
Andaba yo de camino a las islas Cíes el 30 de julio cuando murió el cineasta sueco Ingmar Bergman. No me enteré. No leí la prensa aquel día ni los tres siguientes. Fue después cuando me enteré. Había fallecido en la isla sueca de Faarö a los ochenta y nueve años. Uf. Había vivido allí en los últimos veinte años, refugiado y exiliado interior, aunque no había abandonado sus actividades como director de teatro (Ibsen, Strindberg, Shakespeare, Molière…) ni la dirección de alguna película para televisión como fue la extraordinaria Saraband cuando tenía ya ochenta y cinco años. Vino a buscarle la dama blanca, aquella que conjuró en su film iniciático El séptimo sello en 1957. Allí entretenía a la muerte para conseguir que una familia de comediantes se salvara.
No sé por qué pero el cine de Bergman, con sus preocupaciones existenciales sobre el sentido de la vida y la inexorabilidad de la muerte, el dramatismo de las relaciones entre hombre y mujer, así como entre padres e hijos, su exaltación de la vida a pesar de todo… me atrae poderosamente. Me gusta su tempo lento en esas morosas conversaciones entre los personajes que se devoran y se desnudan interiormente. Cada película de Bergman es un chorro de emociones que llegan al alma del espectador si es capaz de dejarse seducir por esos personajes que van develando su hondura. No son emociones superficiales las que revela su cine, no hay espectaculares golpes de efecto que nos manipulen los sentimientos. Todo es mucho más sutil y poético. Porque su cine es esencialmente poético y trágico. Todo su cine gira sobre la transfiguración –la revelación de lo oculto- que sólo el arte y el amor pueden ofrecer.
Bergman se reconocía interiormente como un niño. Decía repetidamente que su sistema emocional era el de un niño, y, que por ello, su cine gustaba a la gente. Sin embargo, él se quejaba de que no tenía con quien debatir sobre su cine. Estaba tan reconocido y encumbrado que nadie se atrevía a decirle lo que pensaba sobre él. Woody Allen le llamaba con alguna frecuencia a su isla y mantenían largas conversaciones. El cine del director americano reconoce como influencia mayor la de Bergman, igual que en España es Víctor Erice el que en alguna medida sería más influido por la estética y el espíritu bergmanianos.
Estos días de finales de agosto, antes de comenzar el curso, me dedico con auténtica pasión a revisitar el cine de Bergman. He vuelto a ver Gritos y susurros, un drama entre tres hermanas, una enferma en fase terminal, y una criada que es la que verdaderamente quiere a la agonizante. Se recuesta con ella con sus pechos grandes y blancos que arrullan y consuelan a la moribunda. En toda la escenografía y vestuario predomina el color rojo porque es el color del alma. La hermana muere pero su presencia sigue viva en la casa. Los muertos en el cine de Bergman se resisten a desaparecer. Es así también en Fanny y Alexander (1989), su última película y una de las más hermosas jamás filmadas. El padre director de teatro, que muere, sigue deambulando por la casa apareciéndose a esos niños, a modo del padre de Hamlet que sigue velando por su familia. He visto también Fresas salvajes, Escenas de un matrimonio, Sonata de Otoño, y Saraband y tengo previsto, si nada lo impide, disfrutar de Creadores de imágenes, Sonrisas de una noche de verano, La flauta mágica, Los comulgantes, Un verano con Mónica, El ojo del diablo...
Ayer en el metro me encontré con una amiga y estuvimos charlando de todo un poco y también sobre Bergman. Ella decía que no había visto ninguna película de él, quizás por haber sido tan elogiado y destacado. Tenía miedo a su cine por creerlo de carácter intelectual y, sobre todo, muy lento. Supongo que estas son las leyendas que hacen de Bergman un director minoritario, pero a mí no me cabe duda que su cine es de raíz emocional y no es que sea lento, sino que las palabras adquieren densidad en esos diálogos tensos y trágicos. Bergman reivindicó la necesidad de la palabra en un mundo contemporáneo que se ha visto dominado por las imágenes, tal como sucedía en la Edad Media en que todo eran imágenes. Es necesario volver al poder de la palabra para tejer emociones, sentimientos y encuentros entre seres que se buscan dramáticamente. Sólo el amor y el arte nos puede redimir. Amigo Bergman, te imagino en otras islas planeando alguna película sobre lo que ahora sólo tú puedes ver. No nos has dejado del todo, sigues con nosotros. Yo, como tú, cuando llegue el día de pasar a otras actividades no estrictamente educativas, me sumergiré en una filmoteca cada tarde para ser absorbido por ese arte que tú tan genialmente has representado.
No sé por qué pero el cine de Bergman, con sus preocupaciones existenciales sobre el sentido de la vida y la inexorabilidad de la muerte, el dramatismo de las relaciones entre hombre y mujer, así como entre padres e hijos, su exaltación de la vida a pesar de todo… me atrae poderosamente. Me gusta su tempo lento en esas morosas conversaciones entre los personajes que se devoran y se desnudan interiormente. Cada película de Bergman es un chorro de emociones que llegan al alma del espectador si es capaz de dejarse seducir por esos personajes que van develando su hondura. No son emociones superficiales las que revela su cine, no hay espectaculares golpes de efecto que nos manipulen los sentimientos. Todo es mucho más sutil y poético. Porque su cine es esencialmente poético y trágico. Todo su cine gira sobre la transfiguración –la revelación de lo oculto- que sólo el arte y el amor pueden ofrecer.
Bergman se reconocía interiormente como un niño. Decía repetidamente que su sistema emocional era el de un niño, y, que por ello, su cine gustaba a la gente. Sin embargo, él se quejaba de que no tenía con quien debatir sobre su cine. Estaba tan reconocido y encumbrado que nadie se atrevía a decirle lo que pensaba sobre él. Woody Allen le llamaba con alguna frecuencia a su isla y mantenían largas conversaciones. El cine del director americano reconoce como influencia mayor la de Bergman, igual que en España es Víctor Erice el que en alguna medida sería más influido por la estética y el espíritu bergmanianos.
Estos días de finales de agosto, antes de comenzar el curso, me dedico con auténtica pasión a revisitar el cine de Bergman. He vuelto a ver Gritos y susurros, un drama entre tres hermanas, una enferma en fase terminal, y una criada que es la que verdaderamente quiere a la agonizante. Se recuesta con ella con sus pechos grandes y blancos que arrullan y consuelan a la moribunda. En toda la escenografía y vestuario predomina el color rojo porque es el color del alma. La hermana muere pero su presencia sigue viva en la casa. Los muertos en el cine de Bergman se resisten a desaparecer. Es así también en Fanny y Alexander (1989), su última película y una de las más hermosas jamás filmadas. El padre director de teatro, que muere, sigue deambulando por la casa apareciéndose a esos niños, a modo del padre de Hamlet que sigue velando por su familia. He visto también Fresas salvajes, Escenas de un matrimonio, Sonata de Otoño, y Saraband y tengo previsto, si nada lo impide, disfrutar de Creadores de imágenes, Sonrisas de una noche de verano, La flauta mágica, Los comulgantes, Un verano con Mónica, El ojo del diablo...
Ayer en el metro me encontré con una amiga y estuvimos charlando de todo un poco y también sobre Bergman. Ella decía que no había visto ninguna película de él, quizás por haber sido tan elogiado y destacado. Tenía miedo a su cine por creerlo de carácter intelectual y, sobre todo, muy lento. Supongo que estas son las leyendas que hacen de Bergman un director minoritario, pero a mí no me cabe duda que su cine es de raíz emocional y no es que sea lento, sino que las palabras adquieren densidad en esos diálogos tensos y trágicos. Bergman reivindicó la necesidad de la palabra en un mundo contemporáneo que se ha visto dominado por las imágenes, tal como sucedía en la Edad Media en que todo eran imágenes. Es necesario volver al poder de la palabra para tejer emociones, sentimientos y encuentros entre seres que se buscan dramáticamente. Sólo el amor y el arte nos puede redimir. Amigo Bergman, te imagino en otras islas planeando alguna película sobre lo que ahora sólo tú puedes ver. No nos has dejado del todo, sigues con nosotros. Yo, como tú, cuando llegue el día de pasar a otras actividades no estrictamente educativas, me sumergiré en una filmoteca cada tarde para ser absorbido por ese arte que tú tan genialmente has representado.