesa, ¿qué será a ellos? He dejado de creer que la literatura puede cambiar el mundo, y que los libros sean algo imprescindible.
Sé que no debería escribir esto, sé que alguien puede sentirse defraudado pero Profesor en la Secundaria es un proyecto vivo, abierto, contradictorio, que revela la interioridad de un profesor que reflexiona y ofrece lo que siente en un momento dado. ¡Cómo me gustaría escribir en otro sentido! Es como si los libros se me hubieran cerrado, como si la puerta aquella maravillosa que se me abría con cierta frecuencia, se hubiera cerrado para siempre. ¡Cómo recuerdo la desazón de mi padre ante su hijo siempre con un libro en la mano! Me decía que la literatura era anacrónica, pero yo me sumergía apasionadamente en aquel anacronismo.
Terrible.