Hoy tenía guardia de cuatro a cinco de la tarde. Estaba solo y faltaba un profesor de tecnología. He subido a la clase 5.4. y me he encontrado un panorama que quiero explicar aquí. Era un curso de adaptación curricular de segundo de ESO. La mayoría eran inmigrantes marroquíes, árabes y bereberes, lo que no es lo mismo. También había alumnos latinoamericanos y algún peninsular perdido allí. Les he explicado que el profesor tal no podía impartir la clase y que yo era el profesor de guardia y que iba a estar con ellos durante la hora. Una hora complicada. Se ha armado el guirigay porque esperaban disponer con el profesor de la sala de ordenadores portátiles para poder ver vídeos de Youtube. Era clase de tecnología.
En la clase había varias alumnas con hiyab, bereberes, que se han dedicado a enseñar los números en su lengua a alumnas latinoamericanas. Les oía su pronunciación gutural cuando actuaban como profesoras. La clase ha sido intensa pero estimulante. Mi presencia ha servido para paliar en parte la falta del profesor titular, pero he tenido que estar llamando la atención continuamente a varios de ellos que se levantaban continuamente, y servir de juez en diversas disputas surgidas entre ellos. Se pasaban papelitos diciendo que Youssef era novio de Elly o algo así. La algarabía era constante. He tenido, perdiendo la compostura, que gritar que se callaran, que estábamos en clase y que todos tenían que estar haciendo alguna faena escolar. Mi autoridad ha sido relativa, muy relativa, porque apenas he conseguido que hicieran trabajos de clase. La mayor parte han estado jugando o pasándose papelitos o levantándose para tirar papeles o véte a saber qué. “Siéntate, Lassen” he repetido veinte veces.
He sido consciente de que mi autoridad era muy relativa. Tengo una edad para ser respetado por alumnos de trece años, pero no era así. Alumnos marroquíes que sin duda respetarían como a un oráculo a sus padres o a un imán, se rebelaban y jugaban con un tira y afloja desesperante con el profesor de turno; alumnas bereberes con velo, que sin duda se mantendrían calladas ante una autoridad familiar o religiosa, se rebelaban sin enfrentamiento directo con la supuesta autoridad del profesor que estaba allí, que les trataba con todo el respeto del mundo. Alumnas latinoamericanas se juergueaban sin que el profesor supusiera demasiado recato en su comportamiento.
Me he dado cuenta de que la autoridad es algo cultural y que la escuela occidental supone un ejercicio relativo de la autoridad. La edad no es respetada en sí ni la función profesoral. No se valora la autoridad del profesor por lo que pueda enseñar o lo que pueda saber. La adolescencia, esa edad conflictiva, surge en todas las culturas como rebeldía frente a la autoridad que hemos diseñado. El profesor no llega investido de autoridad o de potestad, ha de ganársela en su ejercicio de la prudencia y del pacto que ha de estar basado en el respeto y en la elocuencia. El resultado es un equilibrio inestable. Nadie va a estar callado porque sí, y los conflictos van a surgir por doquier. Es la capacidad de empatía del profesor, su habilidad para tejer equilibrios inestables y su mantenimiento de cierta armonía interior; es su propia autoestima la que está en juego.
La escuela es un ejercicio arriesgado y conflictivo de la autoridad. Esta no se da por supuesta. Es un tira y afloja constante. Esos pequeños héroes que son los profesores, personajes que no se pueden permitir estar con la moral baja o deprimidos. Es una profesión para seres ligeros y cargados de optimismo. Aun así, cada día que pasa, decimos para nosotros mismos y para quien quiera oírnos: uf.
En la clase había varias alumnas con hiyab, bereberes, que se han dedicado a enseñar los números en su lengua a alumnas latinoamericanas. Les oía su pronunciación gutural cuando actuaban como profesoras. La clase ha sido intensa pero estimulante. Mi presencia ha servido para paliar en parte la falta del profesor titular, pero he tenido que estar llamando la atención continuamente a varios de ellos que se levantaban continuamente, y servir de juez en diversas disputas surgidas entre ellos. Se pasaban papelitos diciendo que Youssef era novio de Elly o algo así. La algarabía era constante. He tenido, perdiendo la compostura, que gritar que se callaran, que estábamos en clase y que todos tenían que estar haciendo alguna faena escolar. Mi autoridad ha sido relativa, muy relativa, porque apenas he conseguido que hicieran trabajos de clase. La mayor parte han estado jugando o pasándose papelitos o levantándose para tirar papeles o véte a saber qué. “Siéntate, Lassen” he repetido veinte veces.
He sido consciente de que mi autoridad era muy relativa. Tengo una edad para ser respetado por alumnos de trece años, pero no era así. Alumnos marroquíes que sin duda respetarían como a un oráculo a sus padres o a un imán, se rebelaban y jugaban con un tira y afloja desesperante con el profesor de turno; alumnas bereberes con velo, que sin duda se mantendrían calladas ante una autoridad familiar o religiosa, se rebelaban sin enfrentamiento directo con la supuesta autoridad del profesor que estaba allí, que les trataba con todo el respeto del mundo. Alumnas latinoamericanas se juergueaban sin que el profesor supusiera demasiado recato en su comportamiento.
Me he dado cuenta de que la autoridad es algo cultural y que la escuela occidental supone un ejercicio relativo de la autoridad. La edad no es respetada en sí ni la función profesoral. No se valora la autoridad del profesor por lo que pueda enseñar o lo que pueda saber. La adolescencia, esa edad conflictiva, surge en todas las culturas como rebeldía frente a la autoridad que hemos diseñado. El profesor no llega investido de autoridad o de potestad, ha de ganársela en su ejercicio de la prudencia y del pacto que ha de estar basado en el respeto y en la elocuencia. El resultado es un equilibrio inestable. Nadie va a estar callado porque sí, y los conflictos van a surgir por doquier. Es la capacidad de empatía del profesor, su habilidad para tejer equilibrios inestables y su mantenimiento de cierta armonía interior; es su propia autoestima la que está en juego.
La escuela es un ejercicio arriesgado y conflictivo de la autoridad. Esta no se da por supuesta. Es un tira y afloja constante. Esos pequeños héroes que son los profesores, personajes que no se pueden permitir estar con la moral baja o deprimidos. Es una profesión para seres ligeros y cargados de optimismo. Aun así, cada día que pasa, decimos para nosotros mismos y para quien quiera oírnos: uf.
He querido terminar la clase despidiéndome de ellos. Han subido las sillas encima de las mesas, han cerrado las persianas y recogido los papeles –no sin conflictos-. Cuando salían les daba la mano uno a uno y me despedía de ellos con un “hasta mañana”. Casi todos me han dado la mano. Una alumna bereber se ha negado en principio, no sé si por una cuestión cultural, y otra latinoamericana ha bromeado quitando la mano cuando yo se la ponía varias veces. Era una falta de respeto evidente. Al final me la ha dado. Estaba fría. La alumna bereber al final ha venido y me ha saludado. La clase había acabado con un griterío ensordecedor que no he tomado en consideración. No, no es fácil ser profesor. Por eso me molesta tanto cuando vienen gentes ajenas a las aulas, que han huido de ellas y se han dedicado a pontificar, y nos vienen explicando en cursillos cómo deben ser las cosas dentro de ellas. Contra ellos, contra esos vividores del cuento es este post.